Walter Mignolo (Corral de Bustos, Argentina, 1941) sonríe. A menudo enarca las abundantes cejas blancas para marcar el sentido de lo que dice. Es actualmente uno de los pensadores más prestigiosos de América Latina por sus ideas sobre colonialidad global, geopolítica del conocimiento, desobediencia epistémica, pensamiento fronterizo, entre otros temas… Pero ahora, en el vestíbulo de un hotel quiteño, es, sobre todo, un hombre que habla lentamente —costumbre inveterada del profesor universitario— para enfatizar sus ideas.
Su trabajo lo ha convertido en una de las figuras más visibles de lo que en el pensamiento latinoamericano contemporáneo se conoce como el giro decolonial. La idea matriz de esta corriente filosófico-política es que la modernidad occidental tiene un lado ‘oscuro’ que generalmente no se enfoca en los estudios teóricos europeos y estadounidenses y que encubre, bajo el supuesto de la ‘universalidad’ de la razón, una práctica de dominación y violencia. Este ‘lado b’ —irracional, sangriento y racista que se ha extendido por todo el orbe en el último medio milenio— es la colonialidad.
A principios de la década de los años dos mil, Mignolo y otros intelectuales fundaron la Red Modernidad/ colonialidad/ decolonialidad. Los trabajos del grupo, entre los que están los del peruano Aníbal Quijano, el colombiano Santiago Castro-Gómez, el puertorriqueño Nelson Maldonado Torres, el argentino-mexicano Enrique Dussel, la estadounidense Katherine Walsh, entre otros, crean cada vez mayor interés, dentro y fuera de la academia, como una respuesta filosófico-política latinoamericana frente a la crisis civilizatoria de Occidente.
De visita en Quito para un encuentro académico, el profesor Mignolo ha separado algunos minutos para sostener una charla divulgativa sobre su pensamiento. En el tintero permanecen las preguntas sobre su experiencia como estudiante de semiología en la École des Hautes Études de París, durante la época dorada del estructuralismo francés y su amistad, por aquella misma época, con Severo Sarduy y Jorge Aguilar Mora. O su experiencia como profesor latinoamericano en el sistema universitario estadounidense (ha dictado cátedra en las universidades de Indiana, Michigan y, actualmente, en Duke). El tiempo finalmente modela, de entre todas las posibles, una sola versión de las cosas. Y su dictadura ha dictaminado que esta conversación fuera —más o menos, pues la sintaxis del lenguaje escrito es una traducción vacilante, insegura, apenas aproximada, de la sintaxis de la vida— la que sigue.
¿La descolonización es un proyecto que tiende más hacia lo filosófico o más hacia lo político?
Primero es un proyecto político. Luego, filosófico. Durante la Guerra fría, en el movimiento de la descolonización de Asia y África, surgieron figuras como Patrice Lumumba o Amílcar Cabral, líderes políticos africanos quienes fueron pensadores importantes. No hicieron filosofía académica de estilo europeo pero plantearon un pensamiento situado para una lucha concreta.
También hay otro momento fundamental que se olvidó por un tiempo y que ahora está resurgiendo. Es la Conferencia de Bandung, de 1955, organizada por Sukarno (jefe del Estado indonesio), Gamal Abdel Nasser (presidente de Egipto) y Jawaharlal Nehru (presidente de India). Se reunieron entonces veintinueve países africanos y asiáticos que se denominaron a sí mismos como la ‘primera conferencia internacional de gentes de color’. Su idea fue: ni capitalismo ni comunismo sino descolonización.
¿Y América Latina?
En ese momento en Latinoamérica se estaba pensando la teoría de la dependencia, que es una reflexión sobre cómo nos tienen controlados, cómo no se puede ser independientes dentro del capitalismo. Poco más tarde Fidel Castro organiza la Primera Conferencia Tricontinental de Solidaridad Revolucionaria que reunió delegados de Asia, África y América Latina.
¿Y cómo desde ahí se llega a la teoría decolonial?
Cuando la descolonización de África y Asia ya son un hecho ya no hay más luchas. Fue un logro, pero al mismo tiempo un fracaso porque la situación de dependencia seguía vigente. Entonces, al final de la Guerra fría, a principios de los noventa, el sociólogo peruano Aníbal Quijano empieza a surgir con el concepto de colonialidad, lo cual supuso un giro en lo que se estaba pensando hasta entonces. Él plantea que es necesario, o más que eso, urgente, desprendernos del eurocentrismo, que es el marco conceptual que nos controla en todos los órdenes: social, político económico, sexual… A partir de ese momento la descolonialidad se transforma en un proyecto filosófico-político.
¿El horizonte político siempre marcó el sentido del pensamiento decolonial?
No sé si siempre. Yo diría que eso ha cambiado a partir de la idea de Quijano sobre colonialidad. El razonamiento ahora es que no hay que refutar la categoría de Estado. No hay que contradecir al Estado, hay que eliminarlo. Un buen ejemplo para entender esto es el movimiento zapatista. Ellos le dan la espalda por completo al Estado porque está unido indisociablemente con la expansión colonial occidental. El trabajo avanza en dos líneas: pensar cómo la colonialidad se ha articulado en la economía y en la política mundial. Y por otro lado, pensar y actuar creando nuevas formas de comunidad de espaldas al capitalismo y al Estado.
¿Y salirse también del capitalismo?
Claro. Sigamos en el zapatismo para pensar esto. Este movimiento muestra cómo se puede organizar la vida fuera del capitalismo. No tratar de transformarlo porque eso implica complicidad con el Estado y de lo que se trata es de negarlos a ambos. La economía no puede confundirse con el capitalismo. El capitalismo colonizó la economía, pero ahora se trata de liberar la economía hacia otras formas de vida.
¿Qué diferencia hay entre colonialidad y colonialismo?
Ya. Veamos. Cuando terminé el libro El lado oscuro del Renacimiento llegué a ver dos cosas: que el colonialismo se refiere a momentos históricos específicos —colonialismo hispano, francés, inglés, holandés, estadounidense (este último ya sin colonias porque en esta época la dominación del sistema financiero, cultural, mediático, etc., vuelve innecesaria la invasión de los países); mientras que la colonialidad es la lógica común a todos estos procesos. Históricamente, vemos cómo esa lógica se va transformando en sus contenidos. Por ejemplo, los españoles vienen con la misión de la conversión evangelizadora, mientras que los ingleses y franceses, seculares, la convierten en una misión civilizadora. A los estadounidenses no les interesará civilizar sino que convertirán el progreso en desarrollo. Entonces empieza el mito desarrollista y el papel actual de la economía en la matriz colonial del poder.
¿Es decir que el poder mundial contemporáneo —ahora, en el siglo XXI— sigue siendo colonial?
La colonialidad es la lógica común de lo que llamamos civilización occidental. La colonialidad es la base de esa civilización. Lo que aprendemos de Quijano es que no hay modernidad sin colonialidad. Lo cual me lleva al segundo punto de ese lado oscuro: que la civilización occidental se ha autodefinido como modernidad y salvación, pero para ello necesita destrozar al resto del mundo.
¿Luego, entonces, la modernidad como proyecto filosófico no es tan ‘universal’, ‘racional’ ni ‘inocente’ como enseñan los libros?
Lo que pasa es que siempre nos cuentan solo el cuento de la modernidad, pero no nos muestran su lado oscuro. Nuestra tarea analítica, filosófica, y también transformativa, es mostrar cómo esa colonialidad está siempre agazapada detrás de la modernidad y que esta no es una salvación sino una justificación de la opresión.
¿Lo que entendemos por pensamiento universal en realidad es pensamiento eurocéntrico?
El eurocentrismo no es asunto geográfico sino epistemológico. Es una estructura conceptual de conocimiento que está basada en dos lenguas clásicas (griego y latín), y seis lenguas imperiales europeas modernas (italiano, español, portugués, francés, inglés y alemán). Todo conocimiento que no esté en esas lenguas es considerado secundario, folclórico, tradicional, etc. Pero ahora mismo existe un resurgir del resto del mundo. Reconocemos la contribución de la modernidad y de Europa a la civilización humana, pero ya no aceptamos la aberración de que se trate de convertir al mundo al molde concebido por Europa y ahora Estados Unidos. Este resurgir viene de todas partes, Asia, África, Latinoamérica, la Norteamérica indígena… y en muchas áreas: económica, epistémica, afectiva, estética, política…
¿La decolonialidad se plantea como parte de ese resurgir?
Es parte de ese despertar, una de las contribuciones que se hace desde América Latina. Y así está siendo reconocida. Los trabajos de nuestra red se están traduciendo al chino y a varias lenguas africanas. Al mismo tiempo nosotros estamos trabajando con gente de otras latitudes. La colonialidad nos ha conectado con todas las experiencias coloniales del resto del mundo. Europa y Estados Unidos quedan así reducidos a su justo espacio por decir así.
¿Pero cómo desmontar el pensamiento occidental si se usan las categorías de la misma filosofía occidental?
Siempre ha habido otras formas de conocimiento fuera del episteme occidental. El arte, la espiritualidad, el conocimiento han sido formas de lucha. Lo que nos controla es una estructura cognoscitiva. No podemos desprendernos de ella de un golpe. Son trabajos que se producen en distintos ritmos, bajo distintas temporalidades, en distintas esferas. La política económica, la epistemológica, la racial, la sexual, etc. Se trata de otra manera de pensar (sonríe).
¿Una ontología ‘otra’, una epistemología ‘otra’, ‘latinoamericanas’?
Para mí ya no sería pensamiento propiamente latinoamericano. Para mí siempre se trató de una epistemología fronteriza. Hay una frontera marcada en el pensamiento que se marca en el hecho de que no somos europeos, sino casi europeos. La relación que tenemos con la hegemonía del eurocentrismo es distinta para los grandes grupos humanos que formamos América Latina: indígenas, afros o descendientes de europeos. Pero todos compartimos esa frontera, esa marginalidad, respecto de Europa. Hay pensamientos fronterizos que pueden conocer Hegel y Heidegger pero que los piensan a partir de lo aymara.
Pero para entenderlos primero hay que decodificar el código en el que piensan, o sea entrar en su juego categorial ¿no?
Hay que aceptar que modernidad/colonialidad/decolonialidad forman un bloque se sentido. No nos podemos escapar de la epistemología occidental porque ya invadió el mundo, pero no tenemos por qué someternos. Entonces ¿cómo nos liberamos? Hay una serie de técnicas. Los indígenas y los afros no tienen mucho que pensar porque ellos ya tienen un cúmulo de tradición y pensamiento propio. Nosotros estamos más limitados. Una técnica es aprender y trabajar con categorías indígenas y otra es usar las categorías occidentales. Ese ha sido el camino de (Enrique) Dussel, cuya analéctica introduce en la ontología la idea del espacio y eso deriva en la geopolítica del conocimiento, una relación de poder. Pero cualquier técnica implica siempre la tarea de decirle al Occidente: ustedes tienen su forma de pensar. Nosotros tenemos otras, las nuestras.
¿Nuestro patrimonio entonces es la ‘frontera’?
Si no eres consciente de que hay un tipo de pensamiento distinto del occidental, no habitas la frontera sino el territorio… y ese es el dilema de (Domingo Faustino) Sarmiento. Civilización o barbarie. El pensamiento latinoamericano tiene el esplendor de haber pensado desde la frontera, pero también tiene la miseria de no haberse dado cuenta de que los afros y los indígenas tienen su propio pensamiento y todos compartimos el mismo problema con el eurocentrismo.
¿La tradición del pensamiento latinoamericano tiene ese problema?
La toma de consciencia acerca de la colonialidad viene de José Carlos Mariátegui. También está en José Martí, aunque es más visible en Mariátegui. Él se da cuenta de que el problema del indio es un problema de la tierra y, principalmente, un problema racial. La diferencia entre América Latina y África y Asia es que acá las revoluciones las han hecho los descendientes de europeos y no los nativos. La idea de la colonialidad proviene de la confluencia de la teoría de la dependencia con las ideas de Mariátegui.
La decolonialidad sería, entonces, una respuesta a nuestra pregunta clásica sobre si existe una filosofía propiamente latinoamericana
A mediados de los ochenta del siglo pasado empieza a ocurrir un cambio en el pensamiento latinoamericano. La nueva generación ya no se pregunta eso. Más bien se propone hacer una filosofía negativa, es decir, que si hemos de estudiar a Kant no empecemos por la Crítica de la razón pura, sino por la Antropología y la Geografía. Así vamos a ver que hay un racismo fundacional en su pensamiento que luego se traslada a un gran aparato conceptual. La filosofía negativa revela el racismo de todo el aparato filosófico europeo. Al mismo tiempo que develamos el racismo y el sexismo que está debajo de toda la filosofía moderna, estamos volviendo a nuestros pensadores. Empezamos a construir un pensamiento filosófico, político, a partir de la configuración histórica de lo que hoy es América, o América Latina que es un invento del siglo XIX.
¿Y el pensamiento anterior?
Entre 1500 y 1800 lo que llamamos América es una configuración compleja de una diversidad enorme de pueblos originarios, pueblos de descendientes de europeos y la gran diversidad de pueblos africanos. Nuestro pensamiento empieza a partir del reconocimiento de esta configuración histórica afectiva y filosófica. Estamos regresando a estas formas de pensamiento a partir de la crítica de cómo la colonialidad del saber y del ser devaluó todos estos saberes y nos devaluó a todos. ¿Cómo entro yo, descendiente de italianos, en todo esto? Pues como intelectual del tercer mundo. Todos nosotros, Dussel, Quijano, etc., nos formamos en el momento de las luchas del tercer mundo, junto con los planteamientos de los pensadores africanos y asiáticos. Ahora bien, cómo ellos se plantean la descolonización es diferente de cómo nos la planteamos nosotros.
Bolívar Echeverría hace una distinción en los momentos de esa composición entre el siglo XVI y el XVII, como dos shocks distintos de modernidad. ¿Cómo lee usted esa diferencia?
Nuestra diferencia con él es que toma la modernidad como una ontología, como un momento del desarrollo de la historia universal. Para mí, en cambio, la modernidad es un discurso, un relato, la ficción de aquellos que hicieron de la modernidad y del progreso una justificación de su propio poder. La distinción entre estos dos momentos de la modernidad corresponde a dos momentos de un mismo relato. Primero el del Renacimiento, que consiste en la salvación a través de la conversión, y, segundo, el relato secular que comienza con el desplazamiento que operan Inglaterra y Francia, a través de Holanda, del poder del sur. Ahí comienza otro relato que es el de la emancipación, es decir, de una clase burguesa que crea el Estado moderno y que se distancia de la Iglesia y de la monarquía. A esa modernidad de la Ilustración la llama Dussel la segunda modernidad. El tercer momento de la modernidad sería la irrupción de Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial.
Los momentos de ese relato le importan a él en la medida en que son la fuente del mestizaje latinoamericano…
Pongámoslo así: no puedo comprender el mestizaje en América Latina sin relacionarlo con el catolicismo. ¿Qué pasa en España en el siglo XVI? La expulsión de moros y judíos, conversos y moriscos. Esa exclusión no era, estrictamente, una cuestión de sangre, pero se la justificaba como una cuestión de pureza de sangre y en realidad era una cuestión religiosa porque estos moros y judíos compartían una fe equivocada. Entonces cuando vienen acá, se encuentran con que no pueden establecer esa diferencia porque los los indios y los negros tienen otras formas de relación religiosa. De modo que la lógica de distinción social a través de la religión ya no es operativa y se ven forzados a inventar otra. No se trata de cristianos contra judíos y moros, sino de cristianos contra indios.
¿Y entonces empieza la diferenciación social a través de la raza de la que habla Quijano?
Claro (sonríe con intención). A partir de esa distinción se crea la noción de mestizo, zambo y mulato, las tres categorías básicas de clasificación social. Entonces la diferencia salta de hacia lo racista. Lo curioso es que cuando los españoles se van, el mestizaje se convierte en la ideología de la homogeneidad de los nuevos Estados nacionales… (vuelve a sonreír).
¿Un nuevo modo de homogenización?
Al mestizaje no hay que verlo como una cuestión de sangre sino como una cuestión ideológica, es decir como un relato en el que, quienes toman el poder del Estado se autodefinen como mestizos, se separan de los gachupines, y se crea la identidad de América Latina. Lo paradójico es que el mestizaje se vuelve una categoría para justificar la blancura latinoamericana. Incluso los emigrantes caemos en eta categoría del mestizaje como homogeneidad nacional.
La diversidad persiste, pero ¿la decolonialidad no es eso precisamente? ¿Pensar América Latina desde esa diversidad?
Las Américas están formadas por varios grupos demográficos y el pensamiento sigue estas grandes líneas. Lo que estamos haciendo —gracias por la pregunta, no lo había articulado todavía, pero creo que lo hemos estado trabajando sin saberlo— es esto. Articulando las tradiciones. Un estudiante afro de la provincia de Esmeraldas lo dijo muy claro una vez: “yo ya sé cómo pensar mis problemas, yo vengo acá a conocer cómo piensan ustedes…” (risas).
Lo que se está haciendo, o lo que estamos haciendo algunos, es fortalecer puentes hacia el pensamiento indígena y el pensamiento caribeño afro. El filósofo puertorriqueño Nelson Maldonado Torres, por ejemplo, une la filosofía caribeña afro con la decolonialidad y con Dussel. Hay toda una pléyade de pensadores provenientes de estas otras tradiciones. Fausto Reinaga es un pensador muy complejo y muy debatido en Bolivia ahora.
¿Esto tendría relación con la idea de revertir el proceso de lo que usted llama acumulación de sentido?
Veamos. Yo tengo una fórmula pedagógica que funciona bien en inglés: the acumulation of money and the acumulation of meaning. Acumulación de dinero y acumulación de sentido. Ambas se produjeron juntas en el proceso colonial. Yo tiendo a no hablar de capitalismo sino de colonialidad económica porque el capitalismo es un concepto de la modernidad, trabajados ambos por Weber y Lenin, mientras que la colonialidad económica te muestra cómo la acumulación de dinero y de sentido es un solo paquete: la retórica que justifica el deseo, que justifica la estratificación social y sexual, para la dominación de la gente, etc.
En ese sentido usted habla sobre el papel del museo y de la universidad, para cuestionar esa suerte de actitud reverencial que hemos tenido hacia ellos…
(Ríe de buena gana.) El museo y la universidad son las dos instituciones fundamentales de la colonialidad del saber. Es ahí donde se produce la acumulación de sentido. Ambas representan obviamente a la élite. Son los grandes colaboradores de la colonialidad del sentido. Ahora yo observo cómo el museo se está usando para desoccidentalizar. Varios museos en Doha, en Singapur, etc. se están reapropiando de las riquezas artísticas del mundo árabe, asiático, de las que fueron despojadas por el museo europeo. Claro que implica un montón de dinero…
El mismo instrumento, pero con sentido inverso…
Exacto. Lo hace China con el capital, por ejemplo. Eso es a lo que llamo la desoccidentalización. Alguien habla del neoliberalismo chino. Pero ellos no son neoliberales, son confucianos. Igual pasa con los países del Golfo. El neoliberalismo no consiste en el consumismo sino el intento de homogeneizar el mundo. Ellos se hacen cargo tanto de la acumulación del dinero y de una reapropiación del sentido. Esto también se está dando en la filosofía y el pensamiento.
¿Cuál sería la distinción entre desoccidentalización y decolonialidad?
La desoccidentalización es una disputa por el control del sentido pero aceptando el capitalismo. Mientras que la decolonialidad es un desprendimiento de la estructura de la colonialidad del poder que genera la acumulación de dinero y de sentido. Lo que está en disputa hoy, desde nuestra perspectiva, es que se acepta la acumulación de dinero pero discute la de sentido. Es lo que hacen Putin o China con el Chinesse Development Bank.
¿Qué papel tiene el pensamiento en este panorama?
Bueno, no se trata de un plan estructurado. La gente lo está haciendo sin importarle que se llama decolonialidad. Este movimiento está ocurriendo espontáneamente en todas partes. Se da tanto en la religión y la filosofía como en la organización económica y social.
¿Y entonces para qué pensarlo en la universidad?
La gente puede darle un sentido teórico a lo que ya está haciendo. El pensamiento que produce la universidad es por y para la universidad. Si nosotros no estamos, no pasa nada. La gente sabe lo que hay que hacer. Nosotros les damos algunos datos, algunas ideas. No es que aquí producimos la teoría que luego aplicaremos los domingos. Nuestra tarea es combatir las teorías que producen la pobreza, en eso consiste el activismo de la universidad: proporcionar herramientas para entender lo que ya está pasando. No estamos enseñando nada.
¿No debería ser la universidad la primera en decolonizarse?
Sí, claro, pero eso es muy difícil. La universidad privada está al servicio de una corporación y la universidad pública del Estado. Hay que ocupar espacios en la universidad, como lo que está haciendo Katherine Walsh aquí —yo intento hacerlo en Duke University—. Pero debes tener consciencia de que las instituciones universitarias están manejadas por el dinero de las corporaciones o del Estado. Por otra parte, hay muchas formas de trabajar, no solo desde la universidad. Yo trabajo con artistas y activistas políticos, por ejemplo. Todos estamos jodidos por la colonialidad (hace una pausa y sonríe). Y todos estamos buscando formas de liberarnos. Lo que sí podemos hacer en la universidad es abrir puertas para que se vaya formando una intelectualidad que use la universidad para el trabajo decolonial. Aprendes cómo piensa el Occidente y luego lo usas para tus luchas.