Ecuador, 30 de Abril de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

Literatura nacional emergente: los grandes ausentes de las antologías

Literatura nacional emergente: los grandes ausentes de las antologías
Foto: Cráneo de Pangea
17 de marzo de 2018 - 00:00 - Ernesto Carrión

Leer es el único acto soberano
que nos queda.
Antonio Muñoz Molina

En una entrevista titulada ‘La literatura es una sociedad sin Estado’, el escritor argentino Ricardo Piglia afirma: «La literatura tiene una virtud, y es que la literatura es una sociedad sin Estado. Eso hay que saberlo. Nadie puede obligar a otro a decir que le gusta Tolstói o nadie puede obligar a otro y decirle: “No lea tal libro”. La literatura no tiene un lugar en el que pueda establecerse una ley, en el que pueda decirse tal texto es bueno, y tal texto es malo, como el Estado sí hace a la sociedad. Entonces ¿quiénes imaginan que pueden crear ese orden? Los críticos. Pero ese poder es siempre inestable (...) En la medida en que no hay una ley estabilizada, las maneras en las que se discute la literatura son mucho más fluidas. Entonces hay disputas».

Más que la idea de discusiones fluidas, me gusta la idea de una literatura como fluido constante, libre, que vaya manchándolo todo, y que quien desee flote sobre ella viendo de qué libro se agarra. De eso se trata, en definitiva, de la última palabra, que es la del lector: el constructor del sentido.

El panorama de nuestra literatura ha cambiado notablemente en los últimos diez años. Algunas fronteras se han borrado. Otras han sido marcadas. Y lo que antes parecía ser un espacio destinado únicamente a ‘ciertos elegidos y doctorandos’, aupados por la crítica nacional amiga, de pronto se ha convertido en una gran cancha de ceniza donde todo el mundo está dentro reconociéndose a sí mismo, y buscando a otros con quienes empatizar un diálogo artístico.

No recuerdo un momento así, con poetas de distintas edades y cualidades produciendo desde diferentes líneas argumentales y estéticas; y con narradores experimentando con la forma, sacándole el cuerpo al cuento y a la novela decorativa y ‘bien peinada’. Se quiere escribir, porque hay mucho por decir: generaciones nuevas están viviendo la tecnología no como una novedad (como nosotros) sino como una ética cotidiana; generaciones mayores están sacudiéndose la pesadilla de la corrupción política con la que ha tenido que vivir nuestra nación, que sigue de rodillas ante la lógica del populismo y el mercado.

Hay escritores de todo tipo y de calidad variada, y estos quieren tener la oportunidad de ser leídos. Siguiendo la línea de Piglia, nadie puede ordenar qué es buena literatura y qué no debe leerse. El lector debe ser, en el centro de su actividad solitaria, el único juez de sus preferencias, pero para ello hay que entregarle TODOS los materiales que en la nación construyen nuestros creadores. No se puede seguir pretendiendo ‘concentrar’ la literatura nacional en unos cuantos nombres.

Las vías para que el lector se entere de estos materiales, y para que se provoquen discusiones literarias, son las mismas de siempre: las secciones de cultura de los periódicos y revistas, las actividades literarias (conversatorios, ferias de libro, recitales) y los proyectos masivos de cultura con incidencia en la ciudadanía que generen algún eco gracias a la publicidad. Solo así estas voces emergentes podrán entrar en debate con las que tienen ya tiempo asentadas en el Olimpo Ecuatoriano de las Letras.

Aunque aquí, a veces, hay una trampa: la legitimación de ciertas voces nuevas (va en cursiva porque no son tan nuevas si repiten un esquema de trabajo ya superado) que no ponen en peligro a las voces asentadas, sino que las legitiman en un claro sobajeo intelectual, o en un comodísimo toma y daca de atribuciones de jerarquía. Suena barroco e hilarante. Y, de hecho, lo es. El novelista joven que en cada entrevista menciona al novelista viejo. Y viceversa. Ambos, por supuesto, usan sombrero de fieltro.

El peligro es lo que sucede con la emergencia de nuevos contenidos, generados por autores que, estando fuera de los círculos de «poder literario», son condenados a la invisibilidad. Y esto que digo nada tiene que ver con la estética del autor, o con lo agradable o escabroso del tema que contenga su obra, tiene que ver exclusivamente con una forma provinciana de manejarnos: llevamos la literatura nacional del mismo modo en que llevamos un club de amigos.

¿Y van cien años de esto? ¿Y qué hay de todas las vías que deberían garantizarnos la fluidez de una nueva literatura, junto con la que ya está asentada?

Es fácil atender a esta omisión intencional, y es aún más fácil revisar cómo se producen entrevistas fuera de tiempo sobre libros sin importancia, cómo se sigue dialogando desde los mismos discursos, con los mismos actores, incluso es más notorio al momento de preparar antologías.

Mi generación, por ejemplo, sigue en pie de guerra haciendo antologías poéticas que comiencen con autores nacidos en la década de los setenta. ¿Hasta cuándo? ¿Y siguen siendo jóvenes esos poetas? ¿Cuántas antologías más necesitamos para saciar nuestra vanidad? ¿No deberían estar circulando antologías con poetas que empiecen, por ejemplo, con autores nacidos en 1985? Me parece que ellos sí merecen denominarse jóvenes.

Un botón de muestra.

Sin embargo se sigue manejando la literatura nacional desde un puñado de personas que organizan su agenda privada entre recomendaciones de amigos. Eliminando así la lectura como ejercicio libre de construcción del sentido de una obra y del propio lector. Incluso, negando al lector el conocimiento de libros que pueden interesarle.

Otro botón de muestra.

Por ejemplo, ¿cómo fueron seleccionados los autores que aparecen en los textos de colegio que entrega el Ministerio de Educación? ¿Toda la narrativa ecuatoriana de los siglos XX y XXI está contenida por Gabriela Alemán, Lucrecia Maldonado, Iván Égüez y Demetrio Aguilera Malta? Ni qué decir de la poesía, donde parece que el único poeta que se eleva desde el siglo XX al XXI es Xavier Oquendo Troncoso. El lector puede ingresar al portal del Ministerio de Educación y descargar gratuitamente el libro de Lengua y Literatura para 3º Curso. Otra observación: si no me equivoco el de la foto adjudicada al escritor Julio Zaldumbide es, realmente, el poeta Alfredo Gangotena.

También algunos medios de prensa entran en el juego de las relaciones públicas. Por último, en el caso de la prensa privada, ese es su problema. Pero la prensa pública no debería servir de plataforma para un grupo determinado de escritores de su agrado. La prensa pública debe cubrir a todos los actores culturales, y en el caso que nos compete en esta columna: a todos los escritores ecuatorianos que publican una obra, organizan un debate, ganan un premio, en definitiva: que generan una noticia cultural de relevancia para la ciudadanía. Debe haber una forma sistemática de cubrir los acontecimientos culturales, sin discriminación, bajo la única premisa de informar, de darle al lector las herramientas (TODAS), limpiándose esa idea también provinciana de la «popularidad literaria». Omitir esto es, simplemente, colaborar con el borramiento de nuestro futuro literario y de esa fluidez de discursos, pensares e identidades con los que necesitamos entrar todos en contacto.

Pero hay otros botones de muestra.

Me pregunto ¿por qué un poeta joven como Luis Franco Gonzáles, que obtuvo dos premios internacionales para su país, no aparece mayormente en antologías, en foros literarios, ni ha sido invitado a la feria de libro de Quito o de Guayaquil, donde por otro lado sí observamos nombres que se repiten en un círculo autodemagógico y cansino? Quizás sea porque Luis Franco Gonzáles vive en Santa Elena, o porque no tiene buenas relaciones con las personas indicadas.

Lo mismo me pregunto sobre Luis Alberto Bravo, estupendo narrador, casi nunca invitado a nada, ganador de premios nacionales y de una beca internacional (estoy casi seguro de que tiene una o ninguna entrevista en este mismo medio). Quizás sea porque Luis Alberto Bravo es de Milagro.

Otro caso que salta a la vista es la poca atención hacia Dina Bellrham, fallecida en 2011 y dueña de una poesía dinamitante que, gracias a esfuerzos de autores como Siomara España, sigue trayéndose a colación. La respuesta debe el lector hallarla en el mismo lugar: las omisiones en nuestro país dicen más que las páginas enteras que a veces llenan artículos inútiles, copados de verborrea incomprensible y de personajes que tejen vínculos con periodistas culturales.

Pienso en autores como Tyrone Maridueña, Ana Minga, Franklin Ordóñez, Wladimir Zambrano y Carlos Luis Ortiz, por ejemplo, quienes desaparecen de listas todo el tiempo por el hecho de dedicarse a escribir y no a hacer relaciones públicas. Tienen libros valiosos, pero son grandes ausentes en antologías, eventos culturales e invitaciones internacionales.

Uno de los motivos de lo que me animo a llamar la ‘caída del canon’ —va siendo hora de enfrentar el cambio que ya sucedió al menos en nuestra lírica, y que no es una prolongación canonizante— es un síntoma de que quienes organizaron el canon por nosotros, poetas y académicos, contaron con que sucediera todo lo opuesto a lo que Piglia opina. Se imaginaron que, bajo esa ley miserable de «una mentira dicha mil veces es una verdad», eso quedaría así para siempre.

Es evidente que muchas piezas se han movido, y que el canon no volverá. Los jóvenes están leyendo y reasumiendo nuestra literatura con una mirada exploratoria y no sagrada. Con una actitud crítica y no sumisa. Ahora hace falta que los demás actores culturales colaboren para que todos los escritores emergentes circulen, para que sea el lector quien decida qué es lo que prefiere leer. No pienso en mejor propósito para nuestra literatura que este: hallar lectores reales que terminen lo que empezó hace mucho tiempo dentro de una cabeza. 

Para estar siempre al día con lo último en noticias, suscríbete a nuestro Canal de WhatsApp.

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media