La Trilogía del Amazonas: ¿qué color le otorga la literatura a la historia?
Quito también ha sido, a lo largo de su historia, un puerto. En lugar de llevarnos hacia esa dimensión ondulosa y engañosamente uniforme que es el océano, durante los primeros años de la Conquista fue punto de partida para los navegantes de la marea verde que compone la siempre ignota selva amazónica. Uno puede acudir al mirador de Guápulo y parchar con la imaginación sobre las manchas urbanas que colonizan hoy el paisaje: los antiguos bosques primarios, testigos de las multitudinarias caravanas con las que los conquistadores españoles se sumergían con devoción hacia lo desconocido. Ese itinerario, entre histórico y legendario, es el centro donde convergen las historias de la ‘Trilogía del Amazonas’, escrita por el poeta, ensayista y novelista colombiano William Ospina. Con este conjunto inició el escritor tolimeño su propia peregrinación por la narrativa. La acogida de esta obra -compuesta por las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008) y La serpiente sin ojos (2012)- es harto conocida. La segunda ganó en 2009 el célebre Rómulo Gallegos. A través de la ficción, Ospina eleva la temperatura de los documentos históricos, los vitaliza, nos acerca al pasado y nos lo muestra vivo.
“Y fue esa misma noche cuando le pregunté a uno de esos hombres de cobre, cubierto por un turbante de muchos colores, qué tan lejos estaba de Quito el país de los caneleros. Para mi asombro me comentó que no había tal cosa. (...) Detrás de las montañas lo que estaba era el reino de la gran serpiente, pero que ni siquiera los indios conocían su extensión, porque aquel país, más grande que todo lo imaginable, era el bosque final, brotado del árbol de agua”, dice el narrador de El país de la canela. En una época en que los ojos de los conquistadores estaban envueltos por la enceguecedora lámina de la ambición, se inicia la aventura de Gonzalo Pizarro para explorar la selva amazónica, narración presente en la segunda novela de la trilogía, El país de la canela. Pizarro, con el fin de llegar a un mítico bosque de canela, gasta gran parte de sus riquezas -herencia de la destrucción del imperio Inca liderada por su hermano Francisco- reúne a cientos de españoles y miles de indígenas, caballos, perros y cerdos, para formar una de las expediciones más voluminosas y ambiciosas hasta entonces conocidas.
¿Por qué tratar nuevamente un tema que, bien o mal -generalmente mal- se aprende en las clases de historia de secundaria? En una entrevista para diario El País de España, Ospina responde a esta pregunta con aquella anécdota en la que al político chino Den Xiao Ping le preguntan si la Conquista de América había sido un hecho muy importante para la historia del mundo; Xiao Ping contestó: “No me atrevo a responder nada sobre las consecuencias de un hecho tan reciente”, y Ospina remata así: “La verdad es que cinco siglos ya empiezan a darnos una perspectiva razonable para entender y valorar lo que pasó”.
La cantidad de relatos de la época de la Conquista permite a Ospina tejer un mosaico de voces e historias que abarcan diversas latitudes, personajes, tiempos. Desde el inicio de la trilogía, en Ursúa, ya todo el plan narrativo está contemplado: “Yo podría contar cada noche del resto de mi vida una historia distinta, y no habré terminado cuando suene la hora de mi muerte. (...) Mi vida es como el hilo que va enlazando perlas, como el indio que veo animando al metal en ranas y libélulas, en collares de pájaros, en grillos y murciélagos dorados”. En ese prólogo ya se esbozan las principales historias que contarán las tres novelas.
Muchos escritores de las últimas dos décadas, especialmente latinoamericanos, han visto en la historia una fuente rica de narraciones y problemáticas que por ser contadas alimentan el presente. Son varias las formas de hacerlo y las búsquedas, y a este conglomerado de intereses narrativos se ha bautizado como la nueva novela histórica, que difiere de la tradicional principalmente en que no pretende ser una recreación de los hechos pasados, sino que anhela o bien reescribir la historia o explorarla con un enfoque crítico. Al respecto, dice el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, que “contra el aislamiento impuesto por el Poder, el discurso histórico aparece como un recurso subversivo”.
¿Es un recurso subversivo el haber escrito hoy una novela sobre la Conquista? Nunca dejará de ser una actividad compleja el contar la historia de América, aún más si el objetivo es ofrecer una mirada crítica usando el lenguaje de los vencedores, acto que encierra un dilema que bien supo considerar Ospina. Ante las críticas que advierten que en ocasiones sus novelas podrían magnificar la crueldad de los invasores europeos, él dice al respecto que “un relato escrito con amor en castellano no puede ser un rechazo a la cultura occidental. Es una muestra de la sensibilidad de esa cultura, de su capacidad de mirar críticamente sus propios excesos”.
El narrador de El país de la canela, un aventurero descendiente de los Trece de la Fama, cuyo origen mestizo se nos muestra como posible ―-él opta por negar esta posibilidad, pues no le conviene tener sangre de los vencidos-― afirma la importancia ontológica del relato: “Sólo cuando se convierte en relato el mundo parece al fin comprensible. Mientras los vamos viviendo, los hechos son tan agobiantes y múltiples que no les encontramos ni pies ni cabeza”. Esta comprensión se ancla no tanto en la verificación de los hechos, tan evanescentes y lejanos, sino en la posibilidad de revivir lo pasado, de acompañar en el asombro tanto a españoles como a indios, para asimilar la vitalidad con la que tiñeron esos lejanos días, esa supernova sangrienta cuyo fruto es nuestro presente.
“Yo me iba solo, a veces, a reinventar con mis ojos el esplendor de la ciudad vencida, y creo que ella supo, aún desde su postración y sus cenizas, que por los ojos abiertos de sus murallas la estaba mirando el último de sus adoradores”. Por sobre todas las relaciones que pueden establecerse entre la novela y la historia, este es el punto neurálgico que motiva a Ospina a redescubrir los días de la Conquista: la posibilidad de asombrarnos tanto de “la majestad de las construcciones del Inca” como “del valor demencial de los guerreros que la despojaron”. Admirar y padecer el dolor de unos hechos catastróficos que aún tienen repercusiones en la actualidad.
En una época en que los textos historiográficos y la novela se confunden hasta el punto de que ambos pueden considerarse puros ejercicios discursivos (cada uno con sus respectivos “pactos ficcionales”), Ospina deja claro que en última instancia es el lenguaje el protagonista de su trilogía. Lo que a partir de la enumeración de datos, fechas y lugares construye con mucho esfuerzo la investigación histórica, la novela lo transmite al gran público bañando este material de sangre, de sudor, de clorofila. Por eso es que ya no vemos a Pedro de Ursúa, a Gonzalo Pizarro o al tuerto de Francisco de Orellana como ilustraciones de un libro escolar o como estatuas mohosas, sino que los acompañamos paso a paso en su desmedida ambición por obtener lo infinito a través de la apropiación brutal de unas tierras desconocidas; somos testigos del tamaño de su valentía y de su crueldad.
Para William Ospina, la limitación del historiador frente al novelista es que al primero le está prohibido imaginar. El escritor colombiano nos ayuda a ver los paisajes de la cordillera, los ríos de la selva, con los parches de la imaginación. El propósito es concebir un cuadro más humano, intención que ya han tenido los mitos, las leyendas, desde siempre; es decir, descifran nuestro origen a través de un pacto con el lenguaje. Gracias a la ‘Trilogía del Amazonas’ es posible, en este caso particular, pararse sobre el mirador de Guápulo, mirar hacia el oriente, y reemplazar las luces del alumbrado público por la combustión de miles de antorchas descendiendo hacia la selva siempre ignota, hacia el aún inconcebible río Amazonas.