Un tótem sentado. Un indio de piedra con zapatos y en los ojos el silencio atávico. A su diestra una maleta negra y sin ruedas. También él espera la descomunal nave airbus 380, que nos llevará de regreso a la tierra. Aunque parece no esperar nada, como las estatuas. Como los dioses que suelen permanecer inmóviles durante siglos. En ello debe consistir la eternidad: en la inercia. En la contemplación inane y absoluta de lo que existe y no existe, para lo cual no requieren ni siquiera parpadear. Aprovechando que mi compatriota de piedra cobriza mira sin ver sino hacia adentro, me permito observarlo minuciosamente. El solo indicio de su edad está más que en sus mejillas levemente ajadas, en sus manos grandes, fuertes, rudas, casi propias de otro cuerpo, un gladiador retirado, un ex-picapedrero de los cientos de miles que han erigido los monolíticos fetiches de la historia, el poder y la infamia.
En todo caso, sus manos pertenecen a un anónimo héroe que en su vida debe haberse entendido con lo agreste, lo indomable, lo cruel. Al mismo tiempo, en su altiva manera de sentarse y superponer levemente un pie sobre el otro, en su perfil mineral, en su quietud, se palpa la serenidad del chamán que conoce la espiralidad del tiempo, la consistencia de lo que no se ve, la pródiga respiración de la tierra. Sus ojos gelatinosos, como dos almejas vivas, permanecen clavados en la tempestad que borronea la pista y la desolación remota de sus naves.
Su edad y su evidente condición de campesino, vuelven improbable la hipótesis de que se trate de un trabajador migrante, a menos que integre las legiones de compatriotas que trabajan y sobreviven hacinados en los campos del sur de España. Quizá ha venido para visitar a la familia migrante, o quizá es uno de los tantos padres quienes llevados por el amor de sus hijos han sido arrancados como árboles de la tierra fresca y abierta, para soltarlos sin raíces en el cubículo, el asfalto, la vertiginosidad cotidiana. Padres y madres que muchas veces terminan secándose de pura ineptitud para esta ajena vida, e incluso terminan muriendo de la pura vergüenza y la culpa por pagar así, con sufrimiento, el esfuerzo que hicieron sus hijos para tenerlos cerca. O quizá está de vuelta, solo, después de haberse extraviado del mundo.
Un turista gigantesco, que tiene casi todo de Hulk aparte del color, que en su caso es cardenillo como el cangrejo hervido, se sienta a su lado. El campesino, por contraste y sin mover un párpado, se convierte como por arte de magia en un personaje de arcilla oriundo de la cultura precolombina, una suerte de Chac Mool, la deidad azteca. Poniendo en juego la mayor discreción posible mi Ipad los atrapa en una triada de fotos que serían más y de diversos ángulos, si la puerta de embarque no se abre y el tumulto de pasajeros, alborotado por una veintena de adolescentes alemanes, devora al inmutable campesino y disuelve la escena.
Muy a veces, las cosas suelen ocurrir como uno quisiera. Ese es el caso en el interior del avión ya que el compatriota campesino se halla ocupando el asiento contiguo al mío. Durante el largo viaje casi no da mayores señales de vida: no se libera de la chaqueta o los zapatos, no se levanta para ir al baño y apenas picotea la comida. Tampoco duerme, aunque tenga los ojos cerrados o su mirada divague por las nubes o las tinieblas. Apenas en la escala de Guayaquil, su mirada busca la mía, pues, requiere de ayuda a fin de llenar los pequeños formularios de migración y aduana. Yo, tontamente solícito, los lleno con excelente caligrafía y abiertamente le acorralo en el anhelado diálogo, que más tiene de cuestionario.
En efecto, es campesino y proviene de la región de Gualaceo, en la provincia de Chimborazo. A base de monosílabos me enteró que es viudo, que su mujer había fallecido al tener a Milton, su solo hijo. Pero cuando le pregunto la razón de su viaje de regreso me responde con una morosidad lenta, rítmica, como si al hablar fuera esculpiendo la realidad. Viaja de vuelta a su tierra para siempre. La razón para soportar la vida en España ha sido estar con su único hijo. Entonces, por qué vuelve a su tierra, le pregunto. Porque él viene conmigo, me dice con otras palabras y una sintaxis más propia de Chac Mool. A partir de entonces y hasta cuando el avión posa sus ruedas en el aeropuerto de Quito, me cuenta la historia de su hijo, quien había combatido por España en la guerra de Irak. En el vientre de esta nave portentosa, entre maletas, mascotas y otros artefactos, también viaja su cadáver.