El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025

En julio del año pasado, a pocos días de que Mick Jagger cumpliera sus hiperquinéticos 70 años, los Rolling Stones volvieron a la locación de uno de sus shows más legendarios y a la vez más tristes: Hyde Park. Fue en ese parque del centro de Londres donde Mick Taylor debutó como el nuevo guitarrista de la banda. Era 1969 y se trataba del primer cambio de alineación en la historia del grupo más longevo del rock. Apenas 2 días antes había muerto Brian Jones –fundador y líder espiritual de la banda– en circunstancias que hasta la fecha resultan turbias y sospechosas. (Fue hallado sin vida al fondo de su piscina en Cotchford Farm y se sigue diciendo que pudo tratarse de un asesinato de alguna forma encubierto por Jagger/Richards para no manchar la marca Stone y su futuro). Si bien para la banda que firmó el catálogo de los excesos del rock se trató de todo un evento el volver a tocar en el antiguo parque, lo que realmente sorprende es que hayan lanzado el disco en vivo de ese concierto apenas 2 semanas luego de ocurrido. Por si fuera poco, los Stones publicaron la filmación del espectáculo en DVD y Blu-Ray además de estrenar una versión para el cine. Productividad ante todo. A la final –si nos ponemos realistas y grises– esta eficiencia quizá tenga que ver menos con la alta velocidad del rock and roll que con la avanzada edad del conjunto (entre todos los integrantes actuales suman 330 años), es decir, con los ya relativamente pocos años que les quedan para seguir siendo sus majestades satánicas y seguir multiplicando dólares con la lengua afuera.

Hyde Park Live es el recuento festivo, casi glorioso, de una banda que cumple más de 5 décadas de trayectoria. No hay grandes sorpresas, solo éxitos tocados desde uno u otro ligero ángulo de inclinación. La canción ‘It’s Only Rock and Roll’ (But I Like It), por ejemplo, nunca antes había sonado tan Chuck Berry (el ídolo rocanrolero de Keith Richards) en sus 40 años de asaltar los escenarios con su letra quemimportista y sus riffs irresistibles. Por el contrario, otro roquero de carrera cincuentenaria se empeñó en crear material inédito y lograr un sonido que se distingue del de sus últimos discos. En efecto, Paul McCartney –ex Beatles, ex Wings y ex dueto de Michael Jackson y también de Elvis Costello– lanzó su álbum New en octubre de 2013 con la consigna de renovación tatuada tanto en el título del disco como en la actitud de sus canciones. Tan hábil para el negocio de la música como los Stones –o incluso más–, McCartney reclutó a una serie de productores jóvenes (sus currículos enumeran discos junto a Amy Winehouse, Lily Allen, Foster the People, Adele y Kings of Leon, entre otros) para envolver sus siempre apetitosas melodías en brilloso papel contemporáneo. 

Esto resulta sorpresivo y hasta arriesgado si se toman en cuenta los innumerables conciertos que ha venido dando por décadas sir Paul. Y aquí es cuando pisamos el delicado y poco amable terreno de las comparaciones: Bob Dylan versus McCartney. Dos pesos pesados. Dos cantautores de la misma generación –su diferencia de edad es de un año– y de un nivel de impacto e influencia similar en todo el mundo. Sus ideas de lo que debe ser un concierto, sin embargo, son diametralmente opuestas. De hecho, las diferencias que existen entre sus presentaciones bien pueden servir para reflexionar en lo que significa ser un artista que carga con una discografía reconocida unánimemente por cambiar para siempre la música popular.

Los espectáculos de Paul son minuciosamente ensayados, son piezas multimedia quirúrgicamente ejecutadas. Al bajista de Liverpool le gusta complacer, le encanta: ‘Hey Jude’, ‘Yesterday’, ‘Blackbird’, ‘Maybe I’m Amazed’, ‘Live and Let Die’... una buena parte de los éxitos de The Beatles, así como sus hits de solista, conforman la lista de sus presentaciones y son interpretados con la idea de seguir con fidelidad los clásicos álbumes que hicieron historia y griterío. Los solos de guitarra, por ejemplo, se tocan siguiendo las grabaciones nota por nota. De alguna forma, es como si el propio Paul estuviera diciendo que al oír de nuevo estas canciones del ayer entramos en una zona sagrada; y de paso –dirían algunos anti McCartnianos–, se canoniza a sí mismo como uno de los santos creadores del rock moderno. Es lo más parecido a estar oyendo una banda tributo. Claro, con la ventaja de que cuentan con uno de los cantantes originales. El resultado: más de 2 horas y media de concierto, gente llorando, gente cantando, gente coreando (no es necesario que hable inglés), abuelas, madres, hijos, nietos y hasta biznietos.

La aparición de Dylan en el escenario, en cambio, es impredecible y, a juicio de muchos –aunque se trate de admiradores certificados–, atropellada. Bob puede aparecer con sombrero de cowboy, con botas a lo beatle, con chaqueta sin cuello o, con peluca, luciendo un delgadísimo bigote o incluso con la cara pintada de blanco. McCartney, a sus 71 años, mantiene un físico que lo hace parecer más joven, es como si pudiéramos ver la mejor versión posible del mismo Paul que sonreía en el show de Ed Sullivan –cuando los Beatles conquistaron Estados Unidos– en 1964. Bob Dylan sube al escenario, es iluminado por el cañón de luz, los aplausos lo rodean como un huracán pero jamás esperes escuchar sus éxitos. Al menos no como fueron grabados en sus discos. Jamás. Puede que estés escuchando ‘Like A Rolling Stone’, ‘Blowin’ in the Wind’ o ‘Tangled Up in Blue’ pero te tardarás en reconocerlas pues el fraseo, la melodía, el ritmo o incluso la letra y los acordes pueden ser distintos. Es posible que tengas que escuchar una versión reggae de ‘Masters of War’ o te enfrentarás a ‘Mr. Tambourine Man’ en una adaptación lentísima o totalmente acelerada. Bob siempre es otro Bob.

Ver a Dylan en vivo es presenciar la constante reinvención de sus propias canciones. Algo que incluso puede funcionar como metáfora de su singular carrera. Basta recordar que el mismo tipo que en los sesentas cantaba con ironía sobre Cristos capaces de brillar en la oscuridad (“flesh colored Christs that glow in the dark”) pasó por una fase cristiana a finales de los setentas y grabó un par de discos de gospel inspirados por la mismísima fe divina.

Pero hay otra cosa que hace Dylan al mutarlo todo cada vez que da un espectáculo. Muy al contrario de McCartney, el estadounidense no quiere conservar sus canciones como cristalinas memorias de una época dorada, Bob sabe que en el fondo eso es imposible, que todo cambia. El cantautor destruye toda nostalgia posible: ya no interesa lo que significaban los sonidos y letras de discos fundamentales como Blonde on Blonde o Blood in the Tracks en el imaginario colectivo o en los recuerdos personales, lo que interesa es el preciso momento en el que se escucha a Dylan tocar. No hay respeto alguno por tus memorias de sus canciones. Paul McCartney, en cambio, hace un constante y respetuoso tributo a nuestras memorias de la música que él creó. En sus conciertos, Paul recrea mientras Bob crea. Y ambas actitudes –en el tercer acto de sus carreras– son maravillosas aunque la una sea complaciente al 100%, pues, de algún modo, ver a McCartney una vez es como haberlo visto todas las veces (habría que descontar, no obstante, que cada cierto tiempo cuenta con temas nuevos).

Dado a elegir entre John Lennon y Paul McCartney, Dylan –siempre con ganas de ser polémico o al menos inadvertido– elige a McCartney. Se lo dijo a la revista Rolling Stone arguyendo que Paul toca con mucha habilidad varios instrumentos, jamás se ha retirado y cualquier cosa que sale de su boca es capaz de volverse una melodía envidiable para todo compositor. Bob, por supuesto, no podía favorecer a Lennon, su rival contestatario y gran letrista. Y, sin embargo, –una apuesta más de su actitud camaleónica– le dedica en su más reciente disco una tierna canción, ‘Roll On John’, que toma muchas de sus frases de las letras de Lennon.

Pero las etiquetas aseguran que el camaleón del rock es otro. David Bowie, luego de 10 años de una especie de retiro no declarado, también lanzó un nuevo disco en 2013. Con The Next Day, Bowie pretende revivir algunos de los grandes momentos de su carrera, específicamente la trilogía que grabó en Berlín a finales de los años setenta: Station to Station, Low y Heroes (cuya portada original cubre con un cuadrado blanco y con cierta ironía en la nueva entrega). Las canciones son inéditas, no obstante, su jugada de fondo es de algún modo parecida a la de Hyde Park Live de los Stones: una autocelebración que prefiere no pasarse de ambiciones, que quiere sonar familiar y se contenta con ser un trabajo maduro, demasiado maduro. Pero hay un punto para Bowie: lo que para los Stones es literal, para él es evocación. Además, este neo-Bowie-retro mantiene intacto su sentido del drama, hay que recordar que este talentoso cantautor también se desempeñó como actor de teatro y de cine (frente a la cámara de grandes directores como Nicolas Roeg y Nagisa Oshima, entre otros). El día en el cual cumplió 66 años, anunció que había que esperar solamente 2 meses para la publicación de su vigésimo cuarto álbum. Y la expectativa dio en el blanco de la nostalgia manufacturada: es como si el disco estuviera diseñado para recordarnos cuánto extrañábamos a Ziggy Stardust y al Thin White Duke (varias pistas de ambos avatares se reparten por el álbum). Incluso Paul McCartney calificó el álbum como “inspirador”.

Y para volver con la banda de Mick Jagger, quien ostenta –para molestia de Keith Richards, convencido de la actitud antiestablishment de los Stones– el título de caballero otorgado por la realeza británica por sus “servicios a la música”; los que parece que se han quedado sin sentido del drama son justamente los Rolling Stones. Me refiero específicamente al recorrido que ha tenido su filmografía. Si de directores célebres y reconocidos se trata, la vida de los Rolling Stones en el cine es quizá la mejor posible en todo el mundo de la música. Sympathy for the Devil, también conocida como One Plus One, fue dirigida por el influyente cineasta francés Jean-Luc Godard y yuxtapone la grabación de dicha canción que versa sobre Satanás con escenas sobre la agitación política de finales de los años sesenta. Asimismo, en Gimme Shelter, los hermanos Albert y David Maysles –geniales documentalistas– registraron el tristemente célebre concierto en el cual, durante la canción ‘Under My Thumb’, un miembro de los Hells Angels mató con 6 puñaladas a Meredith Hunter, un afroamericano de 18 años que quería avanzar filas y apreciar el concierto desde un punto más cercano.

Como se puede ver, las películas sobre los Rolling Stones no solo contaban con drama y tensión política sino que incluso llegaban a la tragedia. Martin Scorsese es otro de los legendarios asociados fílmicos de la banda. Muchas de las escenas más célebres de sus películas ocurren al ritmo imperioso de algunas de las mejores canciones de los Stones. Irónicamente, cuando al fin Scorsese logra filmar un concierto de los Rolling Stones y estrenarlo en el cine –se trata de Shine a Light, 2008–, el encanto se desvanece. Es parecido a lo que ocurrió con Alfred Hitchcock –que matizaba el suspenso de sus filmes con agudos toques de humor– cuando se decide a hacer una comedia pura (Mr. & Mrs. Smith, 1941): no logra arrancar una carcajada a nadie. Esto sorprende pues los Rolling Stones siempre han sido especialmente hábiles para seguir y aprovechar las tendencias más favorables en todos los ámbitos. A finales de los setentas, por ejemplo, confiesan haber adoptado la agresividad del punk para grabar, y seguramente también para vender, su álbum Some Girls. John Lennon, ya luego de acabado el sueño beatle, habló sobre este hábito de Mick Jagger y compañía, sus declaraciones se recogieron en el libro Lennon Remembers:  “Podría hacer una lista de lo que nosotros hicimos y de lo que hicieron los Stones 2 meses después, álbum por álbum y cosa por cosa. Mick nos imita. A ver quién se atreve a decir lo contrario. Por ejemplo, ‘Satanic Majesties’ es ‘Pepper’. ‘We Love You’, es una auténtica pura mierda, es ‘All You Need Is Love’. Me fastidia que se considere a los Stones como revolucionarios y a los Beatles no. Si los Stones lo fueron o son, los Beatles también y aún más. Por supuesto ni siquiera tienen la misma categoría en cuanto a música o influencia ni nunca la tuvieron. Nunca he dicho nada y siempre les he admirado, porque me gusta su estilo y su música funky”.

Y, sin embargo, todo artista resulta afectado por lo que lo rodea en determinado momento. Pese a los contras que puede conllevar toda esta prolífica actividad musical en la tercera edad, el público de todo el mundo celebra el dinamismo de estos viejos aristócratas del rock. Muchos se detienen a comparar su experiencia y solidez en escena con la de las nuevas bandas y demasiados llegan a opinar que los roqueros actuales no les llegan ni a los talones. Sin embargo, sería una conclusión injusta e imprecisa. Bob Dylan, Paul McCartney, los Rolling Stones y, aunque un poco más tardío, David Bowie tenían buena parte de la historia del rock por delante. Los músicos dependen, mucho más de lo que ellos mismos quisieran, de las circunstancias externas. La necesidad de parecer actuales, o de tener colaboradores actuales, condiciona incluso a estas estrellas aparentemente intocables.

¿Qué necesidad tenían los Stones de invitar a Christina Aguilera, por ejemplo, para cantar ‘Live With Me’ en la película dirigida por Scorsese?, ¿es necesario que miembros de Depeche Mode, The Smashing Pumpkins o Sonic Youth reconozcan a David Bowie como un genio adelantado a su tiempo para así legitimar sus propias carreras musicales?, ¿No llegan a la redundancia marquetinera tantas reediciones de la música de los Beatles, los shows del Circo del Sol con las remezclas de sus canciones, los videojuegos que usan su música y recrean sus instrumentos?, ¿si lo esencial de Bob Dylan es el misterio y la transformación constante por qué hacer películas o documentales (otra vez Martin Scorsese: No Direction Home) que intentan desmenuzar su vida y obra?, ¿debía Paul McCartney presidir la reunión de los exintegrantes de Nirvana para algo más que recalcar su estatus de superestrella viva y versátil (además de quizá, ante oídos analíticos, atar 2 de las tragedias del rock: el asesinato de Lennon y el suicidio, aunque algunos argumentan que también se trató de un asesinato, de Kurt Cobain)?

En realidad, todo eso es necesario, o se vuelve necesario, pues así se sigue conformando y sosteniendo la idea de una aristocracia del rock, la idea de un origen noble y genial –quizás inalcanzable, inigualable–. Solo así el mundo de la música pop se alimenta de su propia mitología –la crea y la recrea– e intenta alejarse de su nacimiento precario, como todo nacimiento. Recordemos que en los inicios del rock and roll en los años cincuenta, Frank Sinatra (en evidente defensa de su posición de otra era y con desprecio hacia la simplicidad de la nueva música) no le daba más de un par de años de duración a lo que consideraba una moda desfachatada (Más tarde incluyó canciones de los Beatles como ‘Something’ y ‘Yesterday’ en su repertorio lleno de composiciones del Great American Songbook, el canon de los más importantes temas de la música popular estadounidense). O sino recordemos que Ringo Starr planeaba estar en los Beatles solo hasta reunir el dinero suficiente como para poder montar un salón de belleza y pasearse por el local ofreciendo tazas de té a las clientes: “A cup of tea, madame?”

Maroon 5 canta ‘Moves Like Jagger’ (con Christina Aguilera, para variar) en evidente glorificación de la sensualidad y originalidad del antiguo rock o, por lo menos, de su imagen en el recuerdo colectivo. Pero, sinceramente, ¿alguien será capaz de reunir la suficiente paciencia para en 50 años detenerse a escuchar cómo sonarán en vivo –si es que acaso aún siguen sonando– Justin Bieber o, para variar, Christina Aguilera?