Es cierto, no las amo. Pero tampoco las odio (bueno, a una que otra, sí). A algunas, incluso, las respeto mucho, y no hablo solo de aquellas cercanas, familia, amigas (pocas, en realidad). Escritoras, cantantes, pintoras, mujeres, en general, pero que no merecen respeto por su género, sino por sus obras, porque son personas, sencillamente.
La cuestión es que no amo a las mujeres porque sean mujeres. Para mí, la solidaridad de género o sororidad (palabreja que no le gusta, por ejemplo, a una mujer que respeto) es un mito urbano, una excusa para pasar por políticamente correcta cuando una piensa en realidad en apelativos poco amables hacia sus congéneres. Hay mujeres que caen bien, otras que no, así de sencillo.
Sin embargo, hoy en día resulta casi imposible sustraerse a las conversaciones sobre género y sobre la habilidad en ciertas artes, que si las mujeres escriben mejor, que si los hombres, bla-bla-bla, verborrea que en realidad esconde un desconocimiento total por la capacidad de los seres humanos en general. No, no creo que las mujeres escriban mejor que los hombres o viceversa, y aunque alguna vez me han tildado de misógina a la hora de leer, es hora de aclarar esa cuestión. No las amo, pero no las odio, de hecho, a muchas las leo con fervor. Leo, ojo, a escritoras de verdad, no a las divas que se pasean por las ferias con aires de vampiresas porque han escrito poemas basados en su útero y han enloquecido a un par de incautos. Yo lo que busco es escritura, escritura, mujeres de tinta. ¿Quieren nombres? Vamos.
Las hermanitas británicas Brontë, Emily y Charlotte, con sus respectivas obras, me conmovieron tempranamente; la estadounidense Carson McCullers, descriptiva, sensual, cruel, me instiga a escribir y desear sus métodos descriptivos; Irene Nemirovski, de origen ucraniano, sencilla y preciosista en El baile, me encantó; Marina Tsvietáieva, rusa, extraña, infantil, dolorosa, convence precisamente por su talento pueril; Sofi Oksanen, finlandesa, con su certeza y sin tapujos a la hora de describir el mundo, impacta; Joyce Carol Oates, estadounidense, que a veces no convence, tiene pequeñas obras maestras como la novela corta Primer amor; Dorothy Parker, gringa también, con sus historias sobre rubias delató los clichés de una época; Djuna Barnes, ¡otra gringa!, oh, maravillosa; Isak Dinesen, cuyo verdadero nombre era Karen Blixen, de nacionalidad danesa, me arrebató no por su novela autobiográfica —la adaptación al cine cuenta con una estúpida y sensual banda sonora que conmueve por sí sola—, sino por sus cuentos; Marguerite Yourcenar, belga, y la primera mujer en ser aceptada en la Academia Francesa, la ‘rompe’, con perdón de la expresión, con sus Memorias de Adriano y qué decir de las pequeñas historias de Fuegos; Marguerite Duras, francesa nacida en Vientam, fue una pecadora del minimalismo más sensual que me enamoró con sus Ojos azules, pelo negro; Simone de Beauvoir, más que amante de Sartre, con sus diatribas de La mujer rota me mostró ciertos avatares de la feminidad; Virginia Woolf, macabra, es una mujer a la cual una debería tomar en cuenta a la hora de escribir; Toni Morrison y su visión durísima del mundo afroamericano me enfrentó al horror con un toque de lirismo; de la brasileña Clarice Lispector me quedo con sus cuentos, pues hace años leí una novela que no me convenció en lo más mínimo, pues para mí una feminidad exaltada es tremendamente aburrida. Ya, para que no digan que solo leo en otro idioma, María Luisa Bombal, chilena, fémina hasta la saciedad, consigue conmoverme, lea su novela corta La última niebla, o su cuento ‘El árbol’. La uruguaya Cristina Peri Rossi me aturde, en buena forma, con su surrealismo. Poetas, sí, claro que las he leído, por supuesto que admiro a Alfonsina Storni, a Juana de Ibarborou, a Alejandra Pizarnik, pero casi olvido la obra de esta última cuando aparecen las fanáticas que intentan apropiarse de su tragedia paraconstruir la propia, para justificar que se sienten miserables. Y encima no tienen talento. Horrible.
En todo caso, como conclusión, es mejor leer a las mujeres que no leerlas, no porque sean mujeres, sino porque uno debería leer lo que se cruza por nuestras manos, en estos tiempos enfermos, para liberar la cabeza del esmog y las pantallas de cristal que te muestran todo el mundo en 20 segundos.
Pero las mujeres de tinta no son solo las que escriben, sino las que nacen de la pluma, de hombres y mujeres. Habría primero que hacer una diferencia, por supuesto: no es lo mismo un personaje femenino creado por un hombre que uno creado por una mujer. Y es que los hombres, lo admito, tienen ideas raras sobre las mujeres, baste citar a Dante y su Beatriz, modelo que han seguido otros, Marechal, a modo de parodia con su Solveig, y otros, aunque la idealización de la amada-odiada siempre está presente en la literatura de hombres sobre mujeres. La primera evocada, por supuesto, es la nínfula de Nabokov, su Lolita; la eternamente recordada Emma Bovary, que me ha disgustado un poco siempre, pero no se le puede quitar su mérito de amante desdeñada, así como a Marguerite Gautier, que muere de tuberculosis a la espera de su Armand; mujeres que oscilan entre la santidad y la prostitución, en novelas de Dostoyevski; mujeres que rayan en lo desagradable y sensual como los personajes del colombiano Jorge Franco, una mujer que se funde con su paisaje maravilloso, en un mar de lenguaje, como la Justine de Lawrence Durrell.
Mis primeras mujeres ¿amadas? fueron, obviamente, las descritas por hombres, por mis antiguos y amados, esos sí, griegos. Digan lo que digan, yo preferí siempre el personaje de Clitemnestra al de Andrómeda, más decidida, con más voluntad y con menos tendencia a ser salvada. Las diosas, por supuesto, eran personajes divertidísimos, sobre todo cuando pugnaban entre ellas y terminaban con guerras épicas. Y todo por una manzana.
Ya en la literatura más reciente, bueno, relativamente, diré que para mí el personaje femenino mejor construido fue hecho por una mujer que no ha trascendido mayormente en la literatura y cuya novela fue adaptada al cine con tal éxito que muchos han olvidado que en principio fue una obra escrita. En 1936 aparece Lo que el viento se llevó, de Margareth Mitchell, cuya protagonista, Scarlet O’Hara, es, seguramente, una de las mujeres mejor logradas dentro de la literatura. Vanidosa, cruel, determinada, enamorada, Scarlet logra sus cometidos, menos el de conseguir el amor de su Ashley (qué tipo más soso, por Dios), y rechaza a Rhett Butler hasta que se da cuenta de que él era su verdadero amor. A ella se contrapone otro personaje femenino que podría pasar por plano y aburrido, pero que complementa a la perfección a la terrible Scarlet, su cuñada Melanie, quien, además, está casada con Ashley. ¡Triángulo amoroso! Más que eso, durante la novela se establece una relación entre las 2 mujeres, distintas, pero que consiguen, al final, enamorarse la una de la otra por las tragedias a las que se han enfrentado, juntas, y de indefensas, nada. Oh, no suspiro por el amor perdido, no me pongo a llorar porque la protagonista pierde a su marido, a su hija, el respeto, a su rival-amiga Melanie, no, no, sino porque con un puñado de tierra en la mano, de arcilla de su propiedad, Tara, Scarlet invoca a Dios y le jura que nunca más pasará hambre, que todo lo que suceda no importa, pues siempre habrá un nuevo día. Mujer con pantalones en plena Guerra de Secesión, vestida de fiesta y con ganas de pisotear a medio mundo, pero con su corazoncito, al fin y al cabo. Tres años después, la novela fue llevada al cine con Clark Gable en el papel de Rhett Butler y Vivien Leigh, cuyos ojos, llenos de centellas verdes, harían palidecer a cualquier diva actual.
Sucesora de esta sería esta modernísima y posmodernísima Lisbeth Salander (¿acaso será coincidencia que los mejores personajes femeninos hayan sido construidos por escritores que no estén en el canon de ningún crítico?), protagonista de la trilogía de Stieg Larsson, mujer que desde niña ha sido violentada por su familia y el Estado y que se rebela a su condición de mártir acabando con todos aquellos que se opongan a ella. Así de sencillo. Desarrolla habilidades informáticas, tiene memoria fotográfica (la envidia hace que mis dientes rechinen, femeninamente), y una capacidad asombrosa para romperle la madre a quien se le oponga, aunque su físico no la acompaña. Linda chica, y aunque la trilogía puede ser considerada como light, es muy entretenida, y bueno, si no quiere comprar los 3 voluminosos libros, puede adquirir las películas ya, pero le recomiendo las versiones suecas, siempre más realistas y sin tantos aspavientos, a comparación de las versiones hollywoodenses, aparte de que la actuación de Noomi Rapace es de excelente calidad.
Otro personaje interesantísimo, volviendo a la literatura, sería Aliide Tru, de Purga, de Sofi Oksannen. Lean la novela, una Estonia devastada por las fuerzas soviéticas cuenta con habitantes duros como el invierno. Mujeres hechas de hielo y de tradiciones, asumen roles protectores, de prostitutas, de víctimas, de fuerza. Mujeres reales, que no pretenden ser excesivamente bellas, ni delicadas ni santas. Mujeres, punto.
De la Maga de Cortázar se ha dicho suficiente, pero diré algo más. Ojo, si hay alguien a quien he amado es a Julio, hice mi tesis de licenciatura de Rayuela, pero la Maga, como personaje, siempre me pareció un compilado de características elaborado específicamente para que Horacio pudiese descargar sobre él su mala leche, desamor, variaciones teológicas, etcéteras metafísicos. Como mujer, no me gustaría conocerla, seguramente tendría piojos, olería mal y no podría hilvanar una oración decente para comunicarse. Puaf, entonces, más repugnantes resultan las mujeres que la emulan para esconder su propia estupidez, pensando que la ignorancia de esta y su liberalidad sexual son virtudes absolutas.
Y de estas mujeres ‘encantadoras y bobas’ hay muchas, para qué decirlo. Recuerdo una, en El péndulo de Foucault, de Umberto Eco, boba hasta la saciedad, promiscua, la locura de todos los hombres, que logra, sin embargo, en un momento de embriaguez, soltar una máxima hermética, que seguramente no entendía bien: “Porque yo soy la primera y la última. Yo soy la honrada y la odiada. Yo soy la prostituta y la santa”. Y toda la feminidad queda anulada, la ridiculez expuesta, cuando uno de los personajes masculinos saca a la borrachita de la fiesta y le dice al oído: “Tú eres la gilipollas”. Bien puesto, tampoco hay que pasarse de ladina.
En realidad, ahora que lo pienso a fondo, no son los personajes femeninos los que me desagradan, sino las fanáticas de los personajes, entonces, y en esos casos me incluyo cuando me da por ejercitarme, ¡a veces!, como Sarah Connor cuando siempre he sido de naturaleza sedentaria. Las que se cortan el pelo como Amelie Poulain, o las que se disfrazan de femmes fatales sin tener el caché de la Dietrich o la belleza de Rebecca Romijn son para llorar. Pero bueno, personajes femeninos en el cine hay para emular hasta el cansancio, empezando por la ‘rubia tonta’, la bella Marilyn, que de tonta, nada, de atormentada, sí, pero imitar el tormento se vuelve poco atractivo, chicas, en serio, así que es mejor dejar a las divas en su pedestal de belleza y tragedia. ¿Imitarlas? No, prefiero admirarlas. La última ganadora del Oscar por su papel protagónico en Blue Jasmine, Cate Blanchet, es una de esas mujeres a las cuales he seguido en su carrera actoral: me sorprendió en Elizabeth y en Diario de un escándalo, agregó una fan a su lista. Y por supuesto debo mencionar a mi mujer ídolo a la hora de actuar, la perfecta Jodi Foster, que logra pasar de la maravillosa ‘paz y amor’ a una loca reprimida y violenta en Carnage, del maestro Roman Polanski (a él sí admito que lo amo, sin tapujos, al diablo, lo diré en otro texto, pero lo amo, aunque soy muy vieja para él).
¿Las amo, entonces, a las mujeres?
Quizá mentí un poco en el título. A algunas sí las amo, a pocas, en realidad, a aquellas dedicadas a la música, a la pintura y a la fotografía. Por lo menos a algunas. A Annie Lennox, exvocalista de Eurythmics, a Natalie Merchant, a Joan Jett, la ‘Dama del Rock’n Roll’. A las pintoras Remedios Varo, Leonora Carrington, Leonor Fini, Dorothea Tanning. En fotografía, amo locamente a la atormentada estadounidense Francesca Woodman, quien se fotografiaba ella misma mientras se fundía con paredes desconchadas, influenciada por otra maravillosa fotógrafa, Deborah Turbeville, de las primeras en plasmar imágenes de moda, pero con cierto aire de truculencia.
Es cierto, pues, no amo a todas las mujeres, pero tampoco las odio, no a todas, por lo menos. Eso diré para aclarar, de una vez por todas, el hecho de que haya publicado, en calidad de editora, un libro llamado Miss O’ginia. Las mujeres de ese libro no son sino caricaturas de defectos femeninos, algunas divertidas, otras no tanto, mujeres, al fin y al cabo, que terminaron por atormentar a su autor, pero siempre dentro del marco de la ficción, y hasta donde recuerdo, solo una mujer muy estrecha de mente, muy pacata, podría juzgar el contenido de un libro desde la moral y no desde una propuesta estética.
Entonces, no voy a felicitar a las mujeres por serlo, porque yo también lo soy, y no me felicito por ello. No, no les diré feliz día, no me importan las celebraciones comunitarias, pero sí diré algo que suelo pensar día a día: “Que os sea leve la vida, chicas”.