El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025


I

 

Como casi cualquier profesión, la de los escritores también otorga a quienes la practican la capacidad de ser reconocidos casi inmediatamente a partir de ciertos accesorios o rasgos físicos. Basta con ver a un hombre de nariz afilada y rostro delgado que luce con elegancia un traje completo, sombrero y bastón para saber que se trata de Tom Wolfe, el padre del Nuevo Periodismo. Otras figuras icónicas son Mario Bellatin y su brazo prostético; Roberto Bolaño y sus lentes redondos; Jean-Paul Sartre y su mirada con estrabismo; Amélie Nothomb y sus extravagantes sombreros. Para ser popular no hace falta ser leído ni ser especialmente atractivo.

Cuando se piensa en David Foster Wallace, poco importa que se trate de uno de los escritores estadounidenses más importantes de los últimos años, ganador de la única distinción otorgada en su país a la genialidad y autor de un libro de mil páginas considerado como un clásico contemporáneo. La imagen que perdura de este autor es la de un hombre de apariencia desaliñada con el pelo largo asomándole del eterno pañuelo sobre la cabeza y los pies enfundados en botas de trabajo. Por este look y por su actitud lo calificaron de grunge, pero Wallace nada más prefería la comodidad. Y si bien la honestidad fue uno de sus principios fundamentales, la fama lo separó en diferentes versiones de sí mismo que habitaron un solo cuerpo.

Las siglas DFW, tan famosas como la figura antes descrita, responden al autor; luego está David Wallace, el ciudadano cuyo nombre aún no incluía el apellido de soltera de su madre, adoptado para diferenciarse de un escritor homónimo; para sus amigos, él siempre fue Dave (hay una anécdota relatada por una de sus novias en la que explica que Wallace le escribió una larga carta explicando las razones por las que prefería ser llamado Dave y no David); y finalmente está el joven deportista sabelotodo apodado ‘the Waller’ por sus compañeros de universidad. No hace falta conocer las distintas encarnaciones de Wallace para leer su obra, así como tampoco hay que buscar en ella claves o piezas para reconstruir su vida. Bucear entre el anecdotario personal de Wallace es hacerlo bajo la premisa del “texto y contexto” abanderada por el crítico David Viñas. Se revisa la biografía del autor no para leer su obra sino para ubicarla en una época y distinguir la modificación del sistema literario.

 

DAVID FOSTER WALLACE 

La premisa de la novela que después se convertiría en
 La escoba del sistema tuvo su origen, le contaría Wallace más tarde a su editor, en un comentario casual de su novia. Esta le había asegurado que prefería ser un personaje de una novela que una persona real. “Me quedé pensando cuál era la diferencia”, escribió Wallace. Por otro lado, había estado dando vueltas a los consejos literarios de Lelchuk: “Mostrar, no contar“ ¿Qué significaba eso, en último término, si narrar era siempre contar? Pero, si las palabras son imágenes de las cosas que representan, ¿narrar no sería, por defi nición, siempre mostrar? Esta última idea era una extensión del pensamiento de Ludwig Wittgenstein (“el tío Ludwig“), cuyas indagaciones en la relación entre el lenguaje y la realidad le estaban despertando a Wallace cada vez mayor interés. Su pasión por la filosofía técnica estaba en declive y Wittgenstein venía a llenar ese hueco. El profesor vienés había escrito 2 tratados muy distintos sobre el lenguaje. En el primero de ellos, escrito en su juventud, sostenía que el lenguaje es un reflejo de la realidad, que la idea de la posibilidad de un pensamiento abstracto es un sinsentido —las palabras se corresponden con la realidad del mismo modo que una fotografía se corresponde con el objeto fotografiado—. De esta idea se sigue, en la idiosincrática visión de Wittgenstein, la imposibilidad de conocer con certeza cualquier cosa fuera de uno mismo. Esta asociación —que signifca “la pérdida de todo mundo exterior“, tal como lo expresó Wallace después en una entrevista—le asustaba, pero a la vez le intrigaba profundamente. Consideraba que la afirmación que abre el Tractatus Logico-Philosophicus, el libro en el que Wittgenstein plantea sus tesis, era una de las 2 “frases de apertura más bellas de la literatura occidental“: “El mundo es todo lo que acaece“. El lenguaje —y, por extensión, el pensamiento— solo puede ejercer su dominio sobre las cosas de las que nos es posible tener un conocimiento sensual directo. El prólogo del Tractatus... comienza: “Posiblemente solo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos“.No había otra cosa que pudiera atraer a Wallace como el Tractatus... Pero también sabía que Wittgenstein había terminado por darle la vuelta a su primer argumento y había desarrollado posteriormente la idea de que el lenguaje es comunal, un esquema piramidal que se sostiene por medio de la aceptación compartida. En este segundo período Wittgenstein consideraba que el lenguaje era como un juego. Tal punto de vista suponía una invitación a dar rienda suelta al sentido del humor y a los juegos verbales, y también atraía a Wallace. Más adelante, este vería todas las cuestiones que Wittgenstein le había invitado a plantearse como meros divertimentos trillados. En una entrevista llegaría a tildar a La escoba del sistema de banal, una autobiografía encubierta, “el relato sensible de un joven WASP muy sensible que acaba de atravesar una crisis ‘de la mediana edad’ que le ha llevado desde una matemática analítica fría y cerebral a una aproximación fría y cerebral a la literatura […] lo que también transformó su terror existencial desde el miedo a no ser más que una calculadora a 36,5° C hasta el miedo a no ser más que un constructo lingüístico“. Pero en aquel momento, el interés por las implicaciones de las teorías de Wittgenstein estaba muy vivo en él. Después de todo, el segundo Wittgenstein era Wallace sano; el primer Wittgenstein, el autor deprimido. 

Fragmento del libro Todas las historias de amor son historias de fantasmas. David Foster Wallace, una biografía, de D. T. Max

 

 

II

Wallace nació en la costa este de Estados Unidos, pero vivió casi toda su vida en Illinois, uno de los estados del Medio Oeste estadounidense, considerada una de las regiones más típicas del país y básicamente dedicada a la agricultura y la industria pesada. Wallace, quien se suicidó en 2008 a la edad de 46 años, nunca dejó de verse a sí mismo como un habitante del Medio Oeste. Su deseo de ser una persona común tuvo que competir con la depresión que lo aquejó toda su vida y el sufrimiento que llegó con la fama.

La cantidad de material disponible en la web acerca de Wallace es abrumadora. Pueden encontrarse, incluso, los breves discursos leídos por sus familiares y amigos en la ceremonia realizada en Nueva York a un mes de su muerte. Sin embargo, son 2 libros publicados en papel los que mejor detallan la vida de Wallace con todos sus matices, desde la infancia de jugador de tenis y fumador de marihuana hasta la pasión por la filosofía, el lenguaje y el humor, pasando por la enfermedad, la amistad y la dificultad de ser honesto en un mundo consumido por la ironía.

A finales del año pasado la editorial Debate presentó Todas las historias de amor son historias de fantasmas, una biografía escrita por D.T. Max; y un poco antes la novel editorial Pálido Fuego lanzó Conversaciones con David Foster Wallace, un volumen de 20 entrevistas y semblanzas compiladas por Stephen J. Burn.

 

III

En el blog de la editorial y librería Eterna Cadencia, el escritor Luciano Lamberti publicó una columna sobre la no ficción de Wallace. Allí, explica Lamberti, es donde sale el mejor Wallace, el que ve, experimenta y comprende todo. Autor de su propio personaje, Wallace destaca por su ingenuidad ambigua y por desplegar su estilo inagotable al servicio de la empatía con el lector. Hay un video en YouTube del autor leyendo su famosa crónica sobre la Feria Estatal de Illinois ante un auditorio que no para de reír. Cada tanto, Wallace interrumpe la lectura para insistir en que “nada de esto es inventado”.

Consciente y deseoso a la vez de ser un provinciano sofisticado y tremendamente inteligente, Wallace llenó sus ensayos y artículos de no ficción con invenciones y elaboraciones propias de la literatura. Lo mismo hizo en las entrevistas que dio a regañadientes. “Me siento fatal en las entrevistas y  solo las concedo bajo una fuerte coacción”, le escribió a Burn.

Nunca dejó de sentirse incómodo cuando hablaba con periodistas. No podía evitar darlo todo de sí y estuvo siempre vulnerable a los conflictos que aquello podía ocasionar. En una ocasión, un reportero lo detuvo a la mitad de una entrevista para explicarle que estaba siendo demasiado indiscreto y que había temas que no debía contar. Aun así, Wallace nunca dejó de ser bondadoso con su sabiduría ni de reconstruir su biografía de acuerdo a una ligera idealización de su infancia. En ese sentido, no sería apresurado decir que Conversaciones con David Foster Wallace puede leerse como una autoficción.

 

IV

Wallace creció en un hogar liberal y académico. Su padre enseñaba filosofía y su madre, lengua inglesa. “Recuerdo a mis padres leyéndose el Ulises en voz alta el uno al otro en la cama, cogidos de la mano y ambos disfrutando de ello apasionadamente”, le comentó a un periodista de Rolling Stone. En contraste, a Wallace le encantaba la televisión y era capaz de memorizar diálogos completos de sus programas favoritos y predecir los giros de la trama.

En la escuela Wallace jugó fútbol americano pero lo dejó porque no le gustaba demasiado golpear a la gente. Luego descubrió el tenis en una clase pública y lo entrenó durante años. “Iba encaminado a convertirme en jugador profesional. No es que yo pareciera tan bueno, pero era imposible de derrotar”, dijo en una entrevista. Antes de cada partido, Wallace agradecía a sus oponentes por haber ido y se disculpaba por ser mal jugador. La misma actitud está también en el Wallace escritor, exagerando su modestia hasta el punto de volverse pretencioso y luego disculparse por ello.

“Empecé a fumar un montón de porros cuando tenía 15 o 16 años, y así es difícil entrenar”. Era inevitable estar drogado en los setenta, pero el joven Wallace no lo hacía solamente para escuchar a Pink Floyd en ese estado. “Cuanto más asustado estás, peor juegas”. En realidad, fue por esta época cuando aparecieron los primeros síntomas de la depresión. Tenía ataques de ansiedad en el colegio y en la pared de su cuarto había pegado un artículo sobre Kafka en el que se leía con claridad la frase LA ENFERMEDAD ERA SU VIDA. “Yo odiaba ver esas palabras. Parecían resumir su existencia”, recuerda su hermana Amy. Sin embargo, nadie reparó en que detrás del extraño comportamiento de David había una enfermedad que no tardaría en consumirlo por dentro.

 V

En 1980 Wallace ingresó al Amherts College, donde conoció a Mark Costello, con quien después escribió un libro sobre el rap. Allí descubrió la obra de 2 autores fundamentales, Don DeLillo y Manuel Puig. Leyéndolos, Wallace decía escuchar “el clic”, refiriéndose a la sensación de epifanía que notaba en la precisión de cada línea.

Wallace todavía fumaba marihuana; Costello ni siquiera bebía y planeaba convertirse en sacerdote. David se unió al Club Glee, donde estaba también el príncipe Alberto de Mónaco. A estas alturas, la literatura todavía no ocupaba un lugar predominante en su vida. David veía a los poetas de su universidad como “estetas presumidos”.

Durante el segundo año en Amherst, David abandonó los estudios por un tiempo. “Sentía que no estaba a la altura”, explicó Wallace después de unos años. El suicidio nunca fue para él una solución sino un escape; en lugar de dañarse a sí mismo, Wallace prefirió buscar ayuda profesional. Fue hospitalizado y luego trabajó por unos meses como conductor de bus escolar. Un día Costello recibió una carta en la que Wallace se mostraba indignado de que hayan permitido que una persona con sus antecedentes clínicos maneje un bus lleno de niños.

Cuando volvió a la universidad, Wallace se impuso una rutina rigurosa y la meta de graduarse con 2 tesis, tal como había hecho Costello. Había encontrado en Wittgenstein a alguien que decía lo que él pensaba y en Thomas Pynchon a alguien que lo escribía. Su tesis de Filosofía se basó en el trabajo de Richard Taylor y su Fatalismo, mientras que la tesis en Lengua Inglesa consistió en una novela de 700 páginas, La escoba del sistema.

VI

Bonnie Nadell tenía 25 años cuando obtuvo su empleo en la Frederick Hill Agency de San Francisco. Allí recibió un día una carta de Wallace y un capítulo de la novela que había escrito en Amherst. Lo leyó, le fascinó y se convirtió en la agente de Wallace por el resto de su carrera. Ella fue para él “lo más parecido a una madre judía”, como solía bromear.

En esos años, Wallace fue a la Universidad de Arizona para hacer un Máster en Bellas Artes. A pesar de que creía haberse librado de los “realistas de línea dura” que reinaban desde la Universidad de Iowa, en Arizona nadie fue particularmente condescendiente con Wallace y su manera divertida, sobrecargada y fragmentaria de escribir.

A fines de los ochenta publicó su segundo libro, La niña del pelo raro; comenzó su tratamiento con un antidepresivo llamado Nardil; y dio una de sus primeras lecturas, a la que solo asistieron 13 personas, incluida una mujer esquizofrénica que estuvo chillando todo el rato.

 

VII

Enseguida comenzó el largo trabajo en lo que sería el mágnum opus de Wallace, La broma infinita. Mientras tanto, trabajó como guardia de seguridad y entabló una importante relación con Jonathan Franzen.

La política cultural hace ver a la literatura como segura e inocua. Wallace y Franzen optaron por lo contrario. Más que destreza técnica y una forma impecable, ellos buscaron la emoción y la empatía. Recurrieron a las inquietudes morales del siglo XIX para pensar el siglo XXI. La diferencia entre ambos está en los recursos narrativos, Franzen se quedó en el diagnóstico del siglo XX mientras que Wallace alcanzó a esbozar la redención en el lenguaje.

Pero el padecimiento de creer ser un impostor pudo más que el afecto de quienes estuvieron siempre a su lado. La biografía de David Foster Wallace seguirá creciendo mientras las personas se junten a recordarlo. Su historia personal, por otro lado, bien podría terminar con una frase terriblemente triste contada por Amy Wallace sobre el día que murió su hermano: “No puedo sacarme la imagen de la cabeza. David y sus perros; está oscuro. Estoy segura de que les besó en la boca, y de que les dijo que lo sentía”