Viernes Santo. En vista de que Dios ha muerto, el Diablo anda feliz de la vida fumigando al mundo de esos tóxicos llamados amor, bondad, vida eterna, mejilla lista para la segunda bofetada. Conscientes de que el reloj no se detiene y que el mundo es suyo nada más que por unas horas, una caterva de diablos de todos los tamaños, incluidos algunos en etapa preescolar y otros de rengo caminar, se toman las calles para repartir como panes las tentaciones y el modo de empleo que permite caer en los siete pecados capitales con todo el gusto y libertad, ya que en este solo día con su noche, no hay poder hegemónico que valga, aparte del Mal.
Más o menos así es el escenario y el libreto con el que se despliegan las festividades profanas que en estos días santos encienden a la comunidad de Alangasí. Desde antes del alba, racimos de diablos se reparten las viviendas del pueblo, para difundir puertas adentro su catecismo infernal, y de paso deleitarse con comidas y bebidas ofrecidas por los anfitriones que en suma resultan sus pecadores conquistados. También el sol entra en el juego, ya que es una pelota de fuego venida directo de los quintos infiernos. Las calles queman, la sombra no sabe dónde ovillarse, y tanto sombreros como paraguas, en su rol de parasoles, se toman la calle principal, el parque, el atrio de la iglesia.
Entre los feligreses de Cristo se abren campo los turistas feligreses del exotismo, quienes, apertrechados como francotiradores y armados de sus cámaras, esperan el arribo de la procesión que poco tiene de santa y mucho de carnaval aunque sin mujeres. Ornamentados cucuruchos de cuatro o cinco metros, devorando la cabeza y el cuello de sus portadores, no remiten para nada a los miserables penitentes de la inquisición, sino a una proeza circense, pues tal es el peso descomunal que, ante el telarañado del alumbrado público, una media docena de auxiliares se encargan de doblar cada cucurucho cuidando que su portador, del puro peso, no termine decapitado.
La proeza de los cucuruchos no tiene nada de duelo o arrepentimiento sino más bien colorean y ambientan el festejo pagano, cuyos protagonistas son los estridentes hijos del averno. Diablos y diablos, todos rojos, todos distintos, unos pródigos en cornamentas y en capas, otros alados como dragones. Unos como diablohumas de cartón piedra, otros como monstruos de la nueva mitología cinematográfica. Diablos menudos como duendes, diablos roqueros cubiertos de mallas tatuadas y camisetas heavymetal, diablos largos y góticos con faz de gárgolas, diablos bien comidos, con pinta de ases de Catchascán venidos a menos. Pero, eso sí, todos portando en una mano el tridente legendario y en la otra, como agentes de ventas infernales, un maletín repleto de fetiches indispensables para expandir el pecado, empezando por el de la carne. Con picardía y gusto, por no decir lascivia de exhibicionistas, los diablos abren sus maletines para que los inocentes feligreses ensucien sus almas con los desnudos de viejas revistas Penthouse o Playboy. Incluso hay algunos diablos tan modernos que se acercan al público ostentando películas pornográficas en sus tabletas. Ciertos alagan sueños memoriosos, provenientes de los tiempos en que el pecado era una auténtica vergüenza, echan el grito en el cielo ante la desvergüenza de los demonios, pero no se los oye porque es fiesta y nada bueno tiene cabida sino la parodia del infierno.
Lo peor ocurre más tarde, a horas vespertinas, cuando la flota de diablos ebrios y escandalosos ladean a los pobres cucuruchos guardianes del templo y penetran en la iglesia para convertirla en el reino del pecado, en lupanar con altares y púlpito desde donde los malditos diablos sueltan rugidos y carcajadas, en caballerizas donde brincan y galopan aquellos rojos engendros del infierno. Y nadie, ni el párroco ni cofrades ni fieles, dicen ni hacen nada para impedir tamaña profanación. Cómo impedirlo, se dicen mustios e impotentes, si el dueño de la casa anda muerto, el Mal mal ha erigido esa filial bien concebida del infierno.
Apenas el sábado, a mediodía, el cura del pueblo, rompiendo su aire de desamparo trepa al púlpito para pronunciar a voz en cuello la palabra “Gloria”. La palabra mágica que informa al mundo cristiano la resurrección de Cristo. Entonces sí, vale la pena ver al pelotón de demonios, en medio de nubes de azufre, huyendo desesperados de la iglesia y del pueblo, hasta llegar con la lengua afuera y los trajes maltrechos al monte oscuro donde tienen su guarida. A partir de ese momento, los diablos dan lástima, por poco merecen el perdón de Dios, pero ante tanta infamia cometida, ello sería inconcebible. Evidencia de la implacable determinación divina es el rito fuenteovejuno que se suscita en medio de la multitud abarrotada en el parque: el Diablo Mayor, que para efectos del acto de venganza se usa un monigote, es crucificado con el triple de saña que emplearon los fariseos para crucificar a Cristo. Recién entonces, el equilibro, la armonía y el aburrimiento propio del bien vuelven a tomarse Alangasí y el mundo. Aunque en este Sábado de Gloria, hay una variante, que será recordada con aprensión cada nuevo Viernes Santo: aparte del monigote, uno de los diablos de carne y hueso y cornamenta murió realmente, aunque no clavado en una cruz sino electrocutado. Ya ven por jugar con fuego, dice persignándose una vieja chuchumeca alangaseña.