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Jorge Luis Borges a treinta años de su muerte

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Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires, en 1899, y murió en Ginebra —a los 86 años— el 14 de junio de 1986. Fue enterrado en el cementerio Plainpalais, bajo un árbol que florece los años impares y cerca de la tumba de Grisélidis Marcelle Real: pintora, escritora y prostituta ginebrina. Han pasado treinta años desde la muerte de Borges y su literatura no lo deja irse. Se ha convertido en lectura indispensable para la formación tanto del cuentista, del intelectual y del poeta, como del profesor, del alumno y del ocioso. Recordado por sus libros, admirado por su modestia e intelecto. Las siguientes líneas son en recuerdo de un poeta universal, en su décimo tercer aniversario de muerte.

La obra de Borges —entre poesía, narrativa corta y ensayo— se resume en cuatro tomos. En la edición de Obras Completas de la editorial Emecé, suman un total de 2.607 páginas; dos mil seiscientas siete páginas de alta literatura y profunda reflexión, dos mil seiscientas siete páginas para disfrutar una y otra vez, en las que siempre se encuentran nuevas resonancias como fuente inagotable de poesía y conocimiento.

Borges, por influencia de su abuela paterna, Fanny Haslam, aprendió a leer en inglés antes que en español. Pero fue su padre, Jorge Guillermo Borges, quien le reveló «el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no solo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música». La infancia de Borges transcurre dentro de casa —con su hermana Norah—, entre libros y amigos imaginarios. A la edad de 6 años, supo que quería ser escritor: reconoció la actividad del poeta frente al héroe; él sería quien cuente las hazañas de sus familiares, varios de ellos soldados y oficiales navales. Esta propensión a lo pasivo, le generó sentimientos de inutilidad respecto del oficio: «desde muy joven me avergonzó ser una persona destinada a los libros y no a la vida de acción». A los 7 años hizo un resumen, en inglés, de la mitología griega. A los nueve, tradujo al español The Happy Prince de Óscar Wilde. Borges señala como un hecho capital de su vida, el haber incursionado la biblioteca de su padre; biblioteca de ilimitados libros ingleses, como menciona en el prólogo de Evaristo Carriego; y, de adulto, recordaba «no haber salido nunca de esa biblioteca». Así iba forjándose, en el pequeño ‘Georgie’ (como lo llamaban de niño), el tema de la Biblioteca como Universo, que se puede rastrear en los relatos ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’, ‘La noche de los dones’ y, sobre todo, ‘La Biblioteca de Babel’ y que puede extenderse a los poemas ‘El guardián de los libros’ y ‘Un sueño en Alemania’.

Desde la infancia se sembraron los autores y libros que lo acompañarían toda su vida; se sabe que, en aquel tiempo de formación, leyó Huckleberry Finn y Roughing It, de Mark Twain; The First Men in the Moon, de H. G. Wells; Tales de Edgar Allan Poe, Treasure Island de Stevenson, One Thousand and One Nights, por nombrar narraciones; pero también a los poetas Shelley, Keats, Edward FitzGerald y A. C. Swinburne. Cabe mencionar que los libros leídos por Borges en aquella época, fueron en inglés; incluso Don Quijote del cual —al referirse al libro en español— dijo, no sin ironía, que le «pareció una mala traducción».

En su primera etapa poética, Borges incursiona en la vanguardia del ultraísmo. Los ultraístas se reunían en el «Diván lírico» —denominado así por Cansinos Assens— en el Café Colonial en Madrid, donde conversaban sobre literatura. Allí conoció a varios escritores españoles: Guillermo de Torre (quien se casaría con su hermana Norah), Gerardo Diego, Juan Larrea, entre otros. Cansinos Assens pensaba que Borges «pasó entre [ellos] como un nuevo Grimm, lleno de serenidad discreta y sonriente. Fino, ecuánime, con ardor de poeta sofrenado por una venturosa frigidez intelectual». Más tarde, Borges renegaría de su pasado ultraísta aludiendo que «el ultraísmo no es quizás otra cosa que la espléndida síntesis de la literatura antigua». Para Borges era un absurdo la pretensión de modernidad, porque «Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual: todos fatalmente lo somos». Saúl Yurkiévich, menciona que su «progresiva propensión hacia los módulos clásicos manifiesta exteriormente un proceso ideológico»: la idea del clásico que trasciende el presente. Y es que creía que todo escritor al principio es «vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad». Así es que, su paso por el ultraísmo fue juvenil; la búsqueda poética de Borges no era formal —como la poesía de Vallejo, Huidobro o Girondo—; que, en algún punto, la vanguardia los llevó a experimentar con significantes y fonemas. Borges, en época de posvanguardia, ya desprendido de las reminiscencias ultraístas, enfatizó el trabajo del significado, «no lo fugaz y accidental, sino lo eterno y homogéneo», como menciona Yurkiévich en su ensayo Borges, poeta circular. Esta claridad, la explica en la publicación del poemario El elogio de la sombra (1969), en el que menciona textualmente la influencia de Kipling. En tanto narrativa, fue El informe de Brodie, el libro en el cual intenta lo que llamó «cuentos directos». De allí en adelante, su trabajo literario fue menos barroco y enciclopédico.

La poesía borgeana surge de las vivencias, inquietudes y, sobre todo, lecturas. En el congreso Relaciones literarias entre Jorge Luis Borges y Umberto Eco (Universidad de Castilla-La Mancha, 1999), Eco reflexiona sobre la influencia de la cultura en la obra de Borges: «Yo creo que si hubieran ido a decirle: “Tú te lo has inventado”, él habría dicho: “¡No, no! Existía ya». La intertextualidad en la obra de Borges es un tema erudito y apasionante; en el prólogo a Artificios, menciona que «Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chesterton, León Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente [relee]», sin recelo de que el lector detecte sus influencias. Es que para Borges, todas las historias escritas contribuyen, casi por azar, a una especie de Gran Libro; y por ello se disculpa —en Fervor de Buenos Aires— diciendo: «Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente», porque la buena literatura no pertenece al autor, sino a la tradición. Como cuenta en la ‘Biblioteca de Babel’, cree en la repetición de las historias. Una especie de ‘orden’ que no podemos comprender: sin la intención de plagio, dos textos escritos pueden llegar a resoluciones similares. Su gran amigo, Bioy Casares, cuenta en su diario que, para Silvina Ocampo, el tema al que siempre vuelve Borges es «la repetición infinita»; en las páginas de Borges encontramos repetidas muchas veces sus más obvias preocupaciones: los espejos, tigres, laberintos, el ajedrez, el doble y demás. Alguna vez, un tertuliano le dijo a Borges que escribía la misma página dos veces con variables mínimas, a lo que le respondió que él (el tertuliano) no era menos binario, salvo que en su caso, la versión primera era de otro.

Borges creía en la literatura como autobiografía en el epílogo de El Hacedor (1960), menciona: «Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara». Ocurre lo contrario en sus relatos, donde las vivencias se encuentran camufladas bajo metáforas que —solo quienes lo conocen personalmente— quizás reconocerían. Así, el cuento ‘El Aleph’, dedicado a Estela Canto, presume ser la metaforización de su relación fallida. Emir Rodríguez Monegal desarrolla el tema en su ensayo La escritura como máscara.

Su madre, Leonor Acevedo, tuvo mucha importancia en la vida de Borges, en tanto compañía y apoyo hasta el final de sus días; en palabras del poeta fue su «compañera y amiga comprensiva y tolerante», esa especie de secretaria que suele compartir el papel de amante, compañera y que, en el caso de Borges, luego tomó María Kodama. Desde 1938, perdía la vista, por lo que su madre le ayudó en muchas labores personales y de escritura. Incluso, confiesa el autor de ‘El Aleph’, que Leonor hizo algunas de las traducciones —de Melville, Virginia Woolf, Faulkner— que se le atribuyen a él. Podría decirse que Leonor Acevedo fue los ojos de Borges en ese tiempo. En la séptima conferencia que pronunció en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, en 1977, Borges se refirió a su modesta ceguera, «modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, ceguera parcial del otro», mencionó que aún podía descifrar algunos colores, el verde, el azul y, sobre todo, la amistad del amarillo al que llamó un color leal que lo había acompañado siempre, tal como aparece en los textos poéticos ‘El oro de los tigres’ o en ‘On his blindness’. El año de 1955 recibe el nombramiento de director de la Biblioteca Nacional. A pesar de que Borges imaginaba la biblioteca como su paraíso y estaba, en aquel cargo, rodeado de 900.000 libros completamente a su disposición, a causa de la ceguera, no pudo leerlos; como Beethoven —sordo— frente al piano. Escribió, entonces, ‘El poema de los dones’:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.

Borges consideraba mucho el tiempo, el espacio y la palabra; quizá por ello nunca escribió una novela: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros. El de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos». Aun así —frente al rigor de concreción que caracteriza su obra— son miles de versos, líneas y páginas escritas. Ni la ceguera ni la muerte impidió la difusión de Borges; al parecer esas «ciertas páginas válidas», que contribuyen a una Biblioteca Universal, le bastaron para tener un merecido espacio en la historia de la literatura. Pero no todas son alabanzas, el libro antiborges (1999), reúne textos de escritores y críticos donde exponen ideas contrarias a las de Borges: Enrique Anderson Imbert, Blas Matamoro, Juan Gelman, entre otros; sean muchos o pocos los detractores, la figura de Borges jamás pasará desapercibida. Umberto Eco ha mencionado que «los laberintos borgeanos probablemente han hecho cuajar, para [él], muchas referencias al laberinto que había encontrado en distintos lugares, tanto que [se ha] preguntado si habría podido escribir El nombre de la rosa sin Borges». Para Harold Bloom, Borges «reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo XX». Este poeta argentino —latinoamericano— que comparte con Joyce y Proust «la distinción de no haber recibido nunca el Nobel», a quien lo que le interesaba era «comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar», maestro al que no le gustaba que lo llamasen maestro, hoy sigue más vivo que nunca en la lectura de su obra; y es que, sería muy raro si su poesía «no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin».

Bibliografía

Alazraki, Jaime (1983). La prosa narrativa de Jorge Luis Borges. Madrid: Gredos.

Bioy Casares, Adolfo (2006). Borges. Buenos Aires: Destino.

Pérez, Alberto Julián (1986). Poética de la prosa de J. L. Borges. Madrid: Gredos.

Rodríguez Monegal, Emir (1991). Borges por él mismo. Caracas: Monte a Vula Editores.

Vázquez, María Esther (2001). Borges, sus días y su tiempo. Madrid: Punto de lectura.

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