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John Maxwell Coetzee o la incomodidad de ser uno mismo

John Maxwell Coetzee o la incomodidad de ser uno mismo
05 de septiembre de 2016 - 00:00 - Lola Márquez. Periodista cultural

Apostemos que el señor John Maxwell Coetzee sería el primero en refutar este titular. Posiblemente, preguntaría ¿qué es ser uno mismo? Y ¿por qué la incomodidad? Válidas interrogantes de un escritor que basa su obra en la indagación imparable, en el viaje profundo hacia sí mismo y su entorno, en el cuestionamiento permanente del oficio de narrar, y en el limpio reconocimiento de lo que la obra de otros autores puede aportar a la propia.

«A cardar y a trenzar se puede aprender como se aprende cualquier otro oficio. Pero en cuanto a determinar qué episodios prometen y cuáles no —¿cómo se sabe si una ostra contiene una perla?— no sin justicia se ha calificado a este arte de adivinatorio. En esta tesitura bien poco puede hacer el escritor por sí mismo: ha de confiar en la gracia de la iluminación. Si en la isla hubiera sabido que un día me tocaría narrar nuestra historia, habría mostrado mucho más celo al interrogar a Cruso».

Cita tomada de su novela Foe, la verdad, no le creemos mucho cuando se refiere a «la gracia de la iluminación». Coetzee es demasiado estudioso para eso. Y no lo oculta. Daniel Defoe, el novelista inglés del siglo XVIII, autor de Robinson Crusoe, es uno de sus referentes poderosos: «Defoe me parece el ejemplo supremo de la inteligencia práctica, de cómo hacer las cosas. Puede no haber sido un artista de la novela como lo fue Flaubert. Pero ¿quién se atrevería a decir, en el contexto de una vida humana en su totalidad, que una simple novela merece tanta labor estética como la que Flaubert derramó en Madame Bovary?».

(Esta última interrogante del maestro sudafricano, bien podría dar material para un taller. Adjetivos como «simple novela» y «tanta labor estética» se anteponen a la idolatría sustentada de Mario Vargas Llosa, por ejemplo, con respecto a Flaubert y su célebre dama. Pero ese es otro artículo).

John Maxwell Coetzee, nació en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, hace 76 años, hijo de un abogado y una maestra. Se hizo visible para el mundo latinoamericano en 2003, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura por «la brillantez a la hora de analizar la sociedad sudafricana», sociedad en la que siempre ha manifestado sentirse incómodo, por su condición de afrikáner (descendiente de los colonos holandeses de Sudáfrica), ciudadano privilegiado que vivía en una granja tan grande que podía ir de caza, sin salir de ella. Pero a quien le chocaban las leyes raciales, y le molestaba que hubiera oficios propios solo de negros y otros de blancos: un ajedrez al que nunca le ha encontrado sentido ni beneficio.

Será por eso que, a pesar de haber sido profesor de Literatura en la universidad de su ciudad natal hasta su jubilación, enseguida cambió de residencia, y con 62 años se fue a vivir a Australia, en Adelaida, siempre al sur. Pareciera una tendencia suya eso de identificarse con el sur (también le atrae Sudamérica, ya tiene una conexión establecida con Buenos Aires y Colombia; y ahora viene a nuestro paisito, a ser la estrella de la Feria del libro; sin duda algo nos reflejará en sus palabras). Podría pensarse que esta inclinación sureña no es al azar, y que correspondería a su demostrada posición antimperios, contra toda clase de abusos. Ha trabajado y vivido en Estados Unidos, donde ya sopesó las bondades y maldades del sistema, al que sigue vinculado por sus múltiples actividades académicas. Pero ninguna geografía reemplaza a su originaria Sudáfrica:

«Sudáfrica, donde yo fui criado, emergió de la gobernanza imperial en 1910, mucho antes de que yo naciera. De todas maneras, las bibliotecas públicas durante mi niñez estaban llenas de libros de Inglaterra que celebraban el imperio británico. Yo era un ávido lector. Devoraba estos relatos imperiales y, sin duda, absorbí los valores imperiales que venían junto a ellos: galantería, estoicismo, devoción al deber y más. Pero al no ser yo mismo de descendencia británica no lograba identificarme completamente con los héroes anglosajones de estos cuentos. Lo que fue, a la larga, afortunado».

Afortunado sí, aunque en Juventud (2002), segundo tomo de sus «memorias», se refiere al país natal como a un tatuaje imborrable: «Le desconcierta advertir que aún escribe de Sudáfrica. Le gustaría dejar atrás su identidad sudafricana del mismo modo en que dejó atrás a la propia Sudáfrica. Sudáfrica fue un mal comienzo, una desventaja».

Un mal comienzo, una desventaja. Habría que preguntarle cuál consideraría él como un comienzo bueno, ventajoso.

Pero Coetzee no se deja presionar. Cuando le preguntaron cómo distingue la ficción de la memoria, él respondió muy tajante (siempre lo es): «La diferencia principal entre la memoria y una ficción que toma memorias de la vida del escritor, es que la primera retiene una obligación fundamental a los hechos históricos, mientras que el deber de la segunda es hacia el criterio estético de la buena ficción».

Infancia, Juventud y Verano es la trilogía que este célebre premio Nobel literario ha publicado para hablar de sí mismo en la disección de sus recuerdos. Y no hay que creerle al pie de la letra; algunos pasajes incluso pudieran parecer tomaduras de pelo, pero es indudable que hay mucho de esencia verdadera en todo lo que allí cuenta (otro material para explayarse).

Para el cierre, retomemos a Foe, que tan buenas pistas nos da del quehacer coetziano.

Acarreando piedras

«Tengo que irme, Viernes. Tú creías que acarrear piedras era la más dura de las tareas. Pero cuando me veas sentada ante el escritorio del señor Foe haciendo trazos con una pluma de ave, piensa que cada trazo es una piedra, que el papel es la isla, que tengo que dispersar todas esas piedras sobre la faz de la isla y que, una vez hecho esto, si el capataz no juzga satisfactorio el resultado (¿estuvo Crusoe satisfecho en algún momento con lo que hacías?) debo ir recogiéndolas de nuevo una a una (lo que equivale, en la imagen, a borrar los trazos) y disponerlas de acuerdo con un plan distinto, y así una y otra vez, día tras día; y todo porque el señor Foe ha decidido huir de sus acreedores. En ocasiones creo que soy yo la que se ha convertido en esclava. Sin duda, si pudieras entenderme, te sonreirías».

Aquí está la riqueza narrativa de J. M. Coetzee. En un solo párrafo es capaz de darnos la medida de sus alcances: personajes enteros pero deformados, envejecidos o desconcertados, antiguos y contemporáneos, debatiendo contra los prejuicios, defendiendo los derechos de la vida, dando cuenta de la imperfección humana, a partir de su propia incomodidad.

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