En 1944, siendo un adolescente de 15 años, Imre Kertész (1929-2016) fue enviado al campo de exterminio de Auschwitz y después al de Buchenwald. Sobrevivió a ambos campos de concentración. Al regresar en 1945 a Hungría, su país de origen, se encontró con que su familia había sido asesinada, y que su país, liberado ya del ejército nazi, estaba ocupado por el ejército soviético, ocupación que fue el prólogo a la instalación del régimen comunista que administró los destinos de Hungría de 1947 a 1989. O, como escribió en su novela Kaddish por el hijo no nacido: “Los soldados liberadores, ocupaban ahora el lugar de los anteriores centinelas”.
Kertész conoció, entonces, de primera mano los usos y las costumbres de las dos dictaduras totalitarias cuyos sinsentidos, aberraciones y crueldades marcaron de modo tan insidioso las vidas de millones de personas en Europa, además del transcurso del siglo XX.
Pero para Kertész, Auschwitz no fue un capítulo más de la historia negra de los genocidios. El Holocausto en realidad representa el final de una cultura que ha durado dos mil años. Por tanto, escribe, “si en el hombre moderno ha quedado una creatividad ética, ésta tendrá que nutrirse de hechos completamente nuevos; no puede crearse una ética nueva a partir de la ética anterior a Auschwitz. Es preciso empezar de cero”.
Su obra narrativa y sus ensayos son parte de ese inicio. Es por eso que sus libros pueden leerse más que como un conjunto de novelas del Holocausto —lo que constituye un género en sí mismo—, como un lúcido (y en ocasiones angustiante) intento de ir más allá del horizonte moral e intelectual que lo hizo posible.
En este sentido, Kertész confiaba, y en eso siguió a su admirado Thomas Mann, en que solo el pensamiento y la literatura, el arte, la música, en fin, lo que alguna vez podíamos llamar sin rubor o mala conciencia la cultura, podían estar a la altura de semejante tarea: cerrar la brecha que abrieron Auschwitz y el Gulag.
Así, la obra de Kertész surge justo de esta experiencia, o mejor dicho, su obra solo es entendible y apreciada en tanto respuesta al universo totalitario de Auschwitz y del Gulag, respuesta que procura, en sus propias palabras, “construir un edificio ético a partir de ahí”, a partir de aquella experiencia traumática.
En diciembre de 2002, en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, Kertész cuenta que mientras lo escribía recibió de parte del director del Memorial de Buchenwald un par de sobres. En uno recibía las consabidas felicitaciones y en el otro copia de un documento del archivo del campo de concentración con fecha del 18 de febrero de 1945.
El documento asentaba el fallecimiento del prisionero No. 64,921, Imre Kertész, nacido en 1927 y de oficio obrero. Desde luego que los dos datos eran falsos. Kertész explica que ello fue así ya que en el momento de su ingreso al campo de concentración declaró tener dos años más de edad para evitar ser incluido entre los niños cuyo destino eran las cámaras de gas, a la vez que optó por presentarse como obrero, y no como el bachiller que era, para parecer más útil y, por lo tanto, tener mayores posibilidades de sobrevivencia.
Su astucia fue certera. Sin embargo, Imre Kertész no recuerda aquella anécdota para vanagloriarse de ella, lo hace con la intención de sacar las conclusiones pertinentes: “Por lo tanto —dice— he muerto para seguir viviendo, esta podría ser, tal vez, mi verdadera historia. Mi obra nace de la muerte de este niño, dedicada a los millones de muertos y a todos aquellos que aún los recuerdan”.
El pasado 31 de marzo, la prensa nos informó sobre el fallecimiento del Imre Kertész que nació en 1929, el que fue escritor y el que nunca dejó de ser judío.
En un momento en el que en varios países de Europa —y entre ellos con peculiar vigor en Hungría, su país natal— el antisemitismo y el nacionalismo xenofóbico están viviendo una suerte de Renacimiento, volver la atención hacia la obra de Kertész podría ser una enérgica y conmovedora forma no solo de recordar las atrocidades que en Auschwitz se cometieron en su nombre, sino, sobre todo, para entender por qué actualmente es tan crucial el evitar que los demonios del fanatismo, la intolerancia y la crueldad se vuelvan a apoderar del corazón y las mentes de los ciudadanos europeos.
El de que sus novelas se convirtieran en un testimonio útil para ello era —por cierto— uno de los deseos más íntimos que tenía Imre Kertész.
Imre Kertész en español
Los lectores en español tuvimos la suerte de que Kertész contara con un editor excepcional, Jaume Vallcorba Plana, de Acantilado Editorial. La mayor parte de los libros de Kertész fueron editados por Vallcorba y traducidos por Adan Kovacsics: Sin destino (2001), Kaddish por el hijo no nacido (2001), Yo, otro. Crónica del cambio (2002), Fiasco (2003), Liquidación (2003), La bandera inglesa (2005), Diario de la galera (2004), Un relato policíaco (2007), Dossier K. (2007) y Cartas a Eva Haldimann (2012).
Se espera que en las próximas semanas salga La última posada, una recopilación de memorias y diarios. Otras obras han sido publicadas por otras casas: Expediente (2005) por Galaxia Gutenberg, Liquidación (2004) por Alfaguara, los indispensables volúmenes de ensayos Un instante de silencio en el paredón (2002) por Herder y La lengua exiliada (2006) por Taurus.
Debo añadir que la adaptación fílmica de Sin destino, que en 2005 realizó el fotógrafo y director Lajos Koltai con guión del propio Kertész es, en mi opinión, la mejor película no documental que se ha realizado sobre el Holocausto. Una gran película, a la altura, ética y estética, del libro en que se basa y de la experiencia que relata.