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Literatura

Han matado a Frankenstein

Han matado a Frankenstein
14 de diciembre de 2015 - 00:00 - Yuliana Marcillo, Poeta y editora

Una noche lluviosa de noviembre, un monstruo sin nombre abre los ojos en Ingolstadt. Respira con fuerza y mueve agitadamente sus gigantescos miembros. La piel, amarillenta, apenas cubre sus músculos y arterias. Es de cabello negro, suelto y abundante. Los dientes son blancos como una perla. Los labios parecen estirados y oscuros. Su creador, el joven Dr. Víctor Frankenstein, se horroriza al verse reflejado en sus pupilas amarillas y acuosas, y huye abandonando al ser que acaba de crear.

Esta es la historia de Víctor Frankenstein, un científico loco que no se detiene ante el límite de lo misterioso y que avanza en él con el solo poder de su razón y de su ciencia, un genio creador que en la búsqueda última del saber total y absoluto termina en la locura y hereda al mundo su creación: ser capaz de dar científicamente con la ‘chispa de la vida’. Y a partir de ese descubrimiento, hacer realidad su deseo más narcisista: crear una nueva especie que lo bendecirá como a su creador.

Han pasado dos siglos desde que la novela Frankenstein, considerada actualmente uno de los monumentos de la literatura romántica y gótica, así como de la ciencia ficción, fuera publicada, y a estas alturas, se podría afirmar que el personaje le pertenece más a la cultura popular que a la escritora británica Mary Wollstonecraft Shelley, su creadora.

 

Frankenstein no es lo que imaginamos

Tal como ha pasado con muchos personajes literarios, el monstruo de Frankenstein ha  inspirado personajes para un sinfín de películas, videojuegos y cómics de la más diversa índole. Es mundialmente conocido y asimilado por la cultura del entretenimiento de manera absoluta. Por ello, la imagen de Frankenstein que solemos tener en mente no es exactamente la misma que imaginara la escritora Shelley en 1916 cuando escribió la historia. Su idea se ha desvanecido.

En la novela, el monstruo, al cual ni Shelley ni Víctor le dan nombre —quizá para reforzar la idea de orfandad y falta de identidad que caracteriza al personaje—, fruto de un experimento científico basado en el estudio de la filosofía natural y la metafísica, es tremendamente ágil (trepa montañas sin dificultad) y sumamente inteligente, capaz de razonar como cualquier otra persona. La criatura intenta integrarse en los patrones sociales humanos, pero todo el que lo ve lo rechaza a causa de su deformidad. El sentimiento de abandono lo lleva a buscar venganza contra su creador. No es malvado por naturaleza, sino por la soledad a la que se ve expuesto por su condición de ‘muerto viviente’, su terrible aspecto físico y la falta de amor.

Al leer la novela, es inevitable sentir empatía por aquel ser, imaginarlo en grandes proporciones y con tanta necesidad de merecer y necesitar de compañía, como si el sentido de la vida dependiera del calor de los demás. La criatura es sensible y emocional, y su objetivo es compartir su vida con un ser semejante. Se ve empujado a cometer actos de crueldad por la desesperación y la soledad.

La lectura nos proporciona una mirada distinta de cómo se constituyó uno de los rasgos fundamentales de la ciencia contemporánea. Va más allá de una simple historia que, aparte de influir en el cine y la literatura, también se introdujo en la televisión, en los cómics, los envoltorios de chupetes y hasta fue tema de discusión en debates de filósofos, críticos literarios, historiadores y científicos; la novela es una profunda reflexión sobre la naturaleza humana. Frankenstein es la obra más popular de Mary Shelley, pero, como suele pasar, lo que hizo popular esta historia no fue la novela en sí, sino las diversas adaptaciones al cine que surgieron de ella. La criatura que fue llevada al cine carecía de esas cualidades humanas, siempre lo mostraron como un personaje lento, malvado, lleno de ira, torpe y de escaso raciocinio. A estas alturas ya nada podrá impedir que a la criatura se la llame Frankenstein, y que el imaginario colectivo espere lo peor de él.

 

La noche de los cuentos de terror

Mary Shelley fue hija de dos prominentes intelectuales liberales de la Inglaterra del siglo XVIII —su madre filósofa, preocupada por los derechos de la mujer, y el padre escritor, pero también filósofo—. A sus 16 años, Mary Godwin unió su vida al poeta radical Percy Bysshe Shelley, reconocido por un par de novelas góticas, algunos poemas y sus escritos antimonárquicos y en pro del ateísmo. Él estaba casado, dejó a su mujer para marcharse con Mary Shelley. Crecida entre libros y sumamente inteligente, la adolescente participaba en discusiones sobre innumerables temas, gustaba escribir de manera informal, pero su esposo la animó a dedicarse con más regularidad a ello. Esto finalmente ocurrió en 1816, cuando ella tenía 18 años, mientras conversaba con un grupo de amigos (entre escritores y médicos) a las orillas del lago Ginebra, donde comenzaron a contar historias de terror.

Uno de ellos propuso entonces que cada uno escribiera un cuento ‘sobrenatural’, tarea a la que se abocaron todos menos Mary Shelley, quien no conseguía encontrar una idea para iniciar. “La invención, hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear del vacío, sino del caos; en primer lugar hay que contar con los materiales; puede darse forma a oscuras materias amorfas, pero no se puede dar el ser a la sustancia misma”, escribió ella acerca de la dificultad para iniciar su narración. Uno de esos días en que debatían sobre las “diversas doctrinas filosóficas, la naturaleza del principio vital, y la posibilidad de que se llegase a descubrir tal principio y conferirlo a la materia inerte”, Mary Shelley tuvo un sueño aterrorizante: “Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, manifestar signos de vida, y agitarse con movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo. El éxito aterraría al propio artista; huiría horrorizado de su odiosa obra”, había escrito. A la mañana siguiente anunciaba a los demás su idea y se daba a la escritura de una historia corta que, por sugerencia de su esposo, fue creciendo hasta convertirse en una extensa novela.

Aunque al principio la recepción crítica inicial del libro fue desfavorable, la autora ha sido reconocida como una “joven aprendiz que, sin ser propiamente una científica, supo darnos una precursora y adelantada visión de los caminos que seguiría la entonces ‘ciencia moderna’ al concebir la creación de un hombre nuevo, un hombre nacido en un laboratorio, un ser ideado por la mente de un científico”. Por la excelente idea del genio creador y su gran poder de expresión, la novela también fue calificada como un “tejido de sinsentido horrible y desagradable”. Aunque Frankenstein catapultó a Mary Shelley, la escritora también fue reconocida por los siguientes títulos: Valperga; o Vida y aventuras de Castruccio, príncipe de Lucca, El último hombre, The Fortunes of Perkin Warbeck: A Romance, Lodore, Falkner, Mathilda...

 

Abandonando el laboratorio

Hora de dejar el laboratorio de Frankenstein. Es inevitable dar un vistazo: él tiembla y sufre de fiebres que lo debilitan hasta el punto de desvanecer. Regados por todas partes están los utensilios y accesorios científicos como alambiques, matraces, aparatos de destilación, agujas de cobre, barras de hierro, imanes y ámbar; quizá también hubiera frascos de sal, azufre y mercurio, y hasta un galvanómetro para detectar la presencia de una corriente continua. Hay una pila de corriente eléctrica junto a algunas enormes y descoloridas cometas, el instrumental quirúrgico y de disección, metales, animales y plantas colocados en pequeños recipientes de cristal. Todo luce realmente espantoso y produciría la misma repulsión en el siglo XVIII que en el siglo XX. La mirada recorre el lugar hasta dar con lo inimaginable: en una especie de cama reclinable hay un cuerpo inerte, de unos ocho pies de alto, formado por los despojos de otras criaturas muertas. Víctor Frankenstein tiene ya todo dispuesto para iniciar su increíble y tremendo experimento. Hay que salir.

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