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Hacia la construcción de una capital literaria (II)
El paraíso perdido
Concluido el periodo fundacional de nuestras letras, se impone la visión posromántica de Quito como ciudad maldita, (concepto manejado por Rafael Bustamante en su novela precursora Para matar el gusano (1912 – 1915) y posteriormente por Palacio en Débora), y nos enfrentamos a un puñado de obras que plantean la necesidad de insertar la ciudad de los padres en el mapa de las urbes modernas, sacar a la superficie a los personajes subterráneos y, en definitiva, revisar las cada vez más arcaicas costumbres de sus pobladores.
Si bien por otra parte, en los años sesenta surgen, al interior del Movimiento Tzántzico, escritores que desarrollan una literatura combativa, opuesta por principio a lo valores tradicionales de nuestra sociedad, representantes suyos como Ulises Estrella trabajan una obra en que la cabeza de la ciudad no es reducida, sino, por el contrario, coronada. Y es que en la medida en que la literatura constituye un juego de espejos y nostalgias, prevalece una vertiente que en la tradición de Carlos Tobar y su Relación de un veterano de la Independencia (1891), eleva un canto de cisne por el paraíso perdido.
Si bien en las letras de aquellos años el centro de Quito continúa siendo el escenario principal de nuestra literatura urbana, las páginas empiezan, como sopladas por el viento, a volar hacia el norte y los nuevos escenarios que plantea la modernidad. Lo que sí es definitivo es que Quito deja de ser una aldea y se convierte en una ciudad adolescente, que al tiempo en que se va por el mundo y sus revoluciones, no se desapega de los padres.
En este capítulo y el próximo me ocuparé de los lugares de la ciudad que se nombran en las obras literarias que se publican en Ecuador a partir de los años sesenta y trazando, aunque incompleto, un mapa de palabras…
Jorge Enrique Adoum: Ciudad sin ángel
Generacionalmente, Jorge Enrique Adoum se encuentra sobre el puente que une a los grandes de la década del treinta (según definición de Miguel Donoso Pareja) con los autores que empiezan a publicar a partir de los años sesenta. El autor ambateño radicado en los últimos años de su vida en Quito y habitante, durante muchos años, de la Europa en que se gestó el Boom Latinoamericano de literatura convierte a la capital en escenario de su novela más universal: Entre Marx y una mujer desnuda, con muy pocas referencias puntuales; una de ellas se encuentra en los textos explicativos que el autor introdujo en los márgenes de la historia, siguiendo las propuestas de las novelas experimentales en boga: “Los mendigos constituyen ya una legión en esta capital: en las casas ya no hay otra cosa que oír que la voz melancólica que pide limosna de día y por la noche; ya no se puede andar libremente por las calles”.
El Turquito Indio, como lo llamaba Julio Cortázar, recuerda el nombre de un hotel que se ha borrado de la memoria de los quiteños, del mismo modo que su nombre primigenio se borró de las paredes: “Le han cambiado el nombre al hotel. Desde la ventana puedo ver debajo de la palabra METRÓPOLI las primeras letras que aprendí a leer en mi infancia, IMPERIAL, pugnando por reflotar a la superficie de la capa avara de pintura que le han puesto al letrero».
Pero las referencias puntuales que le faltan a la obra llevada al cine por Camilo Luzuriaga, le sobran a Ciudad sin ángel, novela que constituye una auténtica galería fotográfica, ya no solo del Quito antiguo, sino también del moderno. A saber: “Pronto advertí otro síntoma de mentalidad pequeño burguesa: él no iría nunca a almorzar en el Hotel Colón sino que trataría de encontrar al proletariado. Desanduve el camino y fui al mercado de Santa Clara…”.
También el Itchimbía, loma urbana que recientemente ha cobrado preponderancia gracias a la construcción, en su cumbre, de un parque y centro de convenciones, ocupa un lugar en el Quito recreado por Adoum, así como la Virgen del Panecillo, monumento que goza del aprecio de unos y del desprecio de otros, pero que en todo caso, vuelve reconocible a la ciudad: “Comenzaba a hacer frío porque el sol daba de frente en el Itchimbía y sólo lateralmente en el Panecillo. Me tranquilicé: él no era un hombre a quien le interesara ir a un promontorio para mirar desde allí el paisaje de Quito, con sus callecitas torcidas y jorobadas, mucho menos la ciudad plana de los ricos: no era ésa su manera de tener una visión de conjunto, como se dice. O sea que no había razón de que tuviera vergüenza: él no habría visto esa virgen, que no es fea sino horrible, con grandes alas de pollo, por añadidura, calumnia contra la escultura de alguien que se divorcio de la religión”.
Rica en criterios sociológicos, la obra de Adoum habla del modo de conducir y transitar de los quiteños, así como de su sexualidad entenebrecida y del origen campesino de sus pobladores. Revisemos las citas:
“… no estaba familiarizado con esta ciudad de circulación suicida, con autobuses manejados por asesinos potenciales, que llevan a gente arracimada colgando de las puertas y con gente que data de antes de los semáforos y cruza las calles o los toboganes grises en cualquier momento o sitio, empujando y empujándose”.
“Ciudad dormida. Cuando hay luz en una ventana se tiende a imaginar que alguien trabaja o mira televisión, que álguienes disputan, llegan incluso a un crimen pasional pero, por qué, nunca aquí, logramos imaginar que hacen el amor”.
“Las manchas de sombra (negro sobre negro, imposible de pintar, desafío mayor que el Cuadrado blanco sobre fondo blanco de Malevich) son los bosque y los edificios (sub-mini-micro-rascacielos presumidos) de oficinas, a esta hora con todas sus ventanas apagadas. Ya no es como era, mano en cuyo cuenco reposa mientras las callecitas, como dedos abiertos, iban a tocar las nubes; ahora trepan casas de todos los materiales, colores, tamaños, pero siempre humildes y oliendo a orina: la población es o viene del campo sin saber en dónde va a dormir y ha debido tomar por asalto, primero, las colinas, tal vez nunca el cielo”.
Puesto que Adoum es el primer escritor verdaderamente moderno de Quito, es natural que en su obra hayan encontrado espacio, ya no antiguos hospitales y teatros, sino modernas clínicas y cines. Recojamos los pasos de sus letras:
“Llamé a la Clínica San Francisco. Como es de suponer, el teléfono estaba ocupado. Afortunadamente, también. Eso me dio tiempo para pensar que si lo hubieran encontrado herido, dado que no se vestía bien, no lo habrían llevado al Hospital Eugenio Espejo, el de los pobres”.
“…vi los anuncios de los cines como una premonición de cuento fantástico inglés. En el Universitario daban El acorazado Potemkin que él no pudo ver porque la película se filmó un año después de su muerte”.
Y puesto que uno de los personajes de Ciudad sin ángel es un pintor, no podemos cerrar este acápite dedicado al padre de la nueva narrativa ecuatoriana sin citar un párrafo que hace alusión a la luz de la ciudad y sus retratos: “…en Quito, al mediodía, no hay sombra, uno la lleva, bajo los pies, y sólo los pintores abstractos no han hecho su versión de Quito”.
Jorge Enrique Adoum vivió en las Torres de la Colón. Colón y 9 de Octubre.
Ulises Estrella y su Quitología
Ulises Estrella es uno de los principales representantes del Tzantzismo, movimiento proveniente del dadaísmo colombiano que entre 1962 y 1969 atacó al tradicionalismo y aburguesamiento de la sociedad y la degradación de las letras con publicaciones y recitales en lugares públicos.
Ulises Estrella es, además, uno de los más importantes quitólogos. Lo demuestran libros como Fábula del soplador y la bella, texto de corte histórico del cual hemos extraído uno de los incuantificables textos que le dedicó a Quito:
“Quito es un enigma.
Más arriba y más debajo de la cuadrícula central, espacio de control, orden y omnipotencia, se desparraman los barrios a diestra y siniestra; la gente sigue dispuesta a trepar las mil gradas que llevan hasta la gotera del volcán, acostumbrándose a bajar. A despeñarse entre las quebradas hacia el levante, agitando las cabezas frente al sol que nace.
Se menciona que la ciudad no pasa de la cuadrícula, resguardada por dos santos protectores: San Sebastián por el sur, santa Bárbara hacia el norte.
Diseñada como un largo cuerpo, cuyas extremidades parecen corretear sin concierto, de cuidar su centro, su plexo solar fijado en la Plaza Mayor donde sucede lo más importante…».
En su libro Quitología, Estrella le canta a lugares de Quito más modestos que las grandes catedrales y las calles inmemoriales por donde avanzaron los libertadores, pero que conforman a los habitantes de la ciudad. Ejemplo de esto es el Churo de la Alameda, mirador construido a inicios del siglo XX en el tradicional parque:
Cuanta distancia al mirar
de nuevo
lo mirado.
Quién fue
el que rondó esta espiral,
sorprendido descubriendo cada lado;
tres dimensiones
un solo mundo
arriba circulando entre las piedras,
abajo corriendo sin fin buscando
sin comienzo.
También le cantó al Pichincha, volcán de la ciudad que ha determinado, por decir lo menos, la historia, arquitectura e idiosincrasia de los quiteños, en una época en que los profanos decían que dormía y los expertos que continuaba despierto, siendo testigo de las eternas convulsiones capitalinas:
El Pichincha,
monte que hierve,
afina sus cuerdas vocales,
aviva
las fuentes subterráneas
sin subterfugios
extiende sus venas invisibles
hacia los visibles humanos
Estrella le cantó a las fiestas de la ciudad, pero no desde la algarabía de quienes esperan los bailes del Seis de Diciembre, sino desde su óptica de reductor de cabezas: “Las calles tienen orines ácidos y calientes un poco de pólvora en el corazón de los ríos de gente”.
En Antagonistas, libro en que Estrella le canta a personajes de Quito como Quilago, Toa, Cantuña y La torera, hay también un canto a la fachada de la Compañía y un bellísimo fresco de la ciudad:
…ciudad untada de cielos terrenos
que nos permite
hacer preguntas
en cada esquina,
y con grande inocencia
en cada plaza
dar bofetadas al paraíso.
A diferencia de Adoum, Estrella eleva un canto idílico a la Virgen de Quito:
Mujer
con diez luceros
en su ensortijada cabellera:
cinco de temor
cinco de ilusión,
dejando camino
a la serpiente
boca de dragón
truenos y relámpagos
en rojo de fuego
Ulises Estrella vive en el mismo edificio en que vivió Jorge Enrique Adoum.
Iván Égüez: fundador de un Quito nuevo
Con La Linares, de Iván Éguez, se inicia, en opinión de Miguel Donoso Pareja, la moderna narrativa ecuatoriana. Es esta novela de una época en que la ciudad había perdido proporciones, en que ya no cabía tanta gente en las calles, hay un ahorcado en El Ejido, militares con lentes especiales en el Churo de la Alameda, cuchicheos y revelaciones en La Plaza Grande, un presidente en pijama en la terraza de Palacio, y citas como está: “… quiero subir a la Sierra y esperar lo que Dios mande, ahí en mi ciudad, entre los falderones del pichincha, las retretas municipales”.
Toda la obra de Égüez no obstante, está cargada de referencias a la ciudad. En ‘Al pie de la vida’, cuento de su libro Los animales puros, se lee: “Cuando eran colegiales tenían sus lugares preferidos para citarse: al pie del Mojigato y sus mangas de piedra; en los bajos del Carmen Alto; en una de las curvas del Churo de la Alameda; en la Mitad del Mundo”.
En ‘Gabriel Garboso’, relato de Cuentos lúdicos, el narrador testigo dice: “Te llevaron al Hospital Militar, te llenaron de vendas, te hicieron tragar mucho mertiolate”.
En ‘La Llama’, texto de corte policiaco del libro Cuentos gitanos, el escenario lo constituye un hotel ubicado en la García Moreno, diagonal a la Casa de Gobierno: “No estaban tan descaminados. Incluso tenían un retrato construido con identikit por personas que le vieron asistir al circo y por alguien que aseguró haber visto a Megan entrar acompañada al Hotel Colonial. Entonces surgía una contradicción que podía estropear la senda policial: un hombre rico que vive solo ¿qué necesidad tenía de ir a un hotel barato del centro de la ciudad?”.
En Especulaciones sobre un mismo crimen: escena final, relato también policiaco de Cuentos negros, la ciudad se muda al norte, hacia una de las plazas y piletas de la recién pintada ciudad: “Por precaución, la pareja de amantes pasó varios días sin verse; se comunicaban mediante cartitas dejadas en el monumento Isabel la Católica”.
En ‘Omi’, cuento de Solitario y Final, se hace referencia a un librería ubicada en las calles y Juan León Mera y Wilson, a la quetanto le debemos los lectores quiteños: “De todos modos, al pasar el tiempo, el suceso fue amortiguándose en el tráfago cotidiano. Fue amortiguándose hasta hoy, hasta hoy que fui a Librimundi a querer comprar la biografía de Capablanca”.
La residencia de Iván Égüez se encuentra en el sector El Bosque.
Los lares y cielos de Raúl Pérez Torres
En los años sesenta, la literatura ecuatoriana se vuelve más urbana y, por ende, Quito se convierte en el escenario de aquel puñado de escritores que motivados por los hechos políticos y culturales que sacudieron al mundo y sus conciencias, quisieron manejar con idéntica soltura la pluma y la metralla. Raúl Pérez Torres, uno de los más importantes representantes del Frente Cultural y, posteriormente, del grupo cultural La Bufanda del Sol, desarrolla una literatura confesional, de gran belleza lírica, que sitúa a sus personajes en tradicionales sectores de la ciudad.
Cuando me gustaba el fútbol, cuento llevado al cine por el director chileno Andrés Wood, remite al barrio de la infancia del escritor: “Yo bajaba con Oswaldo por la avenida América, rodando la pelota con pases largos de vereda a vereda”.
La América aparecen también en Papiro ciego y en Cañabrava, brillando al sol como una lengua plateada. El Cuico, uno de los personajes de este cuento, se atravesaba solito los túneles de la quebrada de Miraflores. Se paseaba “…alegremente por toda la calle Asunción, esa calle era suya y la Panamá y la Canadá y la intersección de la Río de Janeiro y Vargas, todo era de él, era en definitiva dueño del barrio, dueño del mundo”.
En Las vendas, otro de sus cuentos clásicos, el personaje sube a Cruz Loma, y en Micaela, el protagonista se mete tres días en la Iglesia de la Merced y lanza piedras en la Plaza de la Independencia. En esa historia se habla de las siete plagas, no de Egipto, sino del Ejido, así como del barrio Alcedo y de las gradas de la Catedral.
En Pobre papá, el narrador vaticina que el personaje, en mitad del trayecto, cerca de llegar a la Alameda, insultará nuevamente al chofer por no virar rápido.
En Los últimos hijos del bolero se lee: “…o quien me dice estarás en Quito, en la Casa Blanca, cantando para los ciegos de la Veinticuatro, dándoles un poco de tu voz…”.
En el cuento, De aquellos lares, de aquellos cielos, Simone persigue incansable a Martín por las aulas de la Universidad, por los cine clubes en los que se metía el estudiante a ver una y otra vez las películas de Buster Keaton.
En Ciudad, mi ciudad transfigurada, Pérez Torres habla del agresivo cambio de la ciudad otrora María campanario, del verano de Quito, de los pechos de hielo de los nevados y de los arupos rosados.
“Te acuerdas Ñata” dice: “Nosotros, tan esmirriados Ñata, tan frente filo, dándole al baile todos los días, practicando como si estuviéramos felices, como si estuviéramos paseando por La Alameda, o El Carmen Bajo, en nuestra ciudad, tomados de la mano”.
En Flor de Azalea, uno de sus relatos más logrados, aparece la Biblioteca de la Universidad Central, centro de estudios en cuya imprenta, dicho sea de paso, el escritor quiteño trabajó largos años. Veamos la cita: “…el caso es que la otra tarde fui a la biblioteca de la Universidad para ver si me afanaba algún libro y qué encuentro, una diva sentada, una diosa polveada y esmaltada”. Párrafos después, en este mismo cuento, se recrea un tradicional barrio de la ciudad: “Mientras tanto, en mi casa de La Tola vivíamos al borde del desahucio…”. Y los personajes se besuquean en las laderas del Pichincha, en la avenida La Gasca y, por supuesto, en el bar Flor de Azalea de La Tola.
En Sólo Cenizas hallarás aparece la Facultad de Filosofía y Guápulo, donde los personajes van a recoger los pasos, a recoger la edad.
En Cien mujeres han pasado por mi vida están el barrio América, La Mariscal, la plaza de La Marín, la quebrada de Miraflores, el Quito tenis, la González Suárez, aquella parte de la Asunción en que la avenida se perdía y empezaba el tugurio de San Juan y La Alameda, parque que el protagonista atraviesa en compañía de una mujer: “Cerca de llegar a la laguna, donde meses antes apareció ahogado un estudiante comunista, la fulana me tomó de la mano y me pidió que no caminara tan rápido”, dice el protagonista.
En Un siglo de ausencia, se habla de la pecosa, una mujer que hacía la calle por la Maldonado, y de Patitas, el inolvidable Patitas, con quien el narrador protagonista reparte hojas volantes en el mercado de Santa Clara. Se habla, además, del barrio de San Juan. “Desde allí —dice el narrador— se divisaba todo Quito, un Quito a veces neblinoso como el lomo del camarada Humo”.
En Qué será de mí aparecen lugares de la ciudad que forman parte de los nuevos imaginarios urbanos: “La encontré una madrugada, descuajaringada, saliendo del Seseribó, con su novio, un rubio que olía a porvenir dorado”.
Hace años que Raúl Pérez Torres no vive en su añorada América, sino en la José María Guerrero, sector Quito Norte.
Bibliografía
Adoum Jorge Enrique. Ciudad sin ángel en Obras Incompletas 6. Editorial CCE, Quito, 2005.
Estrella Ulises. Antología poética esencial. Editorial CCE. Quito, 2007.
Égüez Iván. Tragedias portátiles. Campaña de Lectura Eugenio Espejo. Quito, 2004.
Égüez Iván. La Linares. Planeta - Abrapalabra editores. Quito, 1993.
Pérez Torres Raúl. Papiro ciego. Antología. Campaña de lectura Eugenio Espejo. Quito, 2004.