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Vagón 204
Escenas de Fog City II
Ahora que el mundo se detiene y que a pesar de ello mis locos y mis viejos siguen girando, recuerdo el fragmento que Ernesto Volkening escribió en su diario el 2 de enero de 1975, y que tan bien calza —nos calza— en esta tarde de abril, en la que parecemos niños engendrados por instrumentos musicales incompletos y por bailarines que murieron contorneándose en el anonimato. Dice Volkening: “Conversando con fulano de tal entendí que existe algo así como una orden secreta de “Anacrónicos” de los que, sin rebelarse contra el mundo moderno simplemente han dejado de hacerle caso”. Miro a mis amigos a través de la ventana del Café y siento ternura. La rocola se enciende. Nadie ha depositado una moneda y, sin embargo, Nina Simone canta su mejor versión de ‘Wild is the wind’. ¿Será una señal? Voy a fundar un templo, le digo al viejo Larry; un templo de monjes anacrónicos en la punta de algún cerro lejano. Quiero dedicar mi vida a hacer alguna de esas inutilidades que le permiten a uno llegar a ser sabio. Te creo, dice Larry; y, mientras se aleja con su frasquito de miel robada, me guiña el ojo y luego susurra: “No se hable más, amiga, ahí nos encontramos”.
II
Cuando veo a Heidi pienso que el purgatorio existe. Ese caminar en círculos por los siglos de los siglos en el limbo sin saber qué rayos pasará con ella. A veces la veo tan ajena a este mundo que pienso que ya está muerta. Siempre viene de ningún lado para llegar a ningún otro. Vagabundea, ronda, no se detiene. Alguna vez fue prostituta, una mujer alucinante que paseaba por las esquinas de North Beach, hasta que cayó de un piso muy alto y se desfiguró entera. Un doctor ofreció recomponerle el rostro y ella dijo que no. Han pasado muchos años. Heidi camina cojeando, con un andador y la mano estirada, mendigando, mirando el piso con el cráneo semiabierto, exponiéndolo al sol. Su deseo más grande, imagino (si todavía le queda alguno), es que llegue por fin la noche —su gran Noche— para acabar definitivamente con el ardor, la comezón y la hinchazón de todas sus heridas.
III
Bernardo tiene un hombro evidentemente más grande que el otro ¿O debería decir dislocado? De cualquier manera, Bernardo tiene sus hombros sumamente desproporcionados. Nunca le he preguntado por qué, pero imagino que se debe al peso de las enormes maletas que a diario arrastra por Vallejo y Green; bultos de ropa que luego vende en la calle; ropa que —según Mark— es robada. Quizá no toda, pero mucha gente afirma que la mercadería de Bernardo sale, precisamente, de las máquinas de lavar del barrio.
IV
El viejo Perry me pide un lápiz para dibujar —como cada tarde— los respectivos bigotes, colmillos y cuernos sobre los rostros de los políticos que aparecen en The Wall Street Journal o The San Francisco Chronicle. De rato en rato se detiene, me muestra sus creaciones y luego me pregunta sosteniendo el periódico: “¿Crees en los vampiros? Pues existen. Aquí están. ¡Míralos bien! Estos son los verdaderos”.
V
Owen, el poeta que parece un descendiente maltrecho de George Washington —cabello blanquísimo, cachetes colorados—, está sentado como siempre en la esquina de Caffe Trieste. Me sorprende su capacidad de pasar horas sentado sin decir una sola palabra; limitándose, únicamente, a observar. Le tengo cariño. Me sorprendió que el otro día me haya confesado algunas cosas sobre su vida, pero sobre todo, que me haya confiado sus poemas. Aún no se lo he dicho, pero los voy a traducir. Avanzo algunas páginas de los autores checos que estoy estudiando y, en una de las pausas, levanto la vista y compruebo que Owen se ha quedado dormido. Veo cómo cabecea, una y otra vez, con su folio de poemas apretados junto al pecho. La imagen me conmueve. Me pregunto en qué soñará ahora mismo, y, sobre todo: ¿aún lo hace?
VI
El legendario Jack Hirschman, amigo, traductor y poeta, entra a Caffe Trieste para vender, como siempre, el People’s Tribune a 1 dólar. Al llegar a mi mesa me saluda cariñosamente —con esa potestad de bisabuelo putativo— y pregunta por mi muela. Le digo que ya no duele tanto, que tras la cirugía, la infección de mi encía —como es lógico— ha cesado, pero que no podré comer nada sólido durante dos semanas. Entonces hace un gesto gracioso con su rostro de otro siglo y, acercándose a mi oído, me dice lo siguiente: “La próxima vez que tengas un dolor de muelas, cariño, anda a Spec’s y pídete un Ron Bacardi 151. Tiene 75,5 grados. Tu muela te lo agradecerá. Santo remedio”.
VII
Llega el poeta Mark Shwartz (cuya esquizofrenia hizo que hace dos meses se volviera a lanzar del segundo piso). Me dice que ya son ocho días y veintitrés horas desde que nos encontramos de casualidad en Tosca.
—¿En serio?, respondo. Ni si quiera sé qué día es hoy.
—Es viernes.
—Ah, ok, pues…
— ¡Maldición! —interrumpe—¡Eso quiere decir que ya voy 22 días sin plata!
Su cambio es abrupto, pero en menos de cinco segundos vuelve a ser un tipo afable.
— Entonces... ¿Quieres comprarme un libro?
— Lo haría, amigo, pero no tengo dinero, por eso estoy tomando agua.
— Ah, entiendo. (Silencio). Sabes algo, me gustaría tomar un capuccino, pero cuesta más de 3 dólares. ¡3 dólares, maldición! ¡3 malditos dólares!
Unos turistas lo miran con sospecha.
— Es cierto, en Ecuador puedes tomarte un café regular por 1 dólar. La próxima vez te traeré un paquete entero.
Ni bien termino la frase, el poeta abre sus ojos —emocionado— como si fuese la mejor noticia que ha recibido en años; y, riendo a carcajadas, se levanta y se marcha, sin despedirse, como un niño cojo que desea llegar pronto a casa para contarlo todo. La única diferencia es que Mark Shwartz —el loco de los tirantes, el vientre abultado y la risa exagerada—, desde hace mucho, mucho tiempo, que no tiene amigos ni tiene casa.
—¡Caffe Trieste se cierra!, grita Hakim detrás de la barra.
Son las 12 de la noche, hora de partir. Mientras me alejo por la avenida Columbus veo que Shwartz ha recorrido un buen tramo. De pronto siento que no lo veré más; y mientras me despido en silencio, el poeta se adentra en la niebla, como un pingüino perdido, pero contento.