El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025

Enero. Dosmilcatorce

El alero de las palomas sucias

Los eneros saben a resaca, a cuaderno nuevo, a sala de espera en donde la gente se saluda como nunca, pues, la esperanza es la homenajeada de la casa. Pero este año dosmilcatorce, irrepetible como todos, nos ha recibido con un ominoso enero, al menos en lo que concierne a la poesía. Los enormes poetas de nuestra lengua, Juan Gelman y José Emilio Pacheco, vienen de morir. Sin aspavientos, sin el sonido sigiloso de botas en la madrugada, cada cual en su casa, a pocas cuadras una de la otra, vienen de salir de esta vida. Se adelantó en doce días Juan, de tal manera que José Emilio tuvo el tiempo justo para sentirse su sobreviviente. Evidencia de ello es su texto de homenaje ante la muerte del poeta argentino. “... Su existencia estremecida por todas las tempestades tuvo la recompensa de hallar algo que ya casi no existe: un final feliz. Murió sereno, sin dolor, en su lecho, en su casa, rodeado por los seres que amó. Se fue para nuestra tristeza inconsolable (...) quien era hasta el martes pasado el mejor poeta vivo de la lengua y a partir de ese momento es uno de nuestros clásicos modernos. A partir de ahora sus poemas son aún más poderosos: ya nos hablan no de la muerte sino desde la muerte”. Doce noches después, pulcra de acuerdo a la ocasión y en puntillas para no despertarlo, doña muerte llegó en busca de José Emilio Pacheco. Ay, la parca insaciable y exquisita ama a los poetas como pocos de nosotros los amamos. Ay, la muerte ama la vida /matémosla de hambre.

 

 

II

Más vale callar, que se acaba el día. El blanco dragón de la noche se precipita sin ruido sobre las techumbres. Todo es lejano y ajeno en esta orilla. Los graznidos de los patos son imaginarios. Los muñecos de nieve y nariz de zanahoria, sin ayuda de nadie se han abierto las venas. De vez en cuando un reno llega y obra en mi puerta. De vez en cuando atisbo por esta ventanuca las huellas de los niños en la nieve. Y no hay niños. La escuela es un granero para roedores durante el invierno. La iglesia y la prisión, refugio para apátridas. El café de la plaza reúne veteranos de guerra que juegan dominó, billar, flypper. De vez en cuando yo entro, pido un scotch y me cuelgo del teléfono. Todos me miran de soslayo y empiezan a reírse. Malditos. Ellos saben que nadie contesta a mis llamadas.

 

 

III

Enero, 2014. Como todos los años, juro no dejarme arrastrar por el vicio de la palabra. No diré un solo halcón, ninguna doncella, ningún abrigo de guerra. Juro que no escribiré un solo verso en alusión a la jauría de perros envenenados ante las boutiques de lujo. Tiraré el látigo con el que he flagelado a mi caballo que es un texto sin patas ni cabeza en el que he galopado en busca Godot. Quizá ha llegado la hora de seguir el ejemplo de Nietzche, en otro enero, aquel de 1889, cuando en una calle de Turín vio que un caballo era azotado salvajemente por un cochero. El imponente caballo negro, empapado de sudor y sangre, había tomado a su manera la determinación de Bartleby el Escribiente : “Prefería no hacerlo”. Preferiría no moverse aunque lo matara su iracundo dueño. Nietzche, se abalanzó al cuello del animal, lo abrazó como a un hermano enorme y se desató en llanto como nunca antes ni después. Mamá, dicen que repetía, mientras lloraba, pegado su rostro al rostro del caballo. Dicen que esa fue la última palabra que pronunciaría en su vida el padre de Zaratustra. Después de ese incidente, entraría en el silencio como en un bosque en donde le esperaba para siempre, la paz o el vacío, que a veces son sinónimos. El mismo silencio en el que se difuminó el verbo de Rimbaud, mientras este se difuminaba en un tórrido paisaje con hedor a pólvora, monedas de oro, cuerpos mutilados. El mismo silencio de Bartleby, tan sencillo como lanzarse al fuego o a la locura. Tan riesgoso como, oyendo Aleluya en la voz de Jeff Buckley, cerrar los ojos y dormir hasta que el tren llegue a su propio destino.

 

 

IV

Enero, 2014. Lo bueno de este enero es que ya estamos en febrero. Resultó tan nefasto que estiró sus zarpas hasta la ceniza del año fenecido y de allí, para empezar, nos trajo el deceso inesperado del compañero Ubaldo Gil. Un hombre de cultura y de vida, un “pura sangre”, como con mucha precisión poética lo califica Carol Murillo. Editor literario, al timón de un intrépido proyecto con nombre que le calzaba perfecto: Mar abierto. Maestro universitario, escritor, y, sobre todas las cosas, ángel de la guarda de su hermano, el gran poeta Pedrito Gil, a lo largo de su escabrosa travesía por limbos, guaridas, siquiátricos (Seguro que Ubaldo te sigue acompañando, Poeta). Y, para terminar este mes abyecto, el poeta mejicano Marco Fonz, casi personalmente vía Facebook, nos trajo la noticia de su muerte. Se la otorgó él mismo, como soltando en el aire el salvaje e impoluto verso del estribo. Durante un año encontró el sentido de la vida y la escritura entre poetas ecuatorianos, hasta la hora vespertina en que reanudó su marcha hacia el sur. Los poetas, siempre caminan hacia el sur. En su rostro, o en su aura, Marco tenía la marca de los poetas fantasmas. Los poetas que desde hace más de un siglo, se “lanzan a los caminos”, de Latinoamérica y el mundo, siguiendo la largura de la sombra que empieza en la palabra y termina siempre en el silencio.