Publicidad

Ecuador, 08 de Junio de 2025
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
+593 98 777 7778
El Telégrafo
Ecuado TV
Pública FM

Publicidad

Comparte

Ensayo

El viaje constante y apasionante de las palabras

-

Cuando pensamos en un diccionario, seguramente el primero que se nos viene a la mente es el de la Real Academia Española (RAE). Este, por años, ha sido el diccionario por antonomasia, y la RAE ha sido, también por antonomasia, la principal rectora del idioma español. Pero ¿en realidad esto es así? ¿Nuestra lengua tiene la obligación de regirse a una academia y la potestad de existir solo si está registrada en su diccionario? 

En 1611, Sebastián de Covarrubias publicó su Tesoro de la lengua castellana, que sentó las bases para que la RAE decidiera escribir su diccionario. Además, otras academias, como la italiana de La Crusca y la Academia Francesa ya se habían adelantado y contaban con diccionarios y vocabularios que fijaban la norma y los usos de sus lenguas. Con estos antecedentes, la RAE publica en 1726 el primer tomo del Diccionario de Autoridades, llamado así porque las entradas (como se conoce en lexicografía a las palabras que se definen) se establecieron de acuerdo con el uso que les daban los autores importantes de aquella época. Es decir, una palabra tenía el derecho de entrar en el diccionario si era utilizada por autoridades como Góngora o Cervantes. A partir de este diccionario, cuyo último tomo se publicó en 1739, la RAE ha publicado otras 22 ediciones. En 2014 se publicó la 23ª edición.


La publicación de una nueva edición del Diccionario de la Lengua Española (DLE) siempre ha sido un acontecimiento en el mundo de habla hispana. Todos están atentos a que esta obra salga a la luz para saber qué palabras han tenido el honor de entrar en él o cuáles acepciones se han incluido en sus entradas (pues una palabra puede tener varios significados y usos). Para esta edición, por ejemplo, la Academia Ecuatoriana de la Lengua (AEL) había propuesto que se incorporara la palabra montuvio. Esta propuesta se debía que hasta la 22ª edición se registraba la palabra montubio, cuya primera acepción es: “Dicho de una persona: Montaraz, grosera”. La segunda acepción sí se refería a “campesino de la costa”, y constaba como usada en Ecuador y Colombia. Representantes de la cultura montuvia solicitaron a la AEL que mediara y buscara que se incluyera montuvio como una nueva entrada, cuya acepción fuera “campesino de la costa”, y así consta como ecuatorianismo en la 23ª del DLE.


Sin embargo, ¿qué hubiera sucedido si montuvio no entraba en el diccionario? ¿Qué pasa con chuchaqui, curuchupa, huasipichay o chiro, que no constan en esta obra pero que se usan en Ecuador desde siempre? ¿Estas palabras no existen? Obviamente estas palabras existen, no hay duda de ello. Las usamos todo el tiempo, van por la calle, son parte de nuestras vidas. Y somos precisamente los usuarios quienes decidimos si las palabras existen o no. Sería muy triste que las proscribiéramos de nuestra cotidianidad si no las encontráramos ‘inmortalizadas’ en un diccionario.


Pero, ¿cuál es el proceso que debe cumplir una palabra para entrar en un diccionario como el de la RAE? Susana Cordero, directora de la AEL, comenta que este proceso comienza cuando la palabra es propuesta por un académico o un grupo de académicos, porque se ha encontrado que se usa mayoritariamente en el país. Para comprobar este uso, se recurre a autores literarios connotados y a publicaciones cotidianas, pues es necesario corroborar que esta palabra sea usada, sobre todo en el ámbito escrito y durante un período considerable. Para esto existen corpus que abarcan millones de publicaciones, como los de la RAE: el Corpus de Referencia del Español Actual (CREA), el Corpus Diacrónico del Español (Corde) y el Corpus del Español del Siglo XXI (Corpes XXI). Estos son fundamentales para comprobar el uso de una palabra, pues se puede encontrar el contexto en el que se utiliza, la frecuencia, los registros, entre otras características. Lamentablemente, Ecuador no cuenta con un corpus propio, que sería lo ideal; sin embargo, los corpus de la RAE también abarcan publicaciones ecuatorianas. Además, la red facilita en gran medida la comprobación del uso de las palabras y las circunstancias de este uso.


Cuando se ha comprobado que la palabra se usa en el país, se lleva a cabo también un proceso de contraste, pues es necesario corroborar si se trata de un ecuatorianismo, o si es usada en otros ámbitos geográficos. En varias ocasiones se busca que una palabra que consta en el diccionario con marcas de otros países de la región también cuente con la marca Ecuador. Por ejemplo, bacán es una palabra usada en nuestro país y no consta aún con la marca Ecuador (Ec.), pero sí con las marcas de Colombia y Cuba, al igual que chiva (bus sin ventanas).


El periplo del vocablo continúa luego en las sesiones de la Asociación de Academias de la Lengua (Asale), que reúne a las 22 academias de países de habla hispana (incluyendo a EE.UU. y Filipinas, donde el español es una lengua ampliamente hablada). Estas sesiones se realizan, según Cordero, cada 2 años aproximadamente. Aquí se presentan las propuestas de las diversas academias y se da ‘el visto bueno’ a las palabras. No obstante, una vez llegadas a Madrid, donde se encuentran la sede de la Asale y el Instituto de Lexicografía, serán evaluadas hasta que al fin puedan entrar en el diccionario. Es importante aclarar que el diccionario no pertenece exclusivamente a la RAE sino que es una obra de la Asale. En las obras académicas se insiste constantemente en el carácter panhispánico que tienen estas y en lo democrático de su trabajo, aunque muchas veces las gestiones sigan siendo ‘monopolizadas’ por la RAE.


Con el auge de la tecnología, ya no es necesario esperar una nueva edición del DLE para saber si una palabra ha sido incorporada en este o si ha habido cambios en alguna acepción. En la versión en línea del diccionario se añaden de manera constante palabras o enmiendas. Eso sí, debido a que se trata de una obra con fines de lucro, muchas nuevas acepciones o enmiendas se reservan para el conocimiento de quien compre la obra, o se añaden poco a poco en la versión en línea. Este es, a grandes rasgos, el proceso que debe cumplir una palabra para ingresar al DLE.


Pero volvamos a lo que nos inquietaba al principio: ¿qué pasa con las palabras que no tienen este honor? Según Cordero, “no pasa nada, si se siguen usando algún día entrarán, pero con marca Ecuador”. No obstante, mientras las palabras ‘esperan’ a ser incorporadas algún día en la magna obra de la Asale siguen caminando por la calle, pero no como entes sin identidad sino con las características que los mismos usuarios les dan. Sería injusto que nuestras queridas chuchaqui, huasipichay, chulquero, chiro o biela fueran eliminadas de nuestras vidas solo porque no consten en el DLE. Las palabras existen porque nosotros, los usuarios, las convocamos, y el que no estén en un diccionario no les quita la legitimidad.


Por otro lado, no debemos esperar demasiado del diccionario académico. Es decir, este libro aún tiene muchos rasgos poco democráticos y colonialistas, y, como todos los diccionarios, es un libro inacabado que difícilmente podrá abarcar todas las palabras de nuestro español (triste sería que las abarcara, porque esa sería una clara señal de que nuestra lengua está muriendo). Muchas veces los usuarios de la lengua dan demasiada importancia a las palabras que existen o no en el diccionario. De hecho, el mismo verbo ‘existir’ que solemos utilizar ya indica la exagerada autoridad que le otorgamos a este libro. La lengua (todas las lenguas, no solo la española) cumple procesos riquísimos y muy complejos que la van configurando.


Es importante caer en cuenta de que la lengua (y por ende los diccionarios) reflejan nuestra idiosincrasia y nuestra cultura. Los procesos lingüísticos son también los procesos culturales. Es interesante analizar cómo ocurren estos procesos, y muchas veces los diccionarios pueden darnos las claves de sus dinámicas. Por ejemplo, el inglés es, por decirlo de alguna manera, más permisivo y desenfadado. En esta lengua los coloquialismos son muy comunes, al igual que el slang. Y estas particularidades suelen reflejarse en los diccionarios más importantes de esta lengua: el Oxford y el Merriam-Webster. En este último consta, por ejemplo, la sigla WTF (del vulgarismo What the fuck). Lo interesante del inglés es que carece de una academia de la lengua; las autoridades lingüísticas son los diccionarios, que se nutren, a su vez, de los usuarios. En el alemán también es un diccionario, el Duden, la principal autoridad lingüística, que, como los lógicos y tan ordenados alemanes, ofrece volúmenes relacionados con varios aspectos de la lengua, como el ortográfico o el gramatical.


Otra dinámica, por ejemplo, es la del portugués, que no contaba, como el español, con acuerdos acerca de los usos de su lengua entre los distintos países que la hablan. Recién en 1990 se estableció el Acuerdo Ortográfico de la Lengua Portuguesa entre los países de habla portuguesa. Antes de este acuerdo, las diferencias relacionadas con la norma solían ser abismales, sobre todo entre Portugal y Brasil. De alguna manera el español está muy adelantado en estos acuerdos.


El francés, en cambio, cuenta con el Diccionario de la Lengua Francesa. Este diccionario, cuya última edición es de 1992, es mucho más normativo que descriptivo. Es decir, en lugar de ‘describir’ a la lengua e incorporar ciertos usos poco ortodoxos, ‘norma’ la lengua, con el fin de que el francés se acerque más a lo literario. En el caso del italiano, la Academia de la Crusca es la encargada de publicar vocabularios de una manera constante.


Como vemos, siempre los usuarios necesitarán una ‘base’ que registre su lengua, pero la lengua siempre le ganará al diccionario en dinamismo porque las sociedades cambian, se adaptan, se inventan, y para que estos procesos ocurran tienen, necesariamente, que recurrir a las palabras. Además, en nuestro idioma, como en muchos otros, existen iniciativas que se encuentran al margen de las academias, como es el Valide, un diccionario americano que impulsa el lingüista mexicano Raúl Ávila u otras obras muy valiosas como el diccionario de María Moliner o el Diccionario del Español Actual, de Manuel Seco.


Además, es importante tomar en cuenta que existen otras estrategias para registrar las dinámicas lingüísticas propias de cada lugar. Tenemos, por ejemplo, los diccionarios nacionales, que son muy útiles y contribuyen a afianzar la identidad. Existen también atlas lingüísticos, que registran el habla de determinadas regiones. Ecuador carece de un diccionario académico y de un atlas terminado. El diccionario de ecuatorianismos por antonomasia es el de Carlos Joaquín Córdova, que, aunque imponente e importantísimo, no es una obra lexicográficamente rigurosa, pues, al ser un proyecto personal, es aún muy subjetivo. Pero Cordero es optimista en este aspecto: “No es un fracaso que no haya habido un diccionario de ecuatorianismos, es una cuestión de época, de idiosincrasia, de circunstancias”, indica. Ahora la AEL está emprendiendo la tarea de escribir un diccionario académico que reúna las obras tradicionales de la lexicografía ecuatoriana, que siempre han sido trabajos individuales, aunque no por eso menos importantes, como los de Córdova, Humberto Toscano, Justino Cornejo o Alfonso Cordero, entre otros. Además, es preciso incluir a los usuarios en la elaboración de estos trabajos y para eso es necesario un trabajo de campo constante y sistemático.


El panorama no es tan desalentador; aunque largo, la construcción de la nuestra identidad por medio de un diccionario valdrá la pena. Existen también otros trabajos, alejados del academicismo, que también contribuyen a registrar esa identidad. En la red encontramos varias páginas que reúnen ecuatorianismos y que son enriquecidas por los usuarios. Estos trabajos no son rigurosos, pero constituyen un corpus importante que puede nutrir a un diccionario de ecuatorianismos, y, sobre todo, hace que la gente se involucre y se adueñe de su idioma. Un proyecto interesante e innovador en este aspecto es el de Palabra Lab, que lleva a cabo una campaña llamada ‘Palabra inventada’, que, según Adelaida Jaramillo, intenta que “las personas jueguen con las palabras, porque no solo inventan, fusionan, deforman en el camino, sino que piensan en las palabras para armar una definición”. En este proyecto, que concluirá en un libro, se busca que la gente invente palabras y con esto se sienta parte de la construcción social. Obviamente, la mayoría de estas palabras inventadas no entrarán en los libros oficiales, pero puede que algún día formen parte de nuestra cotidianidad.


Como vemos, las palabras cumplen periplos interesantes, unas veces más felices que otros, pero lo importante es notar que están ahí, que nos enriquecen, que nos nombran, que nos acercan a nuestra identidad y a nuestra cotidianidad.

Noticias relacionadas

Publicidad Externa

Ecuador TV

En vivo

El Telégrafo

Pública FM

Social media