El teatro teje lazos sociales sin que lo notemos, según Javier Daulte, un dramaturgo argentino de 52 años que diseñó un método para actores que lleva su nombre, una técnica que se enseña en la Escuela de Interpretación Eolia de Barcelona, España. Daulte, que ha llevado a las tablas algunos éxitos como Baraka, de María Goos y Un dios salvaje, de Jasmina Reza, recibió en 2012 el ACE de Oro, un premio que entrega la Asociación de Cronistas del Espectáculo de Argentina al artista más destacado del año.
En sus obras, juega con las voces, los elementos fantásticos, la monstruosidad humana y el hiperrealismo. Lo hace en Caperucita, un espectáculo feroz, obra montada en Guayaquil hace poco, en la que el diálogo de Charles Perrault se ‘actualiza’ al darle un contexto urbano: ya no se narra la historia como un cuento de niños para exponer con más fuerza la crueldad, disfrazada en las narraciones cotidianas. Daulte cree que en las tablas se genera un estado de goce, en que —en la mayoría de los casos— se convive con gente desconocida. Su forma de hacer dramaturgia parte de un gusto personal: Piensa en el espectador, pero lo más importante de sus obras es que le gusten a él.
Pese a haber crecido siendo espectador de propuestas teatrales que intentan ser formadoras de conciencias, Daulte cree que el teatro no debe tener un fin social. “En Caperucita... hay elementos de alguien metiéndose en la cabeza de otra persona. A mí no me interesa tanto el realismo como lo vivo, creo que lo vivo tiene más valor dramático que lo real”, dice minutos antes de convertirse en espectador de una serie de obras en la casa Microteatro, que desde hace un año ha logrado plantear en un mismo espacio teatro de todas las corrientes.
Tu trabajo dramatúrgico inicia en una época marcada por la posdictadura argentina. En ese entonces, desde el teatro, se intenta movilizar una reacción ante la política y mostrar las contradicciones del poder. Hablas de desideologización, ¿cómo entender el teatro de esa forma?
Sí, soy como hijo-nieto de esa generación. Al final de la dictadura existía en Buenos Aires un movimiento bien fuerte del teatro abierto. Digamos que es un colectivo importante, un acontecimiento teatral que viví como espectador y que tenía que ver con obras de protesta, de denuncia, respecto a la presión de la dictadura. Fue fuerte e interesante. Hasta se hacían obras breves y hubo un atentado —un incendio— perpetrado por los militares en el Teatro del Picadero. Igual, se siguieron haciendo obras en un teatro de la calle Corrientes.
Ese era un teatro muy político, usado como estrado, como púlpito con un propósito político y social muy claro. Cuando se restauró la democracia en Argentina, de algún modo, ese teatro empezó a perder sentido. Si al principio era un teatro con mucha valentía, luego carecía de sentido, porque se podía hacer perfectamente lo mismo en la televisión. Y de hecho, se hacía.
¿Cómo afectó a la dramaturgia argentina?
La primavera democrática generó un vacío en la dramaturgia. En los ochenta surgió una nueva era performática y superinteresante. Aparecieron artistas icónicos de la escritura teatral argentina, en la que el dramaturgo no existe: eran creaciones colectivas. La dramaturgia parecía desorientada.
A Shakespeare no creo que haya que actualizarlo: su dinamismo dramático es impecable. Hay que traducirlo, encontrar una vía para que sus chistes de hace quinientos años en un país que no conocemos mucho generen humor acá. Pero es un teatro terriblemente entretenido. Hay que recuperar su espíritu y no petrificarlo en el Olimpo de los grandes creadores.
En los noventa, nosotros de algún modo tratamos de hacer un teatro que no intentara representar a las víctimas, que no tratara de congraciarse con las situaciones que una sociedad siente como urgentes. Empezamos a hacer un teatro un poco más irresponsable al respecto.
¿Qué quieres decir con irresponsable?
En el sentido de no representar a las víctimas, de que el teatro no sea un vehículo para otro tipo de causas. A partir de los noventa, el teatro recuperó algo de su propia especificidad, que es ocuparse de su propio lenguaje. Era evolucionar. Ahí entró todo un grupo de dramaturgos y empezamos a crear cosas que tuvieron aceptación. Esto generó un cambio respecto al paradigma que estaba vigente hasta comienzos de la democracia: que el teatro tiene que hacerse en función de retratar los problemas de una realidad.
Representar problemas de la realidad tiene un propósito: conectarse con el público...
Ese teatro conectaba mucho con el público, lo que pasa es que empezaba a ser viejo. Nosotros nos decíamos ‘jóvenes dramaturgos’, y pensábamos que si éramos jóvenes dramaturgos, tenía que haber un teatro nuevo. Una cosa no ha terminado con la otra, por suerte. Ese teatro con una función social sobrevive... Sigue habiendo teatro con una utilidad en la sociedad, y yo, particularmente, defiendo el teatro que no tiene una utilidad. Creo que el teatro es un fin en sí mismo, que no sirve para nada.
Y entonces, ¿por qué lo haces?
Porque tenemos ganas, nos gusta, y lo haríamos igual si viviéramos en épocas en las que el teatro no fuera considerado uno de los baluartes de la cultura occidental. Pero bueno, nos toca vivir esta época. En otras épocas, el teatro no era demasiado importante. Shakespeare, por ejemplo, no firmaba ni publicaba sus obras porque el teatro no se consideraba un arte mayor, sino menor. Ahora se le da cierto valor. Creo en el teatro que crea verdades para el teatro. Y para mí, el teatro es una celebración.
¿Eso defiende la postura de que el teatro debe entretener a la gente y, tal vez, no hacer que se cuestione demasiado?
El teatro debe entretener, pero debemos definir qué es entretener. El teatro es un acto, es una celebración social. Estamos aquí en una casa —en el Microteatro— y todo está dispuesto para eso. Quizá el contenido de las obras que veamos sea duro y nos hagan reflexionar sobre cosas neurálgicas de nuestra sociedad actual y todo, pero nosotros venimos al teatro a pasarla bien, a tener una noche agradable.
¿Y qué pasa con el tipo de teatro que sigue lo didáctico de Bertolt Brecht?
Hay un teatro didáctico, pero su valor no tiene que ver exactamente con su didactismo y su capacidad de educar: su existencia y supervivencia dependen de crear algo atractivo. Como espectador, puedo pedir que me mantengan activo cuando estoy sentado en una silla durante una hora, dos horas... Yo soy adepto a los contenidos, pero considero que al espectador fundamentalmente hay que seducirlo, atraparlo; y cuando está ahí, le puedo verter en el oído todos los contenidos que yo quiera. Pero yo voy al teatro a que me pasen cosas, a que me inmovilice los sentidos. A veces pasarla bien es estar muy angustiado, impactado o salir llorando. Pasarla bien es que me ocurran cosas.
A pesar de la importancia que se le atribuye al teatro, culturalmente hablando, en la actualidad, no es precisamente la primera opción a la hora de escoger formas de entretenerse y pasarla bien; tiene demasiada competencia. ¿Cómo sobrevive a eso?
El teatro está lleno de lenguajes y búsquedas. Pero la gran diferencia con la televisión es que el teatro genera un lazo social. Salimos de nuestra casa, vamos a un lugar para juntarnos con otra gente; en cambio, la televisión nos aísla. La existencia y la asistencia del teatro generan un fenómeno social, más allá del contenido de la obra que vayamos a ver. Además, los contenidos pueden estar buenos, nos podemos reír. No estoy diciendo que el teatro es pasadista, pero la principal función del teatro es crear un lazo entre las personas. Es un lugar donde nos encontramos con gente que no conocemos, sin embargo, algo nos está uniendo. Eso es el teatro.
Has adaptado Macbeth, de Shakespeare, ¿cómo juegas con los elementos de ese teatro, que algunos pueden considerar pasadista, para hacer un teatro joven?
No creo que a Shakespeare haya que actualizarlo. Es inevitable que pase el tiempo y Shakespeare envejezca, pero el dinamismo dramático es impecable. Lo que sí se debe hacer es traducirlo, hay que encontrar una vía para que los chistes de Shakespeare, que están anclados quinientos años atrás en un país que no conocemos mucho, generen humor aquí. Hay que actualizar su eficacia. Pero es un teatro terriblemente entretenido, lleno de humor, de sangre y de violencia..., de los dilemas humanos. Creo que hay que recuperar su espíritu y no petrificarlo en el Olimpo de los grandes creadores.
¿Cuál es el lugar de la palabra en el teatro?
La palabra tiene un valor. Los contenidos están en la palabra del texto. Por un lado, los contenidos de una obra no solo están ahí, sino en la forma que adquiere ese texto a través de la puesta en escena. Además, un texto no es solo palabra y contenido. Hay que tomar en cuenta que un texto de teatro está para ser oído y no leído. Y a un texto oído, se le agregan —además de sus valores semánticos— valores musicales o un valor de ruido. Es decir que existen momentos en que la gente está hablando y nos llega un murmullo. Ese sonido genera un efecto escénico: es un murmullo que está producido por un texto. Ese texto en una escena solo tiene un efecto sonoro, pero otro en primer plano tiene el efecto sonoro y el efecto semántico. Alguien que entiende nuestra lengua nos estará escuchando.
Le das mucho espacio a elementos fantásticos como al Lobo en Caperucita… ¿Qué papel desempeñan en tus obras?
Me gustan los elementos fantásticos, una actuación verdadera, muy realista, perturbar la anécdota con elementos fuera del realismo. A mí no me interesa tanto el realismo como lo vivo. Lo vivo tiene un valor dramático mayor que lo real. Me interesa mucho lo monstruoso... los asesinos... Creo que los monstruos no son monstruos, son seres humanos. Creo que la monstruosidad es parte constitutiva de los seres humanos.