Al nacer, su ombligo, el centro del cuerpo, fue frotado en la tierra. Era parte del ritual de las comadronas. Un pacto silencioso al nacer quizá. A causa de esta práctica muchos niños morían por infección, pero los que se salvaban, según la tradición ancestral, habían sabido aceptar a la tierra y estaban listos para soportar casi todas las calamidades de la vida. Reinaldo Arenas, narrador, poeta y dramaturgo, fue uno de los que sobrevivió y, a pesar de las alas del cuerpo y la mente, nunca se pudo desprender de su tierra, Cuba.
Desnudo, de pie, se inclinaba sobre el suelo y pasaba la lengua en la tierra como si se tratase de un delicioso manjar. Lo hacía desde los dos años en la compañía de su prima Dulce Olivia. Era la tierra del rancho donde dormían todas las “bestias”: los caballos, las vacas, los cerdos, las gallinas y las ovejas. El rancho se encontraba junto a su casa de Aguas Claras, un pueblito ubicado al oriente cubano. Flaco, feo y barrigón (debido a las lombrices que le habían crecido en el estómago), Reinaldo se recuerda metido en un hoyo que le daba más arriba de la cintura, era una especie de cuna; ahí aprendió a ponerse de pie. Esa misma técnica la había utilizado su abuela con todos sus hijos. Y él, metido en ese hueco, palmoteaba una y otra vez contra las paredes que poco a poco se derrumbaban, pero que significarían el primer recuerdo de su infancia, del que no se olvidaría jamás*.
El erotismo que nace con los frutos de la tierra
De pequeño, era mirado por su abuelo como un niño raro. Grababa en el tronco de un árbol con un cuchillo su nombre a medias; le gustaba que fuera escrito así: “Reynaldo”, ya que al acortarlo se convertía en “Rey”. El abuelo, poseído de un furor extraño, cortaba con un hacha los troncos. Pero el niño proseguía su tarea de tallar “Rey” en los árboles y algunas veces otras palabras cuyos significados entendería solo él.
Un día observó a unos muchachos bañándose en la orilla del río. Lo supo enseguida, esos torsos desnudos y el bulto de la entrepierna llamaban desesperadamente su atención. Pronto comenzó a descubrir el erotismo con los frutos de la tierra: con los árboles, con las frutas y hasta con los animales. El campo alejado del mundo civilizado, era un lugar perfecto para dar rienda suelta a la experimentación erótica sin límites. “Aquella etapa entre los siete y los diez años fue para mí de un gran erotismo, de una gran voracidad sexual que, como ya dije, casi lo abarcaba todo. Abarcaba la naturaleza en general, pues también abarcaba a los árboles”, decía. Como respuesta a ese despertar sexual, se frotaba el sexo con los árboles, con sus troncos y sus frutos, comestibles o no; entre niños, con muchachos, adolescentes, con bestias de corral y de carga, con el agua, la lluvia, los ríos y con el mar mismo. Comenzaba el aletear de la mariposa de forma rápida y desaforada, como si fuera descubriendo desde su sexo todos los elementos de la tierra.
Bastardo, hijo de nadie
Reinaldo fue un hijo no deseado, bastardo, jíbaro, hijo de nadie, como él mismo se llamaba, resultado de una relación frustrada para la madre. Su universo de niño estuvo rodeado de mujeres (sus tías solteronas, su abuela materna, su madre abandonada y engañada). Nunca conoció a su padre —su único referente paterno era su abuelo antirreligioso, liberal y anticomunista—, a excepción de aquella única vez en que se aproximó a él un hombre cerca del río y le puso unas monedas en las manos. Por los insultos de su madre supo que él era su progenitor.
Era un observador innato. La tarea de subirse a los árboles y pasar casi de inadvertido por sus familiares, hacía que siempre tuviera algo que escribir. Miraba, por ejemplo, a las mujeres de su hogar, la desolación de sus tías al saberse absolutamente solas, sin la posibilidad de un amor por el resto de sus vidas; así como a su madre mientras barría el piso del portal. “Ella tenía esa cualidad de barrer tan levemente como si lo que le importase no fuese recoger la basura sino pasar la escoba. Su forma de barrer era como un símbolo; tan etérea, tan frágil, con aquella escoba que nada barría, pero que por una costumbre ancestral tenía que seguir manejando”, anotaba, y entre una cosa que mirar y otra, también contemplaba con cierto morbo los “inmensos testículos del abuelo”. “Mi abuelo tenía sus rachas de furia; entonces, dejaba de hablar y se volvía mudo, desaparecía de la casa y se iba para el monte, pasando semanas enteras durmiendo debajo de los árboles. Decía que era ateo y, a la vez, se pasaba la vida cagándose en la madre de Dios”, decía sobre él.
Vivió en esa casa de “yagua y guano” hasta cumplir los doce años, a partir de esa edad su familia se trasladó a la ciudad de Holguín, donde cursó la primera enseñanza. “Eyaculé antes de llegar a Holguín; fue una liberación, lo confieso. Al fin, había llegado un momento así, tanto tiempo esperado y a la vez rechazado por mí”, escribía. Por aquella época, Reinaldo negaba rotundamente su condición de homosexual, no quería hacerlo público, pues aún pensaba que tal vez podía “regenerarse”; pensaba que era una persona con un ‘defecto’ que tenía que suprimir para poder seguir.
La abuela que orinaba de pie y hablaba con Dios
De niño, Reinaldo no tuvo influencias literarias: fue autodidacta. Sin embargo, desde el punto de vista mágico, desde el misterio, su infancia fue el momento más literario de toda su vida. Su imaginario se centra específicamente en su relación con la naturaleza: las piedras, la arboleda, el río, la cosecha, el aguacero, la neblina, la noche, el mar. Y la magia venía de su abuela: “El centro de la casa era mi abuela, que orinaba de pie y hablaba con Dios; siempre le pedía cuentas a Dios y a la Virgen por todas las desgracias que nos acechaban o que padecíamos, las sequías, los rayos que fulminaban una palma o mataban un caballo, las vacas que se morían de algún mal contra el cual no se podía hacer nada; las borracheras de mi abuelo, que llegaba y le caía a golpes”.
Su abuela le contaba historias de “aparecidos”, hombres que caminaban con la cabeza bajo el brazo, de tesoros custodiados por muertos que incesantemente rondaban el sitio donde estaban escondidos. “Ella, desde luego, creía en las brujas, […] las brujas llegaban llorando o maldiciendo por las noches, y se posaban en el techo de la casa; algo pedían y había que darles. Algún conjuro conocía la abuela para evitar que las brujas le hiciesen demasiado daño”, apuntaba.
Reinaldo observó varias veces a su abuela abofeteando los árboles, furiosa y siempre maldiciendo. Una imagen inolvidable. Ella le había enseñado que el monte era un sitio sagrado, lleno de criaturas y animales misteriosos que no solo eran aquellos que se utilizaban para el trabajo o para comer, había algo más allá de lo que a simple vista veían los ojos. Ella le hacía creer que realmente existía un misterio. “Yo siempre tenía miedo, no a los animales salvajes ni a los peligros reales que pudiesen agredirme, sino a aquellos fantasmas que a cada rato se me aparecían: aquel viejo con el aro bajo la mata de higuillos y otras apariciones; como una vieja con un sombrero enorme y unos dientes gigantescos que avanzaba no sé de qué manera por los dos extremos, mientras yo me encontraba en el centro. También se contaba que por un lado del río salía un perro blanco y que quien lo viera, moría”, señalaba Reinaldo, conocido mundialmente por sus obras mágico-realistas, en las cuales obviamente tuvo mucho que ver la imaginación de su abuela.
Escribir antes de que anochezca
Reinaldo nació en Cuba el 16 de julio de 1943. En 1962 se graduó de contador agrícola y se fue a vivir a La Habana, donde comenzó sus estudios universitarios en 1964, primero Economía y más tarde en la Escuela de Letras y Artes de la Universidad de La Habana. Su adolescencia campesina se vio marcada por el manifiesto enfrentamiento contra la dictadura de Fulgencio Batista. Durante este gobierno, su familia sufrió la pobreza y marginación de un sistema injusto. Colaboró con la revolución cubana, hasta que, debido a la exclusión a que fue sometido, optó por la disidencia. De ahí su oposición al régimen político de Fidel Castro, lo que, sumando su homosexualidad, provocó una implacable y violenta persecución en su contra.
Adolescente aún, escribió novelas bajo la influencia de la radio, con títulos bastante sufridores y melodramáticos tales como Adiós mundo cruel y Qué dura es la vida. En 1962 participó en una convocatoria de la Biblioteca Nacional en la que buscaban narradores de cuentos. Presentó un texto escrito por él mismo y titulado Los zapatos vacíos, que no está documentado pero del que se sabe que “trataba de un niño campesino que un seis de enero, olvidado por los Tres Reyes Magos, resulta después recompensado por la madre naturaleza”. En esos años empezó a escribir caóticamente su primera novela, Celestino antes del alba (la única que se publicó en Cuba; nadie podía publicar sin la autorización de la Unión Nacional de Escritores y Artistas De Cuba: era un delito). La terminó en 1964, cuando el ambiente cultural cubano se había hecho más represivo y moralista.
Reinaldo fue un homosexual evidente y un escritor vidente. Contemporáneo y amigo de José Lezama Lima y Virgilio Piñera (sus mentores), fue encarcelado y torturado. En La Habana, y huyendo de la policía luego de un frustrado intento por salir de la isla, se escondió en el Parque Lenin. En unas cunetas llenas de grillos, cucarachas y ratones se la pasaba leyendo libros como Del Orinoco al Amazonas, La montaña mágica, El castillo y La Ilíada, que eran llevados por sus amigos. También se apresuraba en escribir los recuerdos de su vida mientras hubiera luz, antes de que anocheciera. De ahí el título de su autobiografía Antes que anochezca, libro que narra sistemáticamente su condición de homosexual, su apasionamiento por la escritura, la persecución y abusos que sufrió y su férrea posición de detractor de la política castrista.
La autobiografía, aparecida en 1992, ha sido un éxito de ventas, y su contenido conmocionó a la opinión pública por su crudeza y lirismo. Fue escrita y reescrita, debido a que todos sus manuscritos terminaban por extraviarse en alguna persecución. Antes que anochezca es considerada una de las novelas más conmovedoras, divertidas y terribles de la literatura cubana.
La estadía en el Morro
Llegó el día en que la Policía lo encontró entre los matorrales del parque e inmediatamente fue enviado al Castillo del Morro, donde permaneció 2 años. La estadía en el Morro fue un auténtico infierno: convivir con asesinos y violadores, rodeado de malos olores, violencia entre los prisioneros y los guardias, violaciones, enfermedades virales, pésima alimentación, la humedad insoportable, además las torturas posteriores. Reinaldo tuvo que soportar el encierro en una celda de castigo que no tenía más de un metro de alto durante una semana, era así como lo torturaban y lo preparaban para los interrogatorios. Llegó a esa cárcel con la fama de ser un agente de la CIA, de haber violado a una anciana y de haber abusado sexualmente de dos menores de edad. Todo aquello era mentira.
Para sacarlo de aquella celda querían una confesión en la que Arenas dijera que era un contrarrevolucionario, que se arrepentía de su debilidad ideológica al escribir y publicar sus libros y que la Revolución había sido justa con él. No quería retractarse, pero tras padecer tres meses de tortura, firmó la confesión renegando de su propia vida: de su condición de homosexual, de haberse convertido en contrarrevolucionario, de sus libros “malditos” que nunca volvería a escribir. “Lo peor era seguir existiendo por encima de todo, después de haberme traicionado a mí mismo”, habría dicho. Después de aquella confesión, Reinaldo había perdido su dignidad y su rebeldía. En 1980, huyó de Cuba a bordo del Mariel Harbor hacia Estados Unidos junto a disidentes, criminales y deficientes mentales, a los que el régimen facilitaba su huida a modo de “depuración de lacras sociales”.
Una revolución sexual
Para Reinaldo, la presión que había en aquella época en Cuba, estimuló a todo mundo a desatar frenéticamente su sexualidad. En la autobiografía describe una conversación con un compañero, donde afirma que tuvieron sexo con “todo un regimiento”. “Realizamos un inventario de los hombres con los que habíamos dormido hasta ahora, esto fue por 1968. Llegué a la conclusión, después de complicados cálculos matemáticos, que he tenido sexo con cinco mil hombres aproximadamente”. Ellos no fueron “los únicos que se dejaron llevar por este tipo de furia erótica: todo el mundo lo hizo: los reclutas (de las Fuerzas Armadas) quienes pasaban meses de abstinencia, y toda la población”. “Creo —escribió Arenas— que la revolución sexual en realidad fue el resultado de la represión sexual existente”.
En el hotel Monserrate, antiguo cuchitril de putas en cuyo segundo piso logró tener su mínimo espacio privado en La Habana, en el cuartucho de una de sus tías donde vivió por quince años, en su departamento de Miami, o en el de ventanas deterioradas de Nueva York, yace un hombre de origen campesino, junto a su vieja máquina de hierro Remington. Esta vez soldada a una mesa de metal para evitar que se la roben, para él representaba un instrumento valioso, como si él fuera un “pianista” inspirado en el ritmo de aquellas teclas. En 1987, con 42 años y después de enterarse de que estaba contagiado de sida, decidió que no iba a morir sin antes terminar de escribir la historia de su vida: “Ahora la noche avanzaba nuevamente en forma más eminente. Era la noche de la muerte. Ahora sí tenía que terminar mi autobiografía antes de que anocheciera. Lo tomé como un reto”, anotaba Arenas.
Debilitado por la enfermedad y ya casi sin ponerse en pie, Reinaldo ya no podía escribir: dictaba todo en una grabadora. Ese era el fin, “no poder seguir trabajando” era la señal que estaba esperando para, por su propia mano, morir. Y aunque ya otras veces había intentado el suicidio sin éxito alguno (con los vidrios de una botella de ron cortándose las venas; ingiriendo un puñado de pastillas alucinógenas; una noche también rompió su uniforme de preso e hizo con las tiras una especie de soga y se colgó de la baranda de hierro de la cama, estuvo colgado inconsciente cuatro o cinco horas, pero no murió), desde la noche del 7 de diciembre de 1990, ya no habrían más aleteos.
Tres meses antes de su muerte, puso punto final a su autobiografía. Se preparó un coctel de alcohol mezclado con múltiples pastillas. Y se lo bebió.
Nota
*Todas las referencias y detalles personales de la vida del autor aquí señaladas fueron tomadas de su autobiografía Antes que anochezca.