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El mejor pecado del mundo I

Agradecimiento

Antes de nada y en nombre de todos quienes somos tus feligreses, muchas gracias por ser eterna. Por haber dejado este mundo a la hora precisa. Por haber dejado este mundo a la hora precisa y sin ayuda de nadie, mucho menos de Dios. Por haber dejado este mundo a la hora precisa y con tus propias manos de seda y sin romper ningún vaso ni manchar la sábana sobre tu cuerpo hecho de luz. Por estar cada día más intacta, como si nada menos que la muerte te hubiera propinado lo mejor de tu vida.

Barbis

Imagínate lo que hubiese sido tu futuro, si tu presente ya era una escalinata de mármol entrando en aguas empozadas. Imagínate lo que hubieses encontrado de ti a estas horas que en los jardines crecen dagas, los espejos son de gelatina y la gente camina de sesgo. Vos, devorada por la Hidra de Lerna. Vos, triturada por el tiempo que vuelve broza y carcasa a la hermosura.

Te cuento que la portentosa Anita Erkberg de la Dolcevita, es una nonagenaria que anda merodeando la Armada de la Salud. El pecado con rabo de la BB, actualmente es una momia militante hasta las lágrimas por las especies en extinción, salvo la humana.

Casi todas las divas del celuloide han terminado de esperpentos y no por la vejez a secas sino por el terror de que las zarpas del tiempo conviertan su belleza en guiñapo. Divas que terminaron locas intentando perpetuar su glamorosa juventud hasta más allá de la muerte. Míralas, vos, que estás en ese Gran Mirador de la Nada. Pelucas plateadas sobre la calavera/ Pieles casi vivas color caramelo/ Lluvia de diamantes de costo superior al PIB de Zambia/ Dentaduras de marfil auténtico/ Tetas de silicona de diverso tono y calibre según la ocasión/ Estiramiento facial cada semestre, a menos que cometan el error de reír a carcajadas, imprudencia que revienta comisuras, pómulos, lifting de cejas. Mira esa legión de Barbis temblorosas, con la copa de champán entre las enjoyadas falanges, izadas en sus esqueletos de polvo, sostenidas por gígolos que nada más esperan su última muerte para volverse gallinazos.

Cachorra en cautiverio

Hay una anécdota manida por cronista, biógrafos, escritores, sobre Isak Dinesen, la gran escritora danesa, que en 1959, es invitada por algunas universidades norteamericanas. ¿Qué quisiera conocer de Estados Unidos?, le pregunta uno de los anfitriones. Marilyn Monroe, responde ella. Carson Mc Cullers, la autora de El corazón es un cazador solitario y amiga de Marilyn, organiza una cena para que la conozca. Entre ostras y champán, un selecto manojo de escritores y artistas tienen el privilegio de ver bailar descalzas sobre la mesa, al manojo de huesecillos que era la casi octogenaria Dinesen y, toda entera, la portentosa Marilyn. Días después, la escritora diría de la diva : “No es que sea hermosa, que lo es de una manera casi imposible, sino que irradia a la vez una vitalidad sin límites y una increíble inocencia. Me recordó a un cachorro de león extraviado. No me quedaría nunca con ella”.

Queriendo decir una cosa, la Dinesen dijo otra, que fue el meollo de tu realidad: en un mundo estridente, frívolo, troglodita, tu vitalidad y tu inocencia, refulgían demasiado, embriagaban, turbaban, no tenían cabida.

Eras un ser de otro planeta y eso se paga caro. Se paga en soledad contante y sonante. A más gloria y halagos, más sola. Más cachorra crecida en cautiverio y perdida en la Jungla de cemento, título de uno los filmes que edificaron tu gloria.            

Repudiabas los reflectores. Huías de los festejos y ceremonias y en su lugar asistías a cursos universitarios de Historia del Arte y Literatura. Integraste asociaciones benéficas. Plegaste a la lucha contra el macarthismo. Adoptaste la religión judía que en ese entonces era un gesto de militancia a favor de los oprimidos. Incluso creaste, Marilyn Monroe Productions, un estudio para producir cine menos banal que el de distracción. Te refugiaste en la lectura, como lo muestra tu biblioteca colmada de obras de los mejores escritores: Proust, Joyce, Camus, Kafka, Dostoyevski, Rikle, Chéjov, Eliot, entre tantos otros. Pero nada de ello bastó y un día la muñeca del cine empezó a fisurarse. Intentó repararse con ayuda del psicoanálisis, los antidepresivos, la bebida, el enclaustramiento, la hospitalización siquiátrica que le resultó un infierno.

The end

Una de las últimas escenas borrascosas digna de recordarla, ocurrió en el Madison Square Garden. Como decir las torres del World Trade Center. Marilyn atraviesa el gigantesco escenario como un ángel bajando del cielo. Bucles plateados, visón color perla, traje color carne sobre su desnudez. Los aplausos le resultan hocicos de pirañas en torno de su barcarola solar en la que ha empezado su viaje sin vuelta. Llega al pódium de los micrófonos. Suelta el visón. Las luces, como una red, atrapan su cuerpo. Su boca es una herida fresca que se abre y por ella fluye el voluptuoso susurro-canto. Happy-birthday. Nadie se mueve. Nadie quiere despertar de ese sueño unánime. Nadie sabe que Marilyn canta como si se fuera desnudando porque está despidiéndose, no del mundo ni de nadie, sino de ella, la Marylin, por quien siempre tuvo pena y no pocas veces repudio. Eso que ven y que tiene todo de un milagro es su adiós. La sensualidad íntima, casi orgásmica de su canto en cada oído de los presentes y los ausentes, es una travesura funeraria. Un adiós cáustico. Un gesto de autodéerisión ante la oscuridad del espejo. El cántico de la muerta más bella del mundo.

Dos meses más tarde, se rueda la escena final, la única cristalina, technicolor, cinemascope: en ella se ve una cama ancha, el teléfono descolgado, el frasquito vacío de Nembutal, la almohada como un niño entre tus brazos, los pliegues de la sábana sedosa dibujando tu cuerpo desnudo que vienes de entregarlo incluida el alma a tu soñado amort, como lo gritas secretamente en uno de tus poemas: “Socorro, socorro, socorro/ Siento que la vida se me acerca/ cuando lo único que quiero es morir”.

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