Publicidad

Ecuador, 23 de Junio de 2025
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
+593 98 777 7778
El Telégrafo
Ecuado TV
Pública FM
Ecuado TV
Pública FM

Publicidad

Comparte

Palabra

El dragón del silencio: escribir no se trata solo del lenguaje

-

Nada es redondo en el mundo de Kafka. Ni siquiera el escarabajo o el amor o la tuberculosis, que en el pasado solía ser algo así como un destierro. En Kafka, todo empieza, se prolonga, se imbrica y nunca culmina. Salvo en el ámbito de lo no-dicho, como si su escritura fuese una asombrosa manera de perfilar el silencio, que es en donde realmente están las claves de su mundo. Y del nuestro, por supuesto, ya que el efecto Kafka -la extrañeza, la inminencia, el vacío- ocurre en nosotros más que en el mismo texto. Cuando alude a las sirenas diciendo que su peligro no proviene de su canto sino de su silencio, es en nosotros, incluido en Ulises, donde se suscita el horror. En sus diarios, podemos fisgonear de manera privilegiada su portentosa enfermedad de la escritura que busca romper el cristal del lenguaje y su banal uso anecdótico, para lanzarse con los ojos abiertos en las oscuras entrañas del absurdo. Hay noches en que su escritura, como un animal muerto de hambre va devorando la realidad cotidiana, a veces, hasta desbordarse y continuar fuera del diario, ya convertido en cuentos, en relatos, en novelas inconclusas o concluidas, que en su caso viene a ser casi lo mismo. Algo de ello, por ejemplo, ocurrió el 2 de agosto de 1914, cuando anotó en su diario nada más que una doble frase, la misma que se ha hecho famosa, al menos en los recintos donde Kafka anda cada día más saludable: “Esta mañana Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación”. El drástico contraste entre la historia y su historia privada, ha suscitado lecturas y comentarios disímiles que van desde el pedestre reproche por su aparente indiferencia ante el descomunal acontecimiento, hasta el sustentado respeto al desarraigo que el escritor merece y tiene, con respecto a la realidad. Igual, podría decirse que la copulación entre estas dos frases profundamente antagónicas -un balazo poético, un microcuento de humor negrísimo- provienen más del desasosiego y constituyen una ironía, un bras d’honneur, ante la ignominia de la guerra. Me parece interesante esta alternativa, sobre todo porque se emparenta con otra lectura: en ella, la kafkiana doble frase no es sino una ranura por la que, si acercamos el ojo, podemos atisbar en los linderos del silencio, la devastadora obra del poder y del absurdo. Kafka sabe de la fatalidad inherente a la literatura.

2


El escritor es un samurái que se prepara cada día para la lucha contra el dragón, a sabiendas de que perderá el combate, nos dice Roberto Bolaño, consciente de la fatalidad inherente a la escritura: el lenguaje no basta para expresar el mundo, ante lo cual este arremete, devora, se devora por su propia boca, se reinventa, se calla. Y todo por tatuar en palabras lo que el silencio pronuncia en su mudez, lenguaje consumado en la inocencia, el olvido, la muerte. Sin duda alguna, la gran literatura proviene de una escritura gestada en esa imposibilidad y es de ese combate salvaje, que proviene la biblioteca universal. Maestros que asumieron la escritura acosados por el tormentoso silencio en el que habita la diafanidad del mundo. Y limitados por ese otro silencio, mejor dicho, el cacofónico ruido que surte de las palabras ya vaciadas de la fuerza y de la magia inicial. Las palabras que por sí solas “son demasiado burdas, y, además, están demasiado ajetreadas”, como se queja Susan Sontag.

3


Pero ¿cómo se puede escribir el silencio sin enmudecer las palabras? ¿Cómo usar el lenguaje para no-decir o para decir su ausencia? Aquello también se pregunta Truman Capote cuando, en mejores palabras obviamente, nos cuenta que en un principio, creyó que ser escritor era redactar dignamente; después, que se trataba de escribir superlativamente bien, y mucho más tarde supo que escribir era otra cosa. Con su afirmación, de fin vaporoso, Capote está aludiendo al punto clave en el proceso de escritura: que no se trata solamente de lenguaje, sino de algo que está más allá de sus fronteras. Entrechocar las palabras como piedras hasta que salgan chispas, destinarlas a fines menos pírricos que ser vehículos transportadores de anécdotas, conminarlas a penetrar en capas geológicas escondidas donde se palpen las tinieblas, la memoria y los sueños de seres que terminaron pulverizados por el tiempo. O, como Chèjov, o Dovstoyevski, o Salinger, o Carver, o Catarescu, o Bolaño, asumen la escritura como un riesgo absoluto: enfrentar al dragón. Perfilar lo no-dicho y lo indecible. Cometer lo que José Emilio Pacheco nos explica en un poema llano y bello:

Escribo y eso es todo. Escribo: doy la mitad del poema.
Poesía no es signos negros en la página blanca.
Llamo poesía a ese lugar del encuentro
con la experiencia ajena. El lector, la lectora
harán, o no, el poema que tan sólo he esbozado.

4


Y, hablando del lenguaje perfecto del silencio, nada viene al caso de manera más adecuada que el legendario relato de Herman Melville, Bartleby el escribiente, a todas luces precursor del mundo kafkiano. No cabe duda de que este prodigioso texto, escrito en la mitad del siglo XVIII, proviene del combate escritural que el autor de la gran novela Moby Dick desplegó a lo largo de su vida. Incluso hay evidencias en su biografía de que en esa época Melville soportaba, además de precariedad económica, una aguda crisis creativa. Es en ese estado que su pluma, de un tirón, gestó este relato que ha suscitado cuantiosos ensayos, estudios, simposios, e incluso nuevas obras literarias, por ejemplo, Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas.


Bartleby, es un esmirriado escribiente, integrante de un equipo de copistas que metaforiza una máquina humana de escritura -en vísperas de la máquina de escribir. Cierta vez, su jefe lo requiere para la transcripción de un documento, como era lo habitual, pero Bartleby, sin violencia y sin titubeo, suelta una parca e inusitada frase: Preferiría no hacerlo. Así, sola, descontextualizada, carece de agallas, ya que ni siquiera llega a ser una negación frontal, sin embargo, a partir de ella, asistimos desconcertados al desmoronamiento lento y global de la estructura, como si a causa de la frase y la actitud de Bartleby, la máquina sufriese un desperfecto progresivo que culmina en el atascamiento definitivo, en el desastre. Ninguna bomba devastaría con tanta minuciosidad y hasta ritmo, como esta frase que tiene de implosión y de iluminación súbita, respecto a la absoluta falta de sentido de la vida: lo inútil de transcribir y escribir y, más tarde, de comer y de existir, provocando, aparte de su ruptura personal con el mundo y su consecuente caída, la erosión existencial y moral del poder. Ante la estruendosa realidad, el “preferiría no hacerlo” es la proclama del silencio definitivo. Un silencio que no significa derrota, sino más bien una implosión, un actuar del no-actuar, una fuerza quieta, derivada de su conciencia total del vacío. Muchas lecturas ha suscitado este prodigioso relato, y, entre ellas, aquella que alude a la dignidad del silencio, pues, como lo propone Gilles Deleuze, “Bartleby como escriba que ha dejado de escribir es la figura extrema de la nada, de la que procede toda creación y, al mismo tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y absoluta”.

 

Publicidad Externa

Ecuador TV

En vivo

El Telégrafo

Noticias relacionadas

Pública FM

Social media