El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025

Donato d’Angelo Bramante puso el 18 de abril de 1506 la primera piedra de la reconstrucción de la Basílica del Vaticano. Pero sus planos no se siguieron porque murió, tras colocar solo cuatro pilares principales de la cúpula, 8 años después, entre quejas por la demolición de la antigua iglesia. La Basílica fue terminada un siglo después, en 1616, cuando otros ilustres artistas (Rafael, Miguel Ángel, Bernini) ya habían intervenido en el proyecto. Una de las grandes cosas de Roma es que uno puede sentarse horas en Il Chiostro del Bramante, obra que sí logró construir, clásico ejemplo de arquitectura del Renacimiento, con un café de dos euros, a conversar sobre la existencia de la conciencia, mientras alrededor, en las salas, se expone una muestra temporal de Tissot.

Sentado frente a mí, Juan José Sanguineti pasa con toda naturalidad de la filosofía a la física y de la física a la neuropsicología. Cuenta que el libro de más de cuatrocientas páginas que escribió sobre el origen del universo, hace 20 años, en realidad está casi al día. Que le faltarían algunas páginas sobre las supernovas que han hecho a los expertos inclinarse hacia la opinión de que el último destino del cosmos no será una implosión final, y algún capítulo sobre ese 4% de universo que vemos con radiotelescopio ya que todo lo demás sería materia y energía oscura. También dice que hay libros que, cuando los terminas, eres otra persona, como las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, la obra de Husserl Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental o el comentario de Tomás de Aquino a la Metafísica de Aristóteles. Lo hace casi sin mover las manos, ambas quietas sobre la mesa, frente al caffè espresso que se enfría. No son buenas noticias para el fotógrafo que espera algo de luz en movimiento. Compensa el lenguaje no verbal con sus gestos faciales que se asemejan a los que tenía mi hermano cuando descubría los regalos escondidos de Navidad. Los temas no son sencillos porque no es sencillo hablar de cómo se compaginan nuestras acciones libres con un movimiento observable en el cerebro. O porque tampoco es sencillo, al ver las transmisiones neuronales cuando aprendemos un nuevo idioma, saber qué fue primero: las conexiones físicas o la instalación del nuevo conocimiento. Por eso saldrán palabras como conciencia, áreas del cerebro, yo, actos mentales, Popper, Descartes, inteligencia artificial, Aristóteles, lenguaje, espiritualidad, etc. Por otra parte, el cine no ha sido ajeno a todos estos temas. La lista de historias podría ser larga y discutida: Matrix, Blade Runner, Transcendence, Yo, robot, Moon, etc. Sanguineti dice haber disfrutado especialmente 2001: Odisea en el espacio, mítica obra de Kubrick que, según el crítico Roger Ebert, nos dice que nos convertimos en seres humanos cuando aprendimos a pensar.

UNO: La conciencia y True Detective

En una serie como True Detective (2014) —la mejor que se ha hecho, según algunos— en la que se investiga un crimen que mezcla ritos evangélico-satánicos, asesinato en serie y prostitución, las escenas más memorables suceden en los asientos delanteros de un auto que atraviesa el sur estadounidense. Por algo el escritor Ricardo Menéndez Salmón (último Premio Biblioteca Breve) dijo que la serie es “inolvidable como competición filosófica y prescindible como obra de misterio”: las escenas inolvidables suceden cuando dos detectives, con el nudo de la corbata suelto, conversan en un auto cruzando Luisiana. Uno sería, con palabras de Kierkegaard, un cristiano mediocre, un infiel padre de familia acomodado en sus rutinas. El otro (el que nos interesa) sería, con palabras de Nietzsche, un nihilista negativo, un tipo que sabe que nada tiene sentido, cuya victoria es trabajar cuatro noches a la semana y beber las demás.

Este último es el mítico Rust Cohle, interpretado por el —solo ahora— mítico Matthew McConaughey. Ambos llevan tres meses trabajando juntos pero el que va al volante no ha logrado que su pensativo copiloto hile dos frases seguidas. Le acaba de responder que no es cristiano. Le pregunta entonces en qué piensa. McConaughey se mordisquea un poco la uña del dedo gordo mientras ve por la ventana, no sabemos si a su reflejo, o a las casas abandonadas, o a ninguna de las anteriores, y empieza: “Creo que la conciencia humana fue un trágico paso en falso de la evolución. Nos volvimos demasiado conscientes de nosotros mismos. La naturaleza creó un aspecto separado de ella. Somos criaturas que no deberíamos existir de acuerdo a la ley natural. Somos cosas —sigue diciendo Rust en su tratado biometafísico— que funcionan bajo la ilusión de tener un ser propio, bajo una acumulación de experiencias sensoriales y sentimientos, programada para asegurarnos que somos alguien, cuando en realidad nadie es nadie”. Y termina explicando —como quien sigue la regla de tres— que, en este contrato injusto que es la vida, lo más noble sería la autodestrucción.

DOS: La conciencia y Dennett

En una TED Talk, Daniel Dennett, uno de los cuatro pensadores a quienes se ha identificado como los “jinetes del nuevo ateísmo” —junto a Hitchens, Dawkins y Harris—, proyectó una portada de The New Yorker, el dibujo que más le gusta sobre la conciencia. En la esquina inferior derecha está un tipo que mira una pintura cubista de Braque situada (frente suyo) en la esquina inferior izquierda. En todo el espacio que queda de la cubierta está una gran nube tipo cómic que trata de recoger lo que va pasando por su cabeza: “Braque, baroque, barrack, barke, poodle, Suzanne… and then no one can stop him”. Risas del público.... Braque, barroco, barraca, ladrar, poodle, Susana... y sigue y sigue hasta llenar una página de dibujos, colores, y todas las conexiones conscientes e inconscientes que nuestra mente realiza. Lo que a Dennett más le gusta es que el dibujo del hombre está hecho a base de muchos puntos negros, lo que sirve para explicar que tú eres aproximadamente 100 trillones de robotcitos celulares, que ninguna de esas células es consciente, ni sabe quién eres, ni le importa. Porque eso —dice— es justo lo que hay que explicar: cómo cientos de millones de pequeñas células robóticas inconscientes, cada una de ellas parecidas a una bacteria, dan como resultado esa portada: color, ideas, recuerdos, historia.

TRES: La conciencia y Her

Hace un par de años escribí en estas mismas páginas un texto titulado ‘Una antropología desde la vulnerabilidad’, en el que sacaba a flote algunos temas a partir de Her (2013). Allí el norteamericano Spike Jonze, guionista y director, nos ponía frente a Theodore, un hombre absolutamente frágil, tanto que solo puede relacionarse con no-humanos. Un solitario a quien se le entrega un software autodestructivo, un sistema operativo que funciona intuitivamente, basado en el ADN de muchas personas, capaz de aprender de sus experiencias. Se trata del mayor avance de inteligencia artificial plasmado en un programa autoconsciente que llega incluso a generar un nivel de sensibilidad inexplicable —ya que no tiene cuerpo— pero aterrador. Jonze le entrega a su personaje principal una compañía ficticia, tecnológica, digital, binaria, pero compañía al fin. Theodore lógicamente se enamora de Samantha, el nombre que el IOS (intelligent operating system) había escogido para sí mismo, en el caso de que exista un “sí mismo”. Aquí —al igual que en la portada de Dennett— también parece que se generan colores, ideas, recuerdos e historia. En determinado momento el mismo algoritmo informático se llega a preguntar por la realidad de su existencia. ¿Acaso no son dolorosamente reales los sentimientos que genera en Theodore? Por algo el famoso matemático Alan Turing dijo que el camino a seguir de la inteligencia artificial debe simular la mente de un niño para después someterla a educación.

CUATRO: La conciencia y Sanguineti

El año pasado la periodista Barbara Carfagna realizó el documental Super Cervello para la cadena Rai en Italia, sobre la relación entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial en muchos ámbitos: jurídico, económico, político, médico. Entrevistó al descubridor de las neuronas espejo, Giacomo Rizzolatti, o al fundador de la Sociedad de Neuroética, Pietro Pietrini. También aparecía Paolo de Gasperis, divulgador científico, mostrando un pequeño carrito que puede mover con la mente a través de un chip que mide los grados de concentración del cerebro, o Neil Harbisson, el famoso cíborg que modificó su cerebro (ahora conectado las veinticuatro horas a Internet) para crear un nuevo sentido que transforma las ondas de los colores en sonidos. Paseando en Piazza Navona, Carfagna también entrevistó a Juan José Sanguineti, sacerdote católico argentino, profesor de Filosofía de la mente en la Università della Santa Croce, sobre las manifestaciones cerebrales de la actividad espiritual. Mientras conversamos, a pocos metros de allí, todavía trata de distanciarse de las posturas extremas que consideran al hombre o puro funcionamiento neuronal, o pura manifestación de comportamientos, o pura organización de información.

Daniel Dennett, en un TED Talk, dice que no nos gusta conocer los “trucos” de nuestra conciencia de la misma manera en que no nos gusta conocer los trucos de magia. Pero que, al final, son trucos sencillos que ignoramos por preferencia.

A mí sí me gusta conocer los trucos de magia y también los llamados trucos de la conciencia o del cerebro. Cuando se habla de estos fenómenos, normalmente se alude a aspectos de la percepción que no notamos por falta de atención. O a fenómenos que nos engañan, como sucede con las ilusiones ópticas, con las ilusiones perceptivas en general. O de modo más drástico en las alucinaciones. Como consecuencia de estos trucos, por ejemplo, podemos sentir la presencia de un miembro amputado del cuerpo, el llamado fenómeno del miembro fantasma. O creer que somos la causa de lo que quizá es solo una concomitancia, por ejemplo, si al tocar un objeto se da la coincidencia de que suena una melodía. Esto no significa que nuestra conciencia sea puramente constructiva o que nos engañe continuamente. Si veo a mi madre que me habla, es realmente mi madre y no me engaño. Pero la percepción es compleja y por eso hay casos de engaños, ilusiones, inadvertencias, cosa que de alguna manera entra en el viejo tema de los errores de los sentidos. Si ignoramos esos trucos es precisamente porque son trucos naturales.

Pero me parece que Dennett se refiere a que lo que explicaría nuestra conciencia son trucos y solo trucos. Dice que preferimos no verlos, quedarnos con la ilusión de que ahí hay algo más. Como le pasa a un niño cuando ve magia.

Es cierto que esa es su posición radical. Se trata de una de-construcción del yo, el cual surgiría como un constructo y nos haría creer en la ilusión de la existencia de una entidad interior que llamamos yo, cuando en realidad no habría más que un acoplamiento de elementos sensoriales según ciertos dinamismos. Esta posición, como otras parecidas, se autorrefuta. Porque él, Dennett, conoce perfectamente su opinión, y la expresa, y a la vez está diciendo que mi opinión es una ilusión inexistente, un truco lingüístico. Esto es como cortar la rama del árbol en la que uno está sentado. Como toda tesis reductiva, se apoya en algún aspecto verdadero. A veces, basándonos en recuerdos fragmentarios o que, sin darnos mucha cuenta, alteramos, podemos dar una versión embellecida o manipulada de nuestros actos pasados, en función de ciertos intereses del momento. Algunos enfermos mentales hacen confabulaciones de sus sensaciones, como los que atribuyen a otra persona la pierna propia paralizada y que no sienten, aunque la ven. Pero no podemos generalizar. No podemos pasar de autoengaños particulares a afirmar que, sin más, nuestro yo y nuestra conciencia es todo un engaño. Si es así, pierde sentido el lenguaje, la ciencia y la misma existencia humana.

En el prefacio que escriben juntos Karl Popper (filósofo) y John Eccles (biólogo premio Nobel) en el libro El yo y su cerebro dicen que es improbable que en el futuro se llegue a conocer la unión entre procesos cerebrales y actos mentales.

Esta afirmación me parece un tanto vaga porque el tema de la unión entre los procesos cerebrales y los actos mentales es filosófico. Por tanto, no está sujeto a descubrimientos fácticos que se refieren solo a objetos empíricos. Tendríamos que definir, primero, desde nuestra experiencia, qué son los procesos físicos y qué son los procesos mentales. Luego, establecer sus relaciones. Esto exige una reflexión conceptual y filosófica. Seguramente lo que quieren decir ellos es que, sea como sea, la conexión precisa entre, por ejemplo, un acto de libertad y su base cerebral, es misteriosa, porque siempre persiste un gap entre esos dos tipos de fenómenos. Y que esa distancia, con su carácter enigmático, nunca será completamente aclarada. En este punto estoy de acuerdo.

La glándula pineal era, según Descartes, la parte del cerebro donde se daba la unidad mente-cuerpo. Allí, según el filósofo francés, nuestra parte pensante mueve a nuestra parte material. Hoy se sabe que no es así. En una clase usted afirmó que “un poco demagógicamente se puede decir que el lenguaje es la verdadera glándula pineal”. ¿Cuánto hay allí de cierto y cuánto de demagogia?

Quise advertir por anticipado que esa frase era algo demagógica porque no corresponde de verdad al problema de Descartes. El problema que me planteaba era en realidad el del área cerebral concreta donde se produce el encuentro interactivo entre nuestros actos psíquicos interiores con su base neural exterior. Esas áreas existen. Y, claramente, no son nuestros dedos o nuestros brazos, sino ciertos sectores del cerebro que están relacionados con actos y estados como las emociones, las decisiones, los recuerdos. Al poner en el lenguaje el elemento mediador más significativo entre lo neural y lo psíquico, pretendía llamar la atención sobre el hecho de que normalmente la mediación entre lo físico y lo psíquico se produce con el recurso a los signos y sus significados. Ellos contienen esas dos dimensiones unidas, recordando, por supuesto, que existen áreas cerebrales lingüísticas. Basta oír una frase para entender algo. Y muchas veces basta oír una frase para que se suscite en nosotros una emoción, un estado de ánimo. Aquí está la mediación entre el espíritu y la materialidad.

Si comprendí bien su libro, llegó a conectar a la inteligencia con la sensibilidad alta, y a localizar esta última en los lóbulos prefrontales del cerebro. ¿Cómo se dan estos dos vínculos? ¿Significa que ya tenemos localizada al menos la zona en donde surgen nuestros actos libres?

Bueno, antes aludí al carácter mediador del lenguaje, situado neuralmente en las áreas lingüísticas, en el hemisferio izquierdo, las áreas de Broca y Wernicke. El lenguaje es un aspecto de la sensibilidad alta, la más elaborada, la más compleja, también la más inmaterial. A tal sensibilidad corresponde también la imaginación, la memoria, las emociones más complejas y los sentimientos; la capacidad de razonar y hacer planificaciones prácticas, motoras, concretas, como cuando uno decide cruzar una calle y la cruza. También un perro decide así, pero sin abstracción ni conocimientos universales. Todo esto quiere decir que la localización cerebral de nuestra inteligencia y de nuestra libertad está distribuida en varios sectores corticales y subcorticales de nuestro cerebro, dentro de los cuales los lóbulos prefrontales son muy importantes. Esa distribución no es estática, pues supone una serie de circuitos que están en una continua actividad, y que se activan más específicamente cuando estamos involucrados en tareas cognitivas, en problemas, en dudas, en proyectos de acción. Insisto sobre el concepto de distribución: no existe un sitio concreto donde nuestras ideas, nuestra conciencia, etc., estén asentadas cerebralmente: el asentamiento es real, pero es complejo.

Una parte importante de su tesis sobre la unión mente-cuerpo tiene que ver con la trascendencia de la mente sobre la materia. Aristóteles dijo hace mucho tiempo que “el hombre es, de cierta manera, todas las cosas”. ¿Qué quiere decir esto?

Esa frase de Aristóteles se basa, según su teoría del conocimiento, en que la comprensión intelectual de una cosa supone un hacerse cargo de su esencia en un modo inmaterial o intencional. Es como, entre comillas, ser esa cosa y no otra. Pero sin identificarse con ella materialmente, es decir, manteniendo la distinción ontológica entre el que conoce una cosa y la cosa conocida. Resulta que la inteligencia puede abarcar así no solo cosas particulares sino cualquier realidad, todo el universo, e incluso indefinidos posibles universos, aunque no existan. Así se entiende que Aristóteles dijera que nuestra alma intelectual, en cierto modo, sea todo. Es como si nuestro intelecto personal tuviera la capacidad trascendental de hacerse cargo nada menos que del ser de todo, en atención a su inteligibilidad, que es, clásicamente, un trascendental del ser, o llamado también verdad ontológica.

Le devuelvo una pregunta que usted mismo formuló, tal vez con otras palabras, de manera retórica: ¿Nuestro cerebro genera las nuevas ideas o son estas las que crean conexiones neuronales?

Nuestro cerebro, en la medida en que está ya sensibilizado por experiencias, imágenes, esquemas, recuerdos, hábitos, suscita nuevas ideas, las posibilita, pero no las crea propiamente. El surgimiento de una nueva idea, por ejemplo el captar con la intuición una nueva relación, es obra de nuestra luz intelectual, nunca garantizada, pero esa luz no ilumina sin una base de experiencia, que está relacionada con el funcionamiento correcto y ágil del cerebro. A su vez, cuando nos ponemos a pensar algo, por ejemplo a hacer razonamientos, es claro que desde arriba estamos promoviendo de modo natural e inconsciente una serie de innumerables conexiones cerebrales.

Mario Beauregard ha publicado estudios sobre neurociencia y espiritualidad. Son famosas sus investigaciones con grupos de monjas carmelitas. ¿Qué aportes ha habido en este campo?

Te recomiendo un libro muy bonito de Amadeo Muntané y otros autores, El cerebro. Lo neurológico y lo trascendental. Su tema es la neuroteología, es decir, los estudios de las bases neurales de las experiencias y actos religiosos, como la oración, la contemplación o incluso los fenómenos místicos. Es un campo abierto del que pueden esperarse observaciones que nos ayuden a comprender mejor las bases neurales de esa dimensión de la conciencia humana, e incluso a discriminar mejor lo que es una auténtica experiencia religiosa de lo que puede ser una alucinación o una ilusión. Como siempre, hay que evitar el peligro de los reduccionismos. La perspectiva neurológica es parcial, no absoluta, y no cabe esperar que ella resuelva los problemas religiosos de fondo. Algo semejante se podría decir respecto a experiencias empáticas, sociales, estéticas, metafísicas, por no hablar del campo de las creencias y de los conocimientos racionales característicos de la filosofía y de las ciencias.

Ahora parece que los debates están en las explicaciones de la relación mente-cuerpo desde la física cuántica. Por ejemplo estudios de Roger Penrose. ¿Se puede explicar esto en pocas palabras?

No he seguido con especial atención este campo. En pocas palabras, creo que se intenta averiguar cómo los eventos físicos descritos a nivel de física cuántica gozan de un indeterminismo tal que favorece la intervención de factores psíquicos intencionales, sobre todo cuando son actos libres. Como en otros temas semejantes, me parece que si se intenta poner en relación directa a la conciencia y la libertad con los fenómenos cuánticos, en su incidencia en el cerebro, se corre el peligro del dualismo extremo tipo cartesiano que citaste antes. En cambio, si la visión física de la teoría cuántica es interpretada por una correcta filosofía de la naturaleza y de la vida, entonces me parece que ese riesgo se evita, y que así podemos resolver más adecuadamente el problema mente-cuerpo que preocupa a los estudiosos.

Usted ha escrito también un libro sobre el origen del universo. ¿Por qué en estos dos temas —el origen de la materia y el origen de la conciencia— siempre terminan entrando elementos religiosos?

Más que religiosos, diría teológicos. El tema del universo, en su último origen, es muy adecuado para ponerse las preguntas fundamentales de la filosofía. ¿Es la naturaleza física perfectamente autónoma y la causa de todo? ¿Exige la naturaleza física un principio trascendente y no físico, sino espiritual, que en último término la explique? Si estudiamos cosas particulares, como una serie de galaxias, o los agujeros negros, o las ondas gravitacionales hace poco descubiertas, las preguntas fundamentales no se ponen de modo directo. Si hablamos del universo, entendido como la totalidad interconectada de las cosas existentes, entonces las preguntas fundamentales son inevitables. Respecto al tema de la conciencia, diría algo parecido, siempre que relacionemos a la conciencia con la persona humana, es decir, con la antropología. Si estudiamos la conciencia de un modo solo neuropsicológico —por ejemplo, sus estados, sus perturbaciones— la cuestión de la relación del hombre con Dios no se pone de modo directo. Si, en cambio, nos fijamos en la persona humana completa, con su dimensión autoconsciente y, por tanto, con su libertad existencial, entonces la cuestión de Dios aparece como un problema antropológico, así como, al considerar el universo, el tema de Dios se pone como una cuestión cosmológica de fondo.

Pensando en el título de esta entrevista, unas últimas dos preguntas: ¿Es el cerebro el que nos hace libres? ¿De dónde sale nuestra conciencia?

No diría que el cerebro nos hace libres pero sí es la base biológica de nuestra libertad encarnada. Sobre la conciencia hay que decir que tiene muchos significados. Primero, en su nivel intelectivo alto, es la dimensión misma de la inteligencia como algo constitutivo de la persona. Podría decirse que “no nace de nada”, pues pertenece a lo que somos en su sentido más profundo. Segundo, la conciencia en su nivel sensitivo, en cambio, en mi opinión es un fenómeno “emergente”, que puede “aparecer” gracias a una base neurobiológica que es la integración de muchos circuitos cerebrales. A un cierto punto de tal integración surge la conciencia sensitiva que es captar lo que percibimos. En su nivel intelectual es también autoconciencia, saber quién soy, verme como una persona en un mundo físico que está poblado por otras personas, iguales a mí, con quienes interactúo en reciprocidad de cognición y de querer el bien de los demás, es decir, amor.