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El alero de las palomas sucias
Tarde, piscina
I
Hay fechas en las que los Diarios de Kafka requieren de cuartillas enteras, algunas de las cuales con seguridad prosiguen su desarrollo fuera del diario, para terminar convertidas en cuentos, en relatos, en novelas inconclusas o concluidas, que en su caso vienen a ser casi lo mismo. Pero el domingo, 2 de agosto de 1914, escribió en su diario nada más que una doble frase, la misma que se ha hecho famosa, al menos en los recintos donde Kafka se mantiene vivo y cada día más saludable : “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación”. El drástico contraste entre la Historia y su historia privada, la del diario, ha suscitado lecturas disímiles que van desde el pedestre reproche por la supuesta indiferencia de Kafka ante el descomunal acontecimiento, hasta el sustentado respeto a la distancia o desarraigo que el escritor merece y tiene, con respecto a la realidad. También podría decirse que la copulación entre estas dos frases profundamente antagónicas —que son un balazo poético, un microcuento negrísimo— proviene más del desasosiego y constituyen una ironía, un bras d’ honneur, ante la ignominia de la guerra.
II
En las obras maestras hay frases así, escuetas y certeras, muchas veces de una sencillez sorprendente. Se podría decir que ese es el caso de la frase pronunciada por el inusitado protagonista de Bartleby el escribiente, de Herman Melville, relato a todas luces precursor del mundo kafkiano : “Preferiría no hacerlo”. Así, sola, descontextualizada, la frase carece de agallas ya que ni siquiera llega a ser una negación frontal. Estas tres palabras, sin embargo, han suscitado cuantiosos ensayos, estudios, tesis. Quien la pronuncia es Bartleby, un escribiente de documentos, integrante de un vasto equipo de copistas que representa de manera perfecta y exultante, una descomunal máquina humana de escritura —en vísperas de la máquina de escribir. Cierta vez, su jefe lo requiere para la transcripción de un documento, como era lo habitual, pero Bartleby, sin violencia y sin titubeo, le sorprende con una respuesta, como decir, de otro planeta: “Preferiría no hacerlo”. Pero esta frase no significa solamente la frágil y ambigua renuncia a cumplir su responsabilidad inmediata, sino el punto de partida de una renuncia a todo, desde su rol de escribiente —sin moverse de su mesa de trabajo, como si esta formara parte suya— hasta la misma realidad. A partir de entonces asistimos desconcertados en este prodigioso cuento, al desmoronamiento lento y global de la estructura, como si a causa de la frase y la actitud de Bartleby, la máquina sufriese un desperfecto progresivo que culminaría en el atascamiento definitivo, en el desastre. Ninguna bomba química devastaría con tanta minuciosidad como esta frase proveniente, sin duda, de una súbita iluminación experimentada por Bartleby, sobre la absoluta falta de sentido de la vida —azogue en el que Melville refleja su propio sentir. Ante la estruendosa realidad, “preferiría no hacerlo” es la proclama de su silencio definitivo. Un silencio que no significa derrota, sino más bien una actitud de inercia y pasividad, un actuar del no-actuar, una fuerza quieta, derivada de su conciencia total del vacío. Nada tiene sentido, así es que cesa de transcribir y escribir, y más tarde de comer y de vivir, provocando, aparte de su ruptura personal con el mundo y su consecuente caída, la erosión existencial y moral del poder, de la máquina. Muchas lecturas ha suscitado este prodigioso relato de Melville, y, entre ellas, aquella que alude a la dignidad del silencio, pues, como lo propone Gilles Deleuze, Bartleby, que ha dejado de escribir, es la figura extrema de la nada de la que procede toda creación y, al mismo tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y absoluta. “Preferiría no hacerlo”, cuando la escritura pierde su sentido, su fuerza fundadora. Cuando no tiene la capacidad de reinventar el mundo como lo suele hacer la gran literatura. El silencio, preferible a la hojarasca, al palabrerío impreso, a la obsesiva caza de perpetuación y reconocimiento.
III
Lunes 24 de febrero de 2014. Quito amanece con nuevo alcalde. Tarde, piscina. También en la noche, piscina. Desde que era pequeño, piscina. Sin embargo no sé nadar. Metafóricamente, piscina equivale a una buena dosis de valium. A un triple whisky. A la desazón buscando desazonarse. Al gesto íntimo de pronunciar, zambullido, “mi prefiriría no hacerlo”, mientras veo en el balbuceo del agua los batracios dando brincos a la caza de burbujas. Y conste que estoy lejos, que resulta, como lo dijo alguna vez Saramago, claro que de mejor manera: estar lejos es lo mismo que estar muerto, salvo por la esperanza. Y conste que yo no tengo ninguna.