I. El asno toca la lira
Tan sabio y lúcido. Conocía todas las cosas simulando que las ignoraba, para seguir, incesantemente, estudiando. Cuando escribía o respondía preguntas de incisivos periodistas, académicos o ciudadanos, se convertía en un inquisidor sui generis: un inquisidor de la estupidez. Decía lo que pensaba. Nada de eufemismos. Sin miedo, lanzaba dardos a los lugares comunes, para destruirlos sistemática y semióticamente. Apocalíptico e irreverente, es imposible negar que Umberto Eco aportó para ver el mundo desde otra perspectiva. Desde la criticidad más honda.
Ya en el prólogo de su obra insigne, El nombre de la rosa (1980), el escritor, ensayista, filósofo, semiólogo y filólogo bosqueja una visión cruda (y real) del universo contemporáneo. “La juventud ya no quiere aprender nada, la ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a otros ciegos y los despeñan en los abismos, los pájaros se arrojan antes de haber echado a volar, el asno toca la lira, los bueyes bailan, María ya no ama la vida contemplativa y Marta ya no ama la vida activa, Lea es estéril, Raquel está llena de lascivia, Catón frecuenta los lupanares, Lucrecio se convierte en mujer. Todo está descarriado”.
Aquella decadencia queda plasmada, permanentemente, en su extensa obra. Estaba preocupado de la involución del ser humano y, sobre todo, de la desidia. A nadie le importa, pero él, cada vez que podía, gritaba con su voz y sus letras. Porque algo le pasa al mundo. ¿Acaso no nos hemos dado cuenta? “La divina providencia ha dispuesto que el gobierno universal, que al comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida que el tiempo se aproxima, hacia occidente, para avisarnos de que se acerca el fin del mundo, porque el curso de los acontecimientos ya ha llegado al límite del universo”(sic) (El nombre de la rosa).
Atento y vital, se refugió en su espaciosa casa de Milán (frente al castillo de Sforzesco, que guarda tesoros del arte italiano como la Piedad Rondanini, de Miguel Ángel). Desde su reducto, un sanctasanctórum para cualquier amante de la literatura, Umberto Eco leía y escribía desaforadamente, hasta que el cáncer lo venció. Tenía 84 años. Allí estaba bien escoltado, resguardado por treinta mil libros bien ordenados (otros veinte mil tenía en su residencia de Urbino, a 110 km de Florencia). Un laberinto de papel y letras para sumergirse hasta el último aliento. Así pasaba sus días. Así respiraba. Así escribía…
Tal vez porque cualquiera de sus hogares era una especie de abadía, como la que describe en El nombre de la rosa. Porque él era, sin proponérselo, un abad, el superior del monasterio, aunque de lo que menos pecó en su vida fue de soberbio. “Un monasterio sin libros es como una ciudad sin recursos, un castillo sin dotación, una cocina sin ajuar, una mesa sin alimentos, un jardín sin plantas, un prado sin flores, un árbol sin hojas”.
La literatura fue su terapia, “contra cualquier sueño de la razón”. Y la ironía, el arma para desenmascarar falsos profetas, teorías sin sentido y extravagancias en un mundo cada vez más consumista y ligero. “Los humanos somos animales muy raros, capaces de mucho amor y de cinismo aterrador, igual de dispuestos a proteger un pez de color que a hervir una langosta viva, aplastar un ciempiés sin remordimientos y tildar de bárbaro al que mata una mariposa. De manera similar, aplicamos una doble moral cuando enfrentamos dos sentencias capitales: nos escandalizamos con una y hacemos la vista gorda con otra. Algunas veces me siento tentado a coincidir con el escritor rumano Emil Mihai Cioran, quien afirmó que la creación, una vez que escapó de las manos de Dios, debe haber quedado a cargo de un demiurgo: un chapucero torpe, incluso tal vez un poco ebrio, que se puso a trabajar teniendo en mente algunas ideas bastante confusas” (Léspresso).
II. La celestial carnicería
La semiótica es la ciencia que estudia los diferentes sistemas de signos que permiten la comunicación entre individuos. Ni verdad ni mentira. Eco lo tenía claro. En Tratado de semiótica general (1975) argumenta por qué aquella disciplina estudia todo lo que puede usarse para mentir. “Si una cosa no puede usarse para mentir, en ese caso tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse para decir nada”.
Para Eco, la semiótica es la única forma posible de filosofía. “Desde un signo se puede llegar a recorrer, desde el centro hasta la más extrema periferia, todo el universo de las unidades culturales”. Nos abrió los ojos: fue el primero en establecer la posibilidad de relaciones impensables a partir de asociaciones semánticas en estado libre. “Según el humor, los conocimientos previos, las idiosincrasias propias, cada uno de nosotros está en disposición de alcanzar la unidad ‘bomba atómica’ o ‘Mickey Mouse’ a partir del lexema/ centauro/”, dice en La estructura ausente. Todo uniendo signos, significado y significante.
Ante todo, Eco fue un maestro de la semiótica y sus orígenes. En esta línea, su primera obra fue La estructura ausente (1968), luego La forma del contenido (1971) y El signo (1973), que sirvieron de base para su Tratado de semiótica general que se estudia en casi todas las universidades del mundo. Lo que él nos ha dado son herramientas para hurgar en la realidad, en cualquiera de sus formas.
“Cada interpretación envuelve tanto la libertad como la fidelidad (o respeto). Usted es libre porque está mirando algo desde su propia óptica. Esa dialéctica entre libertad y lealtad aún permanece central en mi pensamiento. Todavía hay un nivel literal en el lenguaje, un grado cero. La interpretación comienza desde ese nivel y no puedo ignorarlo […] En la cultura cada entidad puede convertirse en fenómeno semiótico. Las leyes de la comunicación son las leyes de la cultura. La cultura puede ser enteramente estudiada bajo un punto de vista semiótico. La semiótica es una disciplina que puede y debe ocuparse de toda la cultura”.
Abanderado de los agoreros, se confesó como tal en 1964, cuando publicó Apocalípticos e integrados, obra en la que abarca los mitos modernos, desde los medios de comunicación y su influencia, hasta los conceptos de semiótica tratados desde una perspectiva práctica.
Y de lo académico, a las horas más oscuras de la noche. Sí, catastrofista. Uno de sus temas recurrentes era la muerte y, con ella, la miseria humana. “El hecho era que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el arte de la miniatura, que estaba adornando los manuscritos de la biblioteca con imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el fondo del barranco situado al pie del torreón este del Edificio. Los otros monjes lo habían visto en el coro durante completas, pero no había asistido a maitines, de modo que su caída se había producido, probablemente, durante las horas más oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la que los copos de nieve, cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo, caían impelidos por un austro de soplo impetuoso” (El nombre de la rosa).
Eco no solo contaba o describía. Enseguida, novelas u ensayos, ficción o realidad, esgrimía su punto de vista y no dejaba a nadie impávido: “No se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa. Me estremece pensar en la perversidad de las razones que pueden haber impulsado a un monje a matar a un compañero. Y cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban. Y comprendí que habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y celestial carnicería” (El nombre de la rosa).
III. Internet o una multitud de imbéciles
Tuvo en su formación como referentes a Tomás de Aquino y James Joyce. Fe y razón. Estructura y caos. “En el juego de la ilusión teleológica, veo estas dos personas (Aquino y Joyce) como muy complementarias para mi educación: uno parece trabajar para producir orden, pero su ordenado mundo oculta un sutil modo de dislocar la totalidad de la tradición previa. El otro aparenta jugar con la aventura y el desorden, pero para eso él necesita estructuras ordenadas subterráneamente. La bella horrible simetría” (The Harvard Review of Philosophy, 1993).
No se consideraba un intelectual, un término que incluso se negaba a definir. Era más bien un hombre echado a la broma y a la ironía, que siempre gustaba beber (¡whisky, por favor!) y tener un cigarro a la mano. Nunca una pose snob. Nunca atropellar a nadie con su infinita sabiduría. La razón, con él, siempre hablaba en voz baja. Un esquivo de la popularidad (nada de ir a los canales de TV, peor sabiendo que, en su mayoría, pertenecen al inefable Berlusconi). Eco quería solo concentrarse en la lectura y sus trabajos académicos. “Si un intelectual es alguien que no trabaja con las manos, sino con la cabeza, entonces un empleado de banca es un intelectual; si es alguien que piensa de modo creativo, entonces un campesino que piensa un nuevo modo de revolucionar el cultivo también puede ser un intelectual. Entonces, hoy, intelectual es alguien que trabaja poco, o que no trabaja [ríe]” (ABC, 2015).
Su mordaz lucidez era innegable. La demostró en una ceremonia en la Universidad de Torino en 2015, cuando refregó que Internet es una multitud de imbéciles. “Ahora, en un mundo con más de siete mil millones de personas, ¿no estaría usted de acuerdo en que hay muchos imbéciles? No estoy hablando de manera ofensiva sobre el carácter de las personas. El sujeto puede ser un excelente empleado o padre de familia, pero es un completo imbécil en muchos asuntos. En Internet y las redes sociales, el imbécil pasa a opinar sobre temas que no entiende. El Internet es como Funes, el memorioso, el personaje de Jorge Luis Borges: recuerda todo y nada se le borra. Es necesario filtrar, distinguir. Siempre digo que la primera disciplina que debe darse en las escuelas debería ser sobre cómo usar el Internet, cómo analizar informaciones. El problema es que ni los mismos maestros están preparados para esto. Fue en este sentido que defendí recientemente la tesis de que los periódicos, en lugar de repetir lo que circula en la red, deberían dedicar espacios para el análisis de las informaciones que circulan, mostrando a los lectores lo que es serio y lo que es un fraude”. (Veja, 2015).
IV. Chantaje y manipulación low cost
Quizá la obra más reciente de Eco, Número Cero (2015) no es para periodistas que militan subrepticiamente en partidos políticos de turno, que usan las páginas de periódicos para defender las posturas de un político (de cualquiera). Es una feroz parodia de la política, la justicia y, sobre todo, del periodismo. Ambientada en la Italia de 1992, en 218 páginas asistimos a la concepción, creación e inmediata muerte de un periódico, Domani (Mañana), que pretende ser un instrumento de chantaje y manipulación a bajo coste. Y los periodistas, unos títeres del poder.
Es una novela que sacude. ¿Cómo sentirte haciendo un trabajo que nunca verá la luz? ¿Por qué inventar los horóscopos, las cartas de rectificación y hasta los anuncios? “Patricia, 42 años, soltera, comerciante, morena, esbelta, dulce y sensible, desea conocer a un hombre leal, bueno y sincero, no importa el estado civil con tal de que esté motivado”. Ni qué decir de los reportajes. Todo debe hacerse para favorecer los intereses de un oscuro personaje que está detrás del falso proyecto periodístico: Vimercate, el commendatore, un alto título honorífico en la sociedad italiana. Cualquier parecido con Silvio Berlusconi, el capo de los medios y la política italiana, no es accidental.
Un nombre ambicioso Domani. ¿Por qué? “Porque los periódicos tradicionales contaban, y desgraciadamente lo siguen haciendo, las noticias de la tarde antes, y por eso se llaman Corriere della Sera, Evening Standard o Le Soir. Ahora nos enteramos de las noticias del día con el telediario de la cena, lo que significa que los periódicos cuentan lo que ya sabemos, y por eso venden cada vez menos”. Aunque la obra discurre en la Milán de los noventa, Eco ha comentado que ya en el siglo XXI las redes sociales llevan la delantera en la inmediatez. Pero no de la calidad, la profundidad, el análisis y la reflexión. Las redes pueden ser también un gran basurero… Entonces, el periodismo, el verdadero periodismo, aquel sin miedos ni lisonjas, estará siempre presente para construir sociedades críticas y despiertas. Y subsistir al poder.
En Número Cero hay pinceladas interesantes que hacen creer en este oficio, pero, también, aborrecer a esos seres que lucran sangrientamente de él. Una redacción fantasmal y un director que veta en los números cero cualquier nota que pueda afectar los intereses del propietario, como el asesinato del juez Falcone a manos de la mafia o los sobornos a políticos para conseguir contratos. “Tengan en cuenta que hoy en día, para rebatir una acusación, no es necesario probar lo contrario, basta deslegitimar al acusador”. Lo que hacen muchos políticos: desde su tarima pueden hablar todas las semanas, horas y horas, ininterrumpidamente y en cadena nacional (aún más si, como Berlusconi o como algún gobierno de América, Europa o África, manejan medios de comunicación a su antojo). Y, en vez de argumentar, insultan al denunciante y acaban con su reputación. Fácil. En estos tiempos —y Eco lo vaticinó perfectamente— la información vacía —sin detectar falacias— manipula las masas. ¡Cuán fuerte en la emoción sobre la razón!
“Los periódicos no están hechos para difundir sino para encubrir noticias [...]. Sucede el hecho X, no puedes obviarlo, pero, como pone en apuros a demasiada gente, en ese mismo número te marcas unos titulones que le ponen a uno los pelos de punta y tu noticia se ahoga en el gran mar de la información” (Domani). El concepto de “ahogar” los hechos importantes llega ahora al extremo con el auge de Internet.
“A estas alturas, el destino de un diario es parecerse a un semanario. Hablaremos de lo que podría suceder mañana, con tribunas de reflexión, reportajes de investigación, avances inesperados” (Domani).
Eco, genio e inquisidor. Il professore. “¿Cómo no caer de rodillas ante el altar de la certeza?”, repetía él. Porque nos enseñó a dudar. “El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda”. ¡Cuánta razón tenía! Donde quieras que esté, hoy seguirá dudando. Y, seguramente, al volver sus ojos a este mundo, aún no podría descansar en paz.