El Telégrafo
Ecuador / Jueves, 28 de Agosto de 2025

(Quito, 17 de marzo de 2014)

Últimamente sucede que tumbada en mi cama, antes de dormir, abro el diario de Jules Renard y con ello aseguro mi sueño. Esto no quiere decir, en absoluto, que el libro sea soporífero. Todo lo contrario. Las perlas que Renard escribió entre 1887 y 1910 nunca me cansan, pero con dos o tres me basta —por ahora— para acabar el día satisfecha, dándole vueltas a una sola idea. Esta, por ejemplo, me encanta:

“1 de enero de 1895.- Hay que decirlo todo: el trabajo da una satisfacción un poco beata. Hay en la pereza un estado de inquietud que no es vulgar y al que el espíritu debe sus más finos aciertos”.

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(Quito, 12 de agosto de 2013)

La mitad de mí —la otra de mí— está muy contenta y triunfa sobre un caballo que vino del Apocalipsis. Pero me faltan brazos para proteger a las otras que lloran por dentro, donde nadie puede ver, ni siquiera yo. Tengo una necesidad tremenda de recibir una carta con pulso y letra de quien me quiera bien. Tengo necesidad de que un cartero silbe a mi ventana y me diga ¡carta! Quiero una carta sin final que me desee buena salud y vida eterna. Hoy dormiré con los ángeles, me digo, mañana será otro siglo. Pero lo mismo dije ayer y antes de ayer y también el viernes. No sé cómo explicar. Sigo soñando en el infierno. Estoy llena de grietas. Mi amor es líquido.

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(Madrid, 25 de junio de 2012)

Una pareja se abraza junto a una baranda, intuyo que se trata de una despedida. Uno de los dos, quizá ambos, pronto partirá. Siento su pasión, su gozo, su tristeza. Ella baja la mirada y descubre sobre la superficie de una enorme roca decenas de hormigas formando un camino. Sigo a la intermitencia de esas hormigas, su laboriosidad, su despreocupación por el tiempo; parecen tan ajenas a este mundo. Por un momento las envidio. 

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“Todo el sentido del mundo de hoy cabe en dos frases dichas o mejor desdichas: Ganarse la vida, dicen los pobres. Matar el tiempo, dicen los ricos.”

Max Aub - Campo cerrado.

 

 

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Quien sepa reconocer mi soledad habrá entendido el valor de mi palabra. Me abro al mundo y el mundo me devora. Me come trozo a trozo. Mi cabello lo llevan colgado los amantes de la noche como un trofeo en medio del desierto. Cabezas calvas gozan danzando como miembros de una tribu que no conoce más ley que aquella que imponen los astros. Leñas, brasas, humo, todo es permitido en el ritual de quien dejó su nombre tirado en el camino. El horizonte es cualquier pueblo que no conste en el mapa.

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(Puerto Montt, 20 de junio de 2013)

Al escribir estos diarios soy más consciente de mi condición mortal (recuerdos narrados, adrenalina pasiva). Cada letra es el sonido de un reloj. A veces siento que la escritura es el comodín para enfrentarme al tiempo; mi único As bajo la manga.

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Lo expuesto anteriormente podría reflejarse, en gran parte, en este párrafo de Por los tiempos de Clemente Colling, escrito por Felisberto Hernández:

“He renunciado a la difícil conquista de saber, cómo era yo en aquellos tiempos y cómo soy ahora, en qué cosas era mejor o peor antes que ahora. A veces pienso en lo larga y tolerante que es la vida, después de haberla malgastado tanto tiempo. Otras, cuando pienso en los amigos que se me murieron y en que yo sigo viviendo, me parece que este tiempo es robado y que lo tengo que vivir a escondidas. Otras veces pienso que si me ha dado por escribir los recuerdos, es porque pronto me iré a morir, de no sé qué enfermedad. Y hasta siento cómo viven los de mi familia un poco después de mi muerte y me recuerdan con cariño. Y ¿nada más? Pero no, yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la forma de estos recuerdos. Por eso los veo todos los días tan distintos. Y eso será lo único distinto o diferente que me quede del sentimiento de todos los días.”

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(Quito, 26 de febrero de 2013)

Sigue sonando Bach, rodando Bach, brillando Bach como esa luz púrpura que emana del árbol que cuido cada noche. Estoy dirigiendo una orquesta anónima y silente. La batuta es una llave que tiene la potestad de abrirlo todo. ¿Qué pensaría el maestro si me viese a esta hora dando vueltas sobre el ring de sus partituras? —No sé tocar, le digo. “No sepas”, responde. “Solo siente”. Veo salir alcaloide de mis manos. Música líquida. Me entrego a la música. Hay acordes que parecen luces fatuas y que me dejan ciega de tanta belleza. Voy a escribir una novela musical disfrazada de poema. Comenzará así: Benditos los insomnes porque de ellos heredé la locura. (¿En qué sueña mi abuela con los ojos abiertos? ¿A qué techo le habla mi madre?). Entonces me callo y comienza por dentro la orquesta. Ven. Coloca tu oreja sobre cada uno de mis órganos. Escucha. Son instrumentos. “No dejes de escribir, me dicen. No dejes de buscar el silencio”. Entonces me callo y en seguida estalla la orquesta. Sigue sonando Bach, rodando Bach, brillando Bach en este poema que no existe, pero que alguien —en su sagrado insomnio— escucha.