El Telégrafo
Ecuador / Lunes, 25 de Agosto de 2025

La cultura como una posibilidad de la memoria

La memoria es un espejo impreciso y borroso, una música ilusoria que rescatamos de la numerosa penumbra del pasado, como diría Borges. Como todo artefacto humano, la memoria en realidad es un símbolo de nuestra impotencia frente al silencio mineral del universo. Es un relato que moldea el caos inaprensible de la realidad. La memoria es lo que nos decimos a nosotros mismos que somos y, en últimas, lo que en efecto somos.
Es de presumir que por eso los humanos establecen puntos para no olvidar lo que consideran importante en su relato de sí mismos. De ahí probablemente viene el Día del Niño, el Día de la Mujer, el Día de la Tierra... ¿Qué queremos recordar cuando el 9 de agosto nos digamos que ha llegado el Día de la Cultura? ¿Qué celebramos? ¿Qué símbolo de nosotros mismos queremos enfocar o enfatizar?

Hace 38 años, el Gobierno militar de Guillermo Rodríguez Lara firmó un decreto por medio del cual se fijó el 9 de agosto como el Día Nacional de la Cultura del Ecuador, para recordar la fundación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que surgió de la nada por otro decreto presidencial, esta vez firmado el 9 de agosto de 1944, por José María Velasco Ibarra, profeta popular que regresó al país para surfear sobre la brusca ola de indignación histórica que luego recordamos (¿recordamos?) como La Gloriosa.

Ese 28 de mayo de 1944 cuando finalmente cayó Carlos Alberto Arroyo del Río, habían pasado tres años desde la firma del ominoso Protocolo de Río de Janeiro a través del cual Ecuador se vio amputado más que de su territorio, de su fuerza moral. Lo que hoy conocemos como Día de la Cultura procede —si seguimos esta línea de la memoria— del despecho amargo y universal que desesperó el alma de un país mutilado, exhausto, postrado. Fue entonces, en ese recodo traumático de nuestro relato nacional, cuando Benjamín Carrión alumbró su teoría de la Nación Pequeña (“Si no somos una potencia militar ni económica, hemos de ser una potencia cultural”), a la que las sucesivas generaciones de ecuatorianos nos aferramos como a un clavo ardiendo.

“...el Día de la Cultura (...)como un remedio ideológico...”.

De modo que el Día de la Cultura arrancó su existencia como un remedio ideológico (o un intento de remedio ideológico) frente una enfermedad cultural que se exacerbó luego de una derrota militar. Pero sabemos que el mal de nuestra cultura —ese despecho, esa auto subestimación, esa mezcla entre yaraví y delirio nacionalista— no nació ni mucho menos cuando Arroyo del Río entregó el país. Ya éramos así y —a pesar de los decretos presidenciales— así hemos seguido siendo más o menos hasta hoy.

Es de suponer que también se trata de esto el acto del recuerdo. De hacernos preguntas, de criticarnos, de pensarnos. Ahora, luego de casi 70 años de que Benjamín Carrión intentara salvarnos del suicidio, el 9 de agosto debería servir para preguntarnos ¿Para qué nos ha servido pensar que somos una nación pequeña? ¿Por qué nunca hemos logrado ser una potencia cultural? ¿Qué habremos de hacer para que nuestra cultura —ese espejo ilusorio de la realidad— nos convierta finalmente en nosotros mismos, en dueños de nuestra memoria y de nuestro olvido?