El Telégrafo
Ecuador / Viernes, 22 de Agosto de 2025

En la línea de las bizarras y sexuales La profesora de piano, Lolita de Stanley Kubrick, Lolita de Adrian Lyne y la francesa Naissance des pieuvres, claro sin el elemento sexual al rojo vivo, en Después de Lucía, el mexicano Michel Franco logra un relato honesto sobre la sensualidad en la juventud, el cómo lidiar con una pérdida familiar de la peor manera posible y cómo el bullying lleva a situaciones existenciales relevantes como la trascendencia. Extraño para un pequeño filme que relata cómo el chef Roberto acepta un trabajo en México DF llevándose consigo a su hija Alejandra para dejar totalmente atrás su natal Puerto Vallarta, donde su esposa falleció en un accidente automovilístico mientras conversaba con Alejandra sobre los métodos para conducir.

 

Desde el inicio de los 103 minutos de filme uno sabe que la película de Franco no va a ser para nada convencional, cuando Roberto interpretado con parsimonia y ceremonia por Hernán Mendoza retira del taller el auto en el que se accidentó su esposa, totalmente reparado lo conduce hasta determinada intersección en el camino y, en medio del tráfico del día, lo deja abandonado con la ventana abierta y con las llaves sobre el tablero.

 

La joven actriz Tessa Ia encarna con trepidante genialidad a Alejandra, la hija adolescente y de una madre muerta que nunca es nombrada ni mencionada, excepto por una ocasión en que la chica luce un vestido de su progenitora, el que Roberto reconoce y al ella sugerirle si se lo quita, él le dice que no porque se le ve muy bien.

 

Los diálogos son apenas píldoras de la sencillez con que la crueldad humana puebla la cotidianeidad en la Tierra. Al principio, Alejandra teme porque en el colegio en México DF se administran pruebas antidoping aleatorias y ella fumó marihuana hace poco tiempo, entonces sabe que su prueba resultará positiva, pero se encarga más bien de estar “bien” ahí, hacer amigos, compartir intereses y ciertos pecadillos con chicos y chicas de su edad.

 

Lastimosamente para el personaje y afortunadamente para la historia que parecía estancarse en una rutina indescifrable para el espectador, Alejandra mantiene relaciones sexo genitales consentidas con su amigo José, a quien no se le ocurre mejor cosa que filmar el acto con el conocimiento de ella, sin embargo ese video terminará en boca de todos los compañeros de clase y del colegio.

 

Desde ese momento se le retuercen a uno las vísceras, más que nada las tripas, viendo cómo Alejandra es vejada y maltratada psicológicamente, sin descuidar el aspecto físico, por aquellas chicas y chicos que le ofrecieron su amistad el primer día que llegó al colegio. Alejandra trata de mantenerse centrada, equilibrada, enfocada y nunca mostrarse, al menos no públicamente ni con su padre, afectada en grado alguno por todas las maldades cometidas contra ella. Mientras, el espectador transpira y expira para que al fin se acaben, de cualquier manera posible, los sufrimientos de la adolescente protagonista.

 

Alejandra no está limitada por la inmanencia, entiéndase aquello como lo que se presenta unido a un ser de manera inseparable a su esencia porque forma parte de su naturaleza. La preocupación, en esa mirada perdida, en esos ojos de color claro —según la puede intuir uno— es la trascendencia, ir más allá de algún límite, especialmente alejarse de su padre, cargado de sus propios males psicológicos pero tratando de resolver los de ella, y volviendo a ese lugar feliz que era su casa en Puerto Vallarta. En una instancia del filme Después de Lucía, Alejandra casi logra irse de México DF, pero es el día de su cumpleaños y decide a último minuto regresar a casa y compartir ese día especial con su padre.

 

Normalmente Alejandra pasa mucho tiempo en el agua lo que en algo refleja su peculiar claridad mental y de alguna manera esa pureza que solo ella emana en un filme en el que todos los demás personajes padecen de vicios o malestares sociales. La joven sabe lo que quiere y qué tiene que hacer para mantener el balance en su vida, pero su juventud le impide consumar el máximo sacrificio de quedarse junto a su padre y guardarse todo lo malo que le sucede.

 

Franco como guionista pone al espectador ante una adolescente que mentalmente supera con creces su edad y que en su naturaleza aguerrida es capaz de mantener la charada de “buena vida”, a pesar de la muerte de su madre, que Roberto quiere para ella.

 

El espectador sufre con Alejandra, especialmente en el viaje de curso cuando es encerrada en el baño para que sus compañeras de cuarto puedan robar su ropa y luego su compañero de clases, uno de los que conoció el primer día en el nuevo colegio, Javier, pueda abusar físicamente de ella sin más ni más. Luego de eso, Alejandra es obligada a beber alcohol junto a una fogata en la playa, fuera del conocimiento de los chaperones oficiales del viaje, para despertarla al final de la resaca con la orina de Manuel, el chico que más se había encargado de hostigarla psicológicamente.

 

Extrañamente, a su padre Roberto nunca se le ocurrió que de estar viva al primer lugar que Alejandra regresaría es al hogar. El descenso de Roberto al infierno en la tierra es mucho más gráfico que la aparente redención y salvación de Alejandra. Obnubilado por el dolor, la ira y la sed de justicia —tal vez venganza sería una palabra más apropiada— el chef secuestra al joven José, quien siempre negó haber distribuido electrónicamente el video de él y Alejandra teniendo relaciones sexo genitales, y termina purificándolo de la mejor manera que a él se le ha ocurrido.

 

En este punto estaba decepcionado por lo fastidioso de los trámites con el seguro para cerrar el tema de la muerte de su esposa, preocupado porque Alejandra fue llevada con el director del colegio porque su prueba antidoping dio positiva y por un encontronazo con Manuel en el que terminó rompiéndole el teléfono al supuesto “amigo”; y nada satisfecho con la investigación policial debido a la desaparición de su hija en el viaje escolar.

 

Solo la violencia final de Roberto está justificada, el escape de Alejandra es más bien un recurso narrativo ingenioso para resolver una convulsa historia que simplemente pega fuerte en lo emocional.

 

En cuanto a lo formal, la cinta carece de técnica con excepción de un excelente uso del primerísimo primer plano para mostrar a la atormentada Alejandra sopesando sus opciones de supervivencia, además es en las tomas finales en Puerto Vallarta en las que la fotografía de Chuy Chávez cobra protagonismo.

 

Tessa Ia no llega, y de seguro tampoco quiso, convertir a Alejandra en una “Lolita” por su sexualidad, sino que ambas se conjugan en un ser sensual, pensante, consciente de asuntos mucho más relevantes que la última tarea de matemáticas. Con la clásica edición a cargo de Antonio Bribiesca Ayala no se logra mucho, excepto dotar de mayor consistencia semántica a los usos y abusos de la cámara subjetiva, con Roberto como punto de referencia, en las secuencias iniciales del filme. Franco sabe conseguir resultados de Ia y de Mendoza, pero el resto del elenco se convierte en figuras meramente decorativas, incluso Juan Carlos Barranco como Manuel.