Y sin embargo, se mueve: es la frase que Guayaquil empuja a decir acerca de su cimbreante geografía sonora. El puerto no es ciudad avalada por el consenso como urbe insomne, pero para ser sinceros, no podrá definirse jamás aquella línea donde empiezan y donde terminan sus ajetreos, sus ires y venires, sus sonidos. Si se lanza una piedra al centro de la urbe, los círculos concéntricos nos van haciendo caer en la cuenta de las diferencias (y similitudes) a medida que se expanden al perímetro cada vez más extenso. Se distorsionan las lindes de esa bullaranga; preparan el umbral para que el ciudadano —autóctono o foráneo— afine la escucha. Para que esos ejercicios cotidianos de aplicación del oído nos despierten a todos.
Pare la oreja, lector
Las oficinas, que presumen de discreción, proliferan en el centro y norte de la ciudad. Avenidas y calles bullen con bocinas que aturden y hacen reconocer al estrés como poderosa sombra urbana. No hay barrio que no sienta las voces de los vendedores de helados, agua de coco, jugo de naranjas. Y en algunos aún se impone el rondador de los afiladores de cuchillos. Los mercados son la meca del bullicio, aunque han tomado algo de orden con las últimas administraciones municipales. El Caraguay (¿recuerda el lector que nació como sede de espectáculos de la Caravana Radial Guayaquil?) se puebla de puestos que ofrecen mariscos que vienen de todo el golfo de Guayaquil. Otro mercado de grandes dimensiones, el de Transferencias, custodia la nueva zona industrial. Es como si el movimiento bursátil de Wall Street se hubiera trasladado a un centro de acopio y venta al por mayor de vegetales. El fenómeno se multiplica por la cantidad de plazas y mercados existentes.
Pero la palabra ‘mercado’ resuena en el tímpano de los pobladores con resonancias diferentes a las que estaban habituados sus antecesores. Es la idea de centro comercial. El primero de ellos fue el Policentro, enhiesto aún pese a sus 35 años. Hay ahora un plano todo poblado de malls encapsulados en aséptico silencio propicio para ver vitrinas y comprar.
Sigamos oyendo
Los plácidos camposantos de Guayaquil abonan en favor del ingrediente silencio: hectáreas de color blanco cal del Cementerio General hablan del dolor, pero también de circuitos turísticos a las faldas del Cerro del Carmen, ahora que han sido recuperadas por el Ministerio de Patrimonio para estos fines. Otro caso es el cementerio ubicado en pleno Batallón del Suburbio. El viento sabe erosionar el magro paisaje: pule con paciencia las lápidas, arrastra ramas secas y deteriora las flores que los deudos dejan a sus muertos. Cosa similar sucede en Jardines de la Esperanza, en Urdenor, y a Parques de la Paz, en La Aurora, en predios de Samborondón. El verde salpicado de lápidas genera una pizca de calma que conforta a los deudos.
Las iglesias suelen enturbiar el aire con el fragor de sus ceremonias. Para convocar a los feligreses, repican las campanas desde sus espadañas y se suman a veces a los micrófonos y amplificadores con que algunos sacerdotes maximizan sus voces. En eso se llevan la batuta los templos evangélicos, henchidos de cánticos. Muchos de los cines caídos en desgracia frente a los grandes complejos se trocaron en espirituales centros de rezo y sanación. Los patios de las escuelas y colegios, que cubren como un crucigrama la ciudad entera, son un solo megáfono que lanza al viento el griterío de niños y muchachos. Por el contrario, los hospitales son islas de mutismo que atienden a sus pacientes y cuyas salas de espera se atiborran, expectantes.
Hay zonas urbanas que hasta hace pocas décadas eran manglar henchido de fauna tropical. Ahí está Urdesa —literalmente la Urbanización del Salado—, con vida desde finales de la década del cincuenta, y cuyos sonidos fueron involucionando (no en la totalidad del barrio) desde la tranquilidad residencial amenizada por las aves, hasta el atolondrado ir y venir de automóviles con su claxon omnipresente y el perifoneo de vendedores ambulantes. Allí, comiéndose hasta el último tramo verde se encuentra el Suburbio Oeste, de crecimiento caótico durante el populismo cefepista y quizá, por eso mismo, atractivo siempre como un abismo de eso que llaman progreso. Al sur, el Guasmo olvida su etapa de sabana poblada por gatos salvajes, reptiles y un sinnúmero de especies de insectos, e impone sus actuales días de edificios y avenidas. Más al sur aún, el Puerto Marítimo trueca el desembarco de numerosos buques mercantes en bramido, silbatazos, chirrido de grúas, gritos de alarma entre los sudorosos estibadores.
¡Esa es!
Si usted escucha un golpeteo y luego un sabroso crujido es porque los cangrejales abrieron; los habitúes prefieren el crustáceo acompañándolo con cerveza —se les ilumina el rostro con el estallido que produce destapar cada botella—.
La periferia adquiere máscaras distintas. Las cantinas dejan escapar los ayes de los requintos para los pasillos. Y las canciones que Julio Jaramillo grabó son entonadas por carrasposos lagarteros que antes de brindar serenata hacen tintinear sus vasos de caña. El universo penitenciario es eso precisamente, otro mundo. Quienes iban a visitar a los suyos a ‘la Hacienda’ —recordemos que ahora las instalaciones adquieren rostro reciente—, pasaban del silencio casi absoluto, al acercarse, hasta el griterío durante el día de visita. Primaba el chirrido o golpeteo de las cucharas contra los barrotes. “Madrina, ayúdeme”, les decían los reos a las mujeres que acudían y en quienes querían, o necesitaban, ver auxilio.
Las canteras en extramuros ensordecen a los vecinos con la explosión de sus bordes. Pero ya en el estadio, este es un álter orden, o desorden más bien, ligado al barullo del circo, como no podía ser de otra forma. El Estadio Modelo cede espacio al grito de gol para ofrecérselo a los fanáticos de solistas o grupos que recalan en Guayaquil y deciden afincar allí sus conciertos. El Capwell, antes de la remodelación, retumbaba a cada gol. La tromba azul se ha desplazado momentáneamente, pero el retorno ya está previsto para cuando las suites del nuevo pabellón estén listas. El Monumental es una gigantesca olla donde se cocinan las novedades del fútbol. Una olla a presión que, cuando se destapa, exhala la figura de un monstruo de miles de voces que muge de placer con cada anotación amarilla. El más joven de todos los estadios, el Chucho Benítez, se halla en medio del recién inaugurado Parque Samanes y da la bienvenida, a nombre del River Plate al que sirve de sede, a las nuevas multitudes.
Santo y seña
En una ciudad cuya cintura se disputan dos brazos de agua no pueden faltar historias de orilla. A lo largo del malecón, la ría se deja escuchar con sus vapores desde el Cerro del Carmen hasta el Astillero. En cambio, el Estero Salado guarda nuevas narraciones: se puebla de muchachos que aguardan su turno para lanzarse en clavados de más de 5 metros. La algarabía se contagia de unos a otros, aumentada por el chasquido provocado por sus antecesores. Desde la plataforma improvisada del puente de la 17, el atractivo está en ver crisparse el agua por los minúsculos camarones que saltan en alienadas piruetas.
Pero esto de registrar los sonidos de la ciudad también y, por supuesto, se trata de darle espacio al soporte de la música. Por ejemplo, en la calle Vélez y en las cachinerías hay nichos de venta de discos usados que acercan vinil y cedés.
El paraguas caribeño cobija a la ciudad y sus áreas de influencia. No solo se trata de la manera en que visten el guayaco y la guayaca —y los aromas de carretillas de frutas en su expuesta reventazón bajo el sol—, sino el alboroto a lo largo de sus calles, el argot de los pobladores (la esquina deviene punto neurálgico de charla, noticias, camaradería). Buses y taxis, suerte de termómetro sonoro, cuando no sintonizan emisoras con chistes infinitos o fútbol, proyectan salsa, aunque ahora estos han pillado la veta del reguetón, el perreo y otros ritmos.
La calle Seis de Marzo se dirige hacia el sur de la urbe en medio de numerosos puntos de rumba; Roberto Roena se deja escuchar, y cuando disminuye su ‘Tú loco loco, pero yo tranquilo’, aparece en la siguiente vereda ‘Las caras lindas’, de Ismael Rivera. En el barrio Cuba basta con soltar las piernas y empezar a recorrerlo para encontrarse con grupos de panas que han sacado parlantes y jabas de cerveza para agasajarse y dar vítores en honor de los equipos del clásico del Astillero.
Guayaquil también suena como los tacones de sus oficinistas atolondrados yendo a sus lugares de trabajo; y como el de las suelas de quienes acuden a las marchas que lanzan arengas y proclamas en pos de reivindicaciones laborales. Y como el traqueteo que se percibe en las caderas de sus mujeres: el baile conmueve a los miembros de los danzantes de distintas clases socioeconómicas.
Con su bulla, los centros de diversión nocturna reblandecen los huesecillos del oído medio de los asistentes. Las salsotecas son un caso imposible para la física: la ley de impenetrabilidad sentencia que ningún cuerpo puede ocupar al mismo tiempo el lugar de otro, pero dicha ley se disuelve sea en Cabo Rojeño, en la calle Rumichaca, o en la Carlos Alberto, en la Alborada. Allí, amasijos de brazos y piernas giran sobre sendas baldosas en indescifrables contorneos, volviéndose uno solo. Si van a la isla Trinitaria, quizá a la dura Nigeria, es posible escuchar los pasos del miedo: solo quien conoce a alguien, y es guiado por ese alguien, puede adentrarse.
Últimos ritmos
Hay zonas en las que es posible todavía escuchar los pasos sobre el lodo, si uno no acierta a transitar por los puentes entre los palafitos. La noche no logra derogar los sonidos porteños; estos no se enervan con las horas negras: algunos más bien se exacerban con el ulular de las sirenas de ambulancias, carros de bomberos y de policía. Todo eso con la banda sonora invernal de grillos que frotan sus élitros para llamar a sus hembras; y más allá, se escucha el coro de sapos que croan a la luna. Por ahora el viento aúlla como una parturienta; los barrotes de la lluvia se crispan sobre el pavimento.