Esta columna lleva ya tres años publicándose en este espacio. Durante estos tres años he vivido una aventura muy especial con las palabras, en la que he tenido muchos lectores que me han acompañado en este viaje; algunos en silencio, otros con sus generosos comentarios, otros muy atentos a los errores que cometo o a las omisiones, y muchos más. ‘De las palabras a los hechos’ no empezó sus andanzas como una columna, antes (desde mayo de 2007) fue un blog que ahora he dejado un poco abandonado, pero, como columna o blog, ha sido (y espero que siga siendo) un acercamiento maravilloso al mundo infinito de las palabras.
Cuando le puse un nombre, se me ocurrió ‘De las palabras a los hechos’ porque, más allá de ser una frase conocida por todos, representa aquella dinámica en la que las palabras nos llevan a lo que existe, convierten al significante en significado. En columnas anteriores hemos visto cómo nada de lo que decimos queda en el aire y, también, cómo omitir algo puede tener un significado importante. Las palabras configuran nuestra sociedad; siempre, a partir de ellas, vamos hacia los hechos, ellas reflejan aquellos hechos (evidentes o soterrados) que nos convierten en lo que somos.
La semana pasada revisamos cómo el lenguaje refleja lo violenta o machista que es todavía nuestra sociedad. Que palabras como ‘ofrecida’, ‘fácil’, ‘sumisa’, ‘brinquilla’, entre muchas otras, evidencian una cultura machista, violenta, intolerante, ‘curuchupa’. Y no solo se trata de este tipo de violencia; últimamente, y más que nunca, las palabras son usadas a conveniencia, en insultos, para desprestigiar al otro, para destruir. Basta sentarnos a mirar un noticiero o una intervención política (de todos los bandos y de todos los colores) para darnos cuenta de cómo las palabras han dejado de construir. El diálogo al que tanto se llama es una mentira porque se manosean las palabras y se las manipula con tal violencia que, al convertirse en hechos, estos solo pueden reflejar la grosería, la ignorancia del otro, la cerrazón.
Yo me pregunto: si nuestras palabras reflejan los hechos (y también al revés), ¿cuál es el ejemplo que damos a nuestros hijos? ¿Cuáles serán los ‘hechos’ de las nuevas generaciones si las palabras solo se convierten en insulto, descalificación, ignorancia del otro? ¿Realmente tenemos un país que avanza? ¿Realmente vamos a alguna parte o estamos estancados en las aguas hediondas de las palabras y los hechos violentos?
Me parece que aún estamos a tiempo de reflexionar, de pensar lo que decimos, para que lo que hagamos sea una construcción sólida de país, no un castillo de naipes. Para esto es importante cambiar nuestras palabras, humanizarlas, convertirlas en ejemplo, si no queremos un país y un mundo en donde sea imposible vivir.