El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025

Pedro Gil parece no tener alguna angustia nueva por conocer. A sus 45 años, su rostro lo muestra así. Autor de poemarios como Paren la guerra que yo no juego (1989), Los poetas duros no lloran (2001), 17 puñaladas no son nada (2009) o el cuentario El Príncipe de los canallas (2010), Gil viste sencillo: con una mochila en la espalda —cual si fuera a viajar—, jean, zapatos deportivos, una gorra y una camiseta celeste que no alcanza a disimular su delgadez, producto de una diabetes que —quizá— sea el menor de sus males.

Sentado en un banco de madera, en el portal de una histórica cantina del barrio La Dolorosa, en Manta, Gil repasa su vida con cierto cansancio —le han preguntado por ella tantas veces—, como si ya no quisiera enumerar sus desencuentros con la vida, como si la nostalgia le doliera en todo el cuerpo.

Su niñez transcurrió entre el cementerio de Tarqui, los pozos sépticos, una cantina de mala muerte —propiedad de un abuelo suyo— y un barrio donde la concupiscencia humana tenía su propio altar: prostitutas, drogadictos, ladrones y homosexuales de a pocos sucres eran parte de la clientela diaria. Era el barrio ‘7 Puñaladas’, un sitio propicio para cualquier quehacer, menos para la poesía. Al menos, eso se podía pensar.

“De once hermanos que éramos, solo quedamos cinco. La pobreza y sus enfermedades, como el sarampión, dieron cuenta de ellos”, cuenta Pedro, mientras el celular le suena con desesperación. Él hace como si no lo escuchara, lo pone boca abajo y, al final, dice, medio solemne: “Son panas que quieren invitarme a chupar, pero ahora estoy en recuperación”.

Se le cree...

Con seis hermanos menos y un padre y una madre reacios a dejarse doblegar, muy chico aprendió que tenía que arrimar el hombro, los brazos, el alma, el cuerpo, todo. Así se fue a ayudar a su padre en los entierros y a limpiar las alcantarillas de cuanta inmundicia tuvieran. “Sí —reconoce—, en casa se comía cuando había muertos que enterrar”. Había algo así como una urgencia de que alguien muriera... Pero como la plata era poca y las necesidades muchas, Pedro se metió en cosas malas y, a los once años se alzó con entusiasmo su primer vaso de cerveza.

“La familia lo tomó a la broma, como si fuera una gracia, pero no sabían que ya no iba a parar”, recuerda, en tanto el mar, el mar de Manta, apenas se da por enterado de las confesiones del poeta. No en vano había comenzado a admirar a Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire y a Toulousse Lautrec. Algo tenían en común.

Por momentos se sume en el silencio, revisa el pasado y retoma los recuerdos dolorosos, algunos con ciertos intervalos.

Por esa misma época leyó su primer libro, Crimen y Castigo, pero no solo fue eso. Otra parte de la exclusiva clientela del salón familiar eran los chamberos —recicladores les llaman ahora—, que, por unos tragos, cambiaban libros de todo tipo que hallaban en la basura. Su padre le había dicho que si leía la mayor cantidad de libros nadie lo iba a vencer. Entonces Pedro los aprovechó ávidamente y se fue dando cuenta de que había nacido para escribir, pero no sobre oscuras golondrinas ni flores cuajadas de rocío, no; lo suyo apuntaba a todo eso que lo rodeaba y que tenía mal olor, mal aspecto, mala reputación...

Su hermano Ubaldo, a quien le dedica su último libro (Bukowski, te están jodiendo), también tuvo mucho que ver en eso de aprovechar los libros como una manera de defenderse de ese medio hostil y violento en el que la vida lo puso sin consultarle nada. Para suerte o mala suerte suya, inspiración no le iba a faltar por el resto de su vida.

“De 45 años que tengo, veinte, por lo menos, he pasado encerrado”, cuenta, sin ocultar sus pecados, esos por los cuales ha ido a parar con todo y alma a hospitales, cárceles, psiquiátricos, centros de recuperación, casas de acogida y otros lugares donde se empeñaron en enseñarle que lo malo no se hace, solo lo bueno. Pedro les dijo que sí, que está bien, que iba a cambiar, pero las llamadas de los amigos sí que tientan...

Ahora está allí, de vuelta a la cordura, en un banco de madera carcomida, viendo cómo sudan las bielas de lejos, hablando de poesía, de sus libros, de sus arrugas en la sangre, de lo mucho que le costaron, de las urgencias cotidianas... De que solo tiene veintinueve centavos en su cuenta y un trabajo en la universidad, que está a punto de perder.

“Aquí en Manta me consideran más un rufián que un poeta; en otras partes, como en Quito, no pasa eso”, se queja el hombre con una sonrisa esquiva, algo huraña.

Algunos vecinos que pasan lo saludan con un “todo bien, Pedrito”, como si le recordaran algo sobre su forma de vivir o sobrevivir. El poeta contesta alzando la mano en señal de que sí, de que —por lo menos en este rato— todo está bien.

Son las dos de la tarde y un sol de pocos amigos lo invita a refrescarse, pero solo con agua o cola light. Lo otro está prohibido porque él quiere escribir y debe hacerlo sobrio, “sin nada que me haga perder el sano juicio. Con drogas o tomado, uno no está en nada”, asegura, y saca de su bolsillo de atrás una pequeña libreta de cuadros en la que escribe cuando se le antoja.

Por ejemplo, cuando pasa una prostituta malanochada con el ojo morado y un tatuaje que pregona “Loco José, amor eterno”. Los atardeceres, las lunas, la playa quejosa, a esos los deja pasar de largo...

“Hay veces que se me ocurre algo y lo pongo aquí. No tengo hora para hacerlo, pero cuando se me mete el demonio no paro de escribir, incluso en las noches”.

Poseído o no, Pedro sabe desde hace tiempo que la literatura le ha salvado la vida, esa vida de poco y nada que, también, le ha dado muchas satisfacciones, como dirigir los talleres literarios de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí (Uleam), descubrir nuevos talentos y ser reconocido como el ‘Rimbaud ecuatoriano’ por el historiador literario Hernán Rodríguez Castelo, así como recibir otros elogios de colegas escritores como Marco Antonio Rodríguez, Iván Oñate... “Gente dura, pana, no cualquiera”, se apresura a decir, como si hiciera falta reconocer el talento de quien, con sus tragos encima o no, pepeado o no, hace tiempo le torció el cuello, y con iras, al cisne de engañoso plumaje.