¿Desde dónde leemos?
Quien sigue la obra de la última hornada de poetas en el país puede detallar un horizonte que va de una mirada escéptica, pasando por la sensación de lejanía estética hasta la certeza de que algunas de esas voces van cuajando y que se consolidan en nuestro panorama. Un puñado de autores nacidos entre 1980 y 1988 —es decir, con un estado de maduración suficiente— sirve como segmento representativo de la producción nacional última. Estos autores se vinculan con la tradición y con sus antecesores (poetas de los ochenta y noventa), y a la vez pretenden defenderse de la banalidad con el dique del poema.
El espacio en que se desarrollan estas tendencias líricas no acepta estética dominante: la diversidad de marcos bajo los que escriben estos poetas es amplia y cada voz moviliza al lector a su manera. Jacques Ancet se pregunta si hacer que se mueva la letra no sería mover el mundo, si el universo es una biblioteca. El ánimo de rotulación y catálogo, tan caro a la historia de la literatura, manipula y es preferible que la lectura respete las individualidades. Es menester que no se le haga decir a un texto lo que no dice; igual que es mejor no forzar ni encasillar obras enteras en moldes —incluso categorías—, concebidos con anterioridad.
¿La muerte del poemario?
Seríamos ciegos si no constatamos la exigua salida de poemarios en librerías y su pobre consulta en bibliotecas. Donde había multitudes atendiendo al anciano de la tribu, hoy existe una comunidad que prefiere, individualmente, regodearse en el sofá de una librería en íntimo vínculo con el poemario. Tras el goce estético o la investigación, somos testigos de la evolución tecnológica. La lectura de literatura, y dentro de ella de la poesía, se desplaza de una superficie de registro convencional —el poemario, la plaquette, la revista—, a espacios como las páginas virtuales —que incluyen la propagación de blogs— y el libro digital —el e-book—. Los derechos autorales se ceden y aparecen simultáneamente en ediciones de los distintos “sellos cartoneros” cuyos ejemplares se confeccionan artesanalmente y se distribuyen a bajo precio. El libro de poemas goza de excelente salud, aunque se presente en soportes variados y se pase de la página de papel (a la que jamás veremos como obsoleta) hacia la eclosión de formatos legibles en pantallas de monitor o kindles. La libertad vigilada que halla Barthes en el régimen de sentido no funciona si la libertad es total o nula: sí, en el verso, la estrofa, el párrafo de poema en prosa. La función del poema, sea cual fuere: enunciar o registrar la decadencia del mundo, está encarnada en textos cuya presencia está garantizada entre nosotros.
Identikit de los presuntos culpables
María de los Ángeles Martínez (Cuenca, 1980) lleva al lector a un desolado espacio donde las relaciones, de manera especial la amorosa, se desmoronan y la esperanza se disuelve. Su palabra cuestiona, desautoriza, a ese otro que es el interlocutor masculino y lo retrae hasta una condición abyecta (“otra vez el deseo/ qué difícil pelear/ contra el deseo/ de matarte”) que debe compartir, horizontalmente, con la propia voz de la que emana el discurso. Echa mano de elementos de distintas tradiciones para fustigar(se) y para someter al lector a un mundo de constante conflicto. Enfrenta al lector a antípodas y extremos vinculados a la cotidianidad y al sexo, aunque atiende también al regodeo en la angustia, cercana al expresionismo. Alexis Cuzme (Manta, 1980) se ha propuesto un universo en base del despojo, es decir, lo residual, muy cerca de la estética del rock; y de ahí emana el gesto que atestigua la violencia con un ritmo áspero, afilado.
Andrés Villalba Becdach (Quito, 1981) desborda un verbo que juega entre pasado y presente con las herramientas de la adición constante: una hacinada cuota de humor negro, entre acidulado y pueril, que da cuenta de una autorreferencia existencial que provoca. Puede anonadar al lector, pero no lo deja impávido. Suspende el fraseo, lo estira, angosta, en fin, lo somete a la metamorfosis: “Siempre hay que escribir contra alguien un exquisito dominó ó ó ó ó ó ó ó ó ó ó es la apuesta: cero Poemas partidos por la mitad que son inverosímiles animales radiantes: esta bestia de creolina enfrente de un mezzo torito con su pitón en mi ano garganto capitán gargantúa…”.
Necesaria parece la poesía de Fernando Escobar Páez (Quito, 1982) en el medio literario, necesaria en el sentido de que llena un espacio en el que la procacidad y las parafilias conviven sin remedio (a lo largo de Escúpeme en la verga, p.e.) Alguien tenía que atreverse a dar el arriesgado paso entre el discurso lírico y la rusticidad llana. Aparentemente es una palabra que denigra a sus interlocutores pero, si vemos más allá, es un aparato que desde su fuselaje asume la misión del descrédito universal, de una declaración de la desconfianza y, por eso mismo, de la duda sobre la interrelación humana.
Santiago Vizcaíno (Quito, 1982) es contundente y maduro cuando metaforiza. Como pocos, proyecta una dolorosa orfandad y la desarrolla cuando escribe de la sangre, de la tierra, del rol que le aguarda en el mundo al escritor (síntoma de hiperconsciencia). Asesta un golpe tras otro contra el teatro cotidiano, y de tal estrépito surge una voz revitalizada en el escenario nacional:
Santiago odia su primer nombre
con el que tiene que cargar como a un
manco muerto.
Santiago tiene ganas de llorar en el espacio desolado de la calle
donde se han de sacrificar los fantasmas, en coro,
de unos últimos suspiros.
Las búsquedas de Freddy Ayala Plazarte (Aláquez, 1983) lo llevan a explorar distintas vías que tientan la sonoridad. Indaga las lindes del reflejo (propio y ajeno) e hilvana un fragmentario testimonio de la orfandad. Al mismo tiempo se juega en gran parte sus recursos, como los claroscuros conceptuales, en la conciencia de la inconclusividad, de la carencia:
…Línea del aletheia griego
Línea del sacerdote egipcio
Línea del céltico frío
Línea del minúsculo haiku
Línea del taoísta ocaso
Línea del indiano fuego.
Demuestra preocuparse peculiarmente por el sistema a través de una dolorosa reflexión con que asume su registro del mundo. Si utiliza la ceremonia de la sombra para reflejarlo todo, es para poner el dedo en la llaga del régimen que apoya lo que llamamos existencia.
Fabián Darío Mosquera (Urabá, 1983) es, con mucho, uno de los poetas más guayaquileños que existen. Parte de sus poemas han sido publicados y el conjunto espera su edición exenta. Mosquera realiza un formidable trabajo con el lenguaje, y hace de la herramienta tropológica su fuerte acogiéndose a una línea que no roza sino que se sumerge en lo neobarroco: “Ojos-escorpiones de neón entre arbustos de penumbra. Torre africana con grillete de alfanjes erizados. Una hoguera crepitando en la frente de las playas, o la quijada de la lluvia contra el vértigo…”.
Casi sin conciencia de construir una encarnada poesía, Andrea Crespo (Guayaquil, 1983) constata, desde una simultaneidad de pulsiones, la desfiguración) del sujeto moderno. La inminencia del terror parecería estar en el umbral de estos poemas: “Presenciamos, con sonrisa de cal, el pronunciamiento de las putas sindicalistas. En las explanadas, todos en filas perfectas reproducen el caos. Colores similares, dolores inservibles con la sustancia sacra de los 3 dioses orgiásticamente convertidos en 1. La propaganda del milagro, el acto de fe secular que obstaculiza la introspección”.
Pesa mucho para Víctor Vimos (Riobamba, 1985) la memoria. Esta añoranza es la infancia, pero no la infancia del autor o del sujeto lírico, sino del mundo; acomete a ese estadio pretérito desde su trinchera discursiva llena de claroscuros. Es consciente de lo exiguo del lenguaje, y por eso escribe buscando vadear los meandros de las palabras en pos del sentido evanescente:
De esta porción de tierra soy dueño
yace aquí el esqueleto de mi infancia
(colibrí que
vaga tras un cometa
adivinando la caricia del viento en la nada)
La poesía de Kelver Ax (Loja, 1985) es el resultado de una amalgama de referentes bien digeridos. Con influencia de la plástica, de la que es destacado exponente, estos poemas apuestan deliberadamente a un discurso poblado de desafíos sintácticos y tipográficos que perturban al lector, lo mismo que su permanente referencia a la madre, al padre, a los seres con quienes lo liga tanto el ADN real como el simbólico: “Mi esqueleto camina en contra mío/ mata y se alimenta de los caballos que domestico”. La concepción de ciertos poemas impresos al revés implica un juego con el lector. Se profana la escritura, se logra la inversión de la página, la disposición distinta del poema en su espacio natural. El testimonio obsceno es el resultado. Obsceno en el sentido de espacio para la impudicia “ser invisible/ como los niños cuando cierran sus ojos”.
A través de sus libros, Agustín Guambo (Quito, 1985) da cuenta del cuidado que pone a su expresión a la hora de involucrar una decantación que roza y se sumerge en lo telúrico. Mucho de lo que aquí puede leerse indaga desde las sonoridades de la lengua quichua. El resultado es una desacostumbrada poesía, que evoca atavismos ctónicos combinados con recursos surrealistas:
No tuvimos suficiente suerte
esta noche ¡Hinariy Wañuy!
navegará tu sangre sobre colinas salvajes
¡kaina kay kawsarin!
sobre mi lengua crece el calor de la muerte
el desierto habita en mí —¿lo sabes?
los coyotes son mi sangre —¡lo sabes!
En la voz de Pablo Flores (Quito, 1988) se concibe la poesía como juego de naturalezas varias que se desenvuelven en el mundo. La imposibilidad de avanzar se resuelve en una tensión, que a su vez pretende ajustar(se) en una vocación de apertura temática. La potencia del texto emana de la lúcida búsqueda de su(s) identidad(es) por los vericuetos de un proteico sujeto:
Por eso tuyo
es el llamado a postergar la fragilidad del
silencio
entre las letanías
de nuestra sangre sobre
la sangre de otros:
todo no cambia todo.
Morir es suficiente.
No se desenvuelve buscando la planicie de la cordura, sino la cornisa de una palabra alienada.
En los poemas de Calih Rodríguez (Macas, 1988) es notorio un impulso que conduce a un vaciarse violento de una palabra que nuevamente se llena con sentidos alternos que no parecen extenuarse en su proyecto de ebullición:
San Agustín se martiriza bebiendo los ojos
pútridos
de los 12 gorriones del libro ancestral de las
quimeras
—Aleluya de cráneos bíblicos—
La niña empezó a comer carne humana en
un día como hoy.
La de Rodríguez es poesía de factura, preocupada por el desafío y la metáfora.
Para Carla Badillo Coronado (Quito, 1985) el poema puede ser partitura, crónica de viajes o el lugar donde el cuerpo (puede ser el de la ciudad también) se separa y rearma para el amor. Cristian López Talavera (Quito, 1985) enuncia sus textos desde la soledad, gravitando con cierta irreverencia retórica. Por otro lado, Ana Minga (Loja, 1985) impreca contra los ingredientes de la sociedad y nos hace conscientes de su fractura. En cambio, Tyrone Maridueña (Guayaquil, 1986) esboza un irregular mundo de fintas con la marginalidad, la violencia y la desfachatez.
Pronto demostró Luis Franco González (Salinas, 1988) una palabra que se revitaliza; un ánima que se expande desde y hacia las lindes sensoriales de todos. La individualidad que se expresa en estos poemas lo hace desde una epifanía particularísima, que obliga al lector a hallarse, a tomar partido ante una desenfadada propuesta que no deja fuera la oportunidad de configurar puentes donde el cuerpo colisiona con otros. Homoerotismo que lleva marcada la impronta de una lírica tozudez: “Lejos, ondulando los frutos de este sacrificio o profanación, como quieras llamar al amor. Desnudos, como si la tristeza o el silencio no fueran un insulto. Escucha como muere esa voz, envenenada”.
→El lenguaje es la peor convención posible, en palabras de André Bretón; quienes acometen contra esa convención son llamados poetas. Lo son aunque no elaboran mundos vacíos: trabajan con el material lingüístico a su disposición. Desde lo neobarroco, el surrealismo, la poesía del lenguaje o las nuevas búsquedas épicas, los creadores lanzan sus discursos al mundoDesde que salieron a la luz los primeros textos de Yuliana Marcillo (Chone, 1987) y Ernesto Intriago (Manta, 1986) supimos que algo novedoso estaba ocurriendo en Manabí. Parece que Marcillo está construyendo su poema continuamente, en varias y sucesivas formas; pero es el mismo poema, como si asumiera una especie de work in progress a lo largo de sus entregas. Intriago se regodea en un ir y venir de fórmulas que lo hacen fluctuar entre las opciones de reconciliar su voz con el universo, o no. Usa la ironía como elemento distanciador y porta una sobria musicalidad a sus poemas.
Se entendería menos el alcance y presencia de la poesía emergente sin Gabriela Vargas (Guayaquil, 1984). Aquí, como en buena parte de los poetas de esta hornada, hay una hiperconsciencia creativa que se mueve entre giros esquizos y un lúcido planteamiento:
Desestructuración,
piedra y paranoia.
Colocando figuritas de perros guardianes en las
ventanas de mi angustia
para no comerme la luna
para no ver la luna en el vidrio
(…)
custodiando la mueca que se retuerce
e impide el brote de la palabra.
En lugar de una conclusión
El lenguaje es la peor convención posible, en palabras de André Bretón; por eso quienes acometen contra esa convención son llamados poetas. Lo son aunque no elaboran mundos vacíos: trabajan con el material lingüístico a su disposición y, más bien, fracturan el universo que devuelven a los lectores. Aunque la proyección adopta a veces otros formatos (el mundo virtual), cada voz desmonta los fragmentos de la realidad y adensa, a su manera, la palabra que llega a sus interlocutores. Estos creadores alimentan sus discursos desde el neobarroco, el surrealismo, la poesía del lenguaje o las nuevas búsquedas épicas. Algunos se nutren de localismos y son conscientes de su papel (metapoesía). En el país cohabitan múltiples registros y formas de encarar la desazón existencial. La ciudad se ha convertido en el lugar de las heterotopías y el desencanto. Lo que en la cultura es simulacro, muta en recorridos por los límites de lo marginal y afincamiento en la ironía. Parece difuminarse todo tabú en favor de la permanente expresión desde una diáspora (dispersión que es pretendida por cada uno de estos poetas).