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Correr parejo con lo incurable

Correr parejo con lo incurable
11 de julio de 2016 - 00:00 - Andrés Villalba Becdach

Luigi Stornaiolo es quizás el artista vivo más emblemático, enigmático, contradictorio e incomprensible del país. Este acierto tiene asidero en una obra que cada vez crea más partidarios a través del rechazo —la violencia de sus cuadros ha provocado una extraña fascinación en el espectador— y que ha arrastrado a su creador por más de 40 años hasta prácticamente derrotarlo y anularlo. De hecho, se trata de una pintura autobiográfica: la experiencia vivida es revolcada en la tela, esta es la analogía de sus cuadros con un poema y así el Stornaiolo que pinta va de la mano del Stornaiolo que habla.

Para quien recién lo conoce, es paradójico que sus cuadros descarnados, apocalípticos, provocadores, de colores estridentes y atiborrados con personajes que llevaron sus vidas a extremos oscuros sean pintados por un individuo tan amable, ligero, volátil y dócil de tratar, en apariencia sereno: sus ojos dicen mucho más de lo que ven. Es excesivamente cordial, reverbera una expresividad compleja en la mirada, y logra conmover y alegrar después de saludarlo. La agresividad de su obra es un mecanismo de defensa y una falsa coraza; en el fondo, hay un individuo delicado, con una personalidad encantadora.

Salir la noche de un viernes con Stornaiolo, con apenas $ 5 para el taxi, en un itinerario de bares por el barrio La Mariscal de Quito, es realmente una aventura. A Luigi, con su estilo inconfundible, su paso desgarbado y su alborotado cabello —como quien no se ha visto al espejo en mucho tiempo y vive en el perpetuo extravío de un mundo más real—, lo reconocen, interceptan y admiran en cada cuadra, de bar en bar, mujeres y hombres de toda clase social. Consciente del afecto de la gente, es recíproco con cada uno. Hace unos años me comentó: «Lo único que he logrado con esta farfulla de dármelas de pintor es que me regalen trago en los bares». Luigi suscita la risa del escucha; sin embargo, es capaz de trasladarlo del humor a la reflexión. De ahí que las palabras, y los cuadros que pinta hagan de este artista un personaje emblemático. La vorágine y turbulencia a la que está sometido dibujan su naturaleza tierna y cruda impronta, y una extensión de su violento y particular trabajo como pintor.

Más allá del pensador delirante, se trata de alguien extremadamente dotado y talentoso para la pintura. Por la desgarradura, humor e ironía de su obra, nadie permanece igual después de ver un cuadro suyo, y ese es, precisamente, uno de los filtros y termómetros mayores del arte: transformar la imaginación del espectador y tocarlo emocional y psicológicamente (este efecto de su obra ya ha lanzado sus golpes a seis generaciones). El tránsito de Stornaiolo por diferentes estilos, técnicas y escuelas pictóricas ha provocado que encuentre una huella inconfundible.

Su obra se ha transformado y reciclado desde que empezó a pintar. Ha logrado capturar el movimiento de lo corporal y visceral, de la realidad y la fantasía, la cordura y la locura, en una fusión singular de estridencia cromática y figurativismo virtuoso. Su trayectoria está formada por cinco etapas con el hechizo y estupor de una pintura que no envejece. Porque los mitos no envejecen.

La idea romántica del artista irreverente, seductor, desgastado, excesivo, mujeriego, sufrido, corroído, marginado, histriónico, contestatario, cínico, nihilista, contracultural, desgarrado, ácrata, enmarañado, humorista, obsesivo, decadente, humilde y genial se cumple a cabalidad en Stornaiolo. La distancia que toma respecto de su obra —como si no fuese suya, como una entelequia del pasado que no le pertenece, un equipaje demasiado pesado para llevar, y la redundancia con ser obstinado en la negación de creerse pintor o la imposibilidad de mirar atrás y reconocerse como artista relevante— no deja de sorprender, por más que haya ejercido una atormentada y acérrima actividad creadora.

La obra de Stornaiolo es trascendente para la historia del arte del Ecuador, y de un personaje mitificado: talento innato para el dibujo, dotado de belleza física, un precoz reconocimiento artístico en el medio, alguien que lo tuvo y lo perdió todo, una vida dedicada a la pintura, sin ejercitar otro oficio. De un momento a otro, cuando estaba en la cresta de su labor pictórica, fue víctima de una progresiva afección que paralizó el lado derecho de su cuerpo, y tuvo que aprender a pintar con su mano izquierda. Esta situación no deja de ser una circunstancia estoica que lo subordina a diversos trances y lo enajena hacia una natural tendencia a la desintegración, hacia una nebulosa de soledad infranqueable y automarginación, donde habita hasta cortar los vínculos con la realidad, para crear otra más hostil, desenfrenada y descabellada. Luigi vive poéticamente —ha llevado una vida bohemia, voraginosa y caótica— y con un discurso fatalista construido desde la ironía.

Existen palabras, formas, lugares, texturas, materias, conceptos y hasta enfermedades que conforman la trayectoria vital de un creador y se permean soterradamente en su universo creativo, exhiben una huella particular en su obra al reinventar el cuerpo humano: eso que hace a un artista único y verdadero.

Cuando el crítico de arte inglés John Ruskin (1819-1900) comentó el cuadro prerrafaelita de John Everett Millais, Sir Isumbras at the Ford estableció tres categorías de pintores. Un grupo, el más abundante, que trabaja con pincel pretencioso y acaba apagándose con sus exabruptos y, en el fondo, ñoñerías. Un segundo grupo, de artistas auténticos, devotos, pero incapaces de trascender ciertas barreras de la naturaleza, y que termina por tropezar con una realidad unívoca que encierra y limita: dejan una obra valiosa pero que no se sale del marco insalvable de los propios límites. Por último, una tercera categoría de creadores con una «inventiva» que continuamente los lleva a rebasar los propios límites, a romper con los moldes recibidos y adquiridos, ampliando la tradición al crear una nueva, de ruptura: los fundadores de nuevas corrientes le devuelven brío y renovación a la acumulada tradición de todas las artes. Luigi, obviamente, pertenece a esa última categoría.

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