En Mutaciones del cine contemporáneo (Ed. Errata naturae, 2010) el crítico estadounidense Kent Jones expresa, en referencia a lo que Susan Sontag llamó “la muerte de la cinefilia”, que Quentin Tarantino se ha vuelto una ausencia estructurante: “Obviamente el problema para ella no es tanto que él no sea un cinéfilo sino que sea la clase equivocada de cinéfilo. El pasado de Tarantino como empleado de un videoclub se ha convertido en un chiste. Y me temo que es un chiste despreciativo y snob (cuando le conté a un amigo de lengua afilada que Tarantino era fan de Eric Rohmer, replicó: Debe haberlo descubierto en la sección de cine extranjero)”.
Son comunes, entonces, los membretes de aquellos que resienten su obra por esa bastardización (desde luego sin gloria) que “pasa por arte” (charlatán, impostor, etcétera) o, por el contrario, el entusiasmo de otros que vieron en su momento a Tarantino (Cabrera Infante, por ejemplo) como un transformador del “estigma” en “emblema”; la encarnación, lo sabemos, de esa “nueva cinefilia” en la que al fin se encontraban las cintas de Kung Fu con la Nueva Ola Francesa y el Hollywood clásico, más allá de elitismos, prejuicios o purismos neutralizantes.
Y en efecto, podríamos decir que Tarantino ha implementado en cine el contagio significante que Burroughs refirió en literatura. No es un legado menor. O precisamente porque es menor, en la medida en que desacraliza sustancias y contenidos ubicándolos horizontalmente -Godard junto a Jess Franco-, es que resulta relevante. Desde luego, algún crítico puntilloso podría precisar que ese espíritu de contagio significante ya se había insinuado con anterioridad, basta pensar en la declaración pública de Truffaut, uno de los teóricos del cine de autor, afirmando que The Honeymoon Killers, esa obra maestra de la “experiencia” clase B, era su “película americana favorita”. Sin embargo, ese mismo crítico deberá transigir en que nadie ha encarnado dicho espíritu de manera tan clara y socialmente extendida como Quentin Tarantino.
Pero aquella desacralización es además, evidentemente, a manera de elaboración bifronte, al mismo tiempo una reivindicación. No solo se trata de bajar a Godard de los altares de la cámara/estilográfico para ubicarlo al pie de esa suerte de impresionismo sucio y elemental —tipo Franco, u otros tantos— sino de darle a esa suciedad, a ese sedimento de fondo, un estatuto de valor difícilmente considerado a través de la historia. Un ejemplo sencillo para observar este mecanismo distintivo es el de las elecciones de reparto: actores subestimados, encasillados o con carreras en punto muerto (Travolta, Pam Grier, Carradine, Don Johnson…) encontraron en la imaginación de Tarantino una vuelta de tuerca que en ocasiones los redimió, en otras los re-potenció, pero siempre los mostró con un carácter y singularidad que no habían mostrado antes. Y el director lo hacía con conciencia plena de que se trataba de un homenaje en la mejor clave pop. Entre los cineastas recientes, quizás Paul Thomas Anderson logra un efecto parecido (si bien suele trabajar con grandes intérpretes como Joaquin Phoenix o Philip Seymour Hoffman y sus cintas se mueven dentro de otras coordenadas expresivas, lo que hizo con Burt Reynolds en Boogie Nights, Adam Sandler en Punch Drunk Love o incluso Tom Cruise en Magnolia coincide con ese rasgo tan tarantinesco).
De cualquier forma —y esta es mi opinión, por favor— hay que decir que varias de sus cintas siguen igual de buenas (Reservoir Dogs, Pulp Fiction y Jackie Brown, sobre todo. Kill Bill me gusta menos, pero reconozco su notable factura); y es claro que Tarantino maneja con gran impronta personal, perspicacia y sentido del ritmo y fuerza expresiva algunos de los aspectos más difíciles del cine, especialmente la confección de los diálogos y las “mañas” para sostener la tensión de una escena (como sabemos, los ejemplos en este rubro son copiosos: Samuel L. Jackson citando el pasaje bíblico de Ezequiel, David Carradine reflexionando sobre Superman, Steve Buscemi diciendo que no da propinas… y bueno, el “caso” Cristoph Waltz, de quien Jamie Foxx, coprotagonista en Django Unchained, ha dicho lo siguiente: “Es como estar compartiendo escenario con Nureyev en sus mejores días… Todo un talento, un artista de la palabra, un prestidigitador del diálogo. A su lado no se puede más que callar, admirarlo y aprender. Quentin le adora y le escribe unas líneas que solamente él puede recitar en pantalla”).
Tarantino y las palabras: una consonancia virtuosa para el cine finisecular y de principios del XXI, que encontró sin duda en Waltz un inmejorable catalizador. El director es, como nos recuerda precisamente Cabrera Infante, ante todo un escritor que contradice el rictum tradicional de Hollywood: el diálogo sirve solo para hacer avanzar la acción. Para él, las palabras son la acción. Y a juzgar por su última película, ese sigue contándose como el rasgo más valioso de su trabajo, aunque mucho del efecto Tarantino haya palidecido… Parece cierto, a estas alturas, que toda esa hibridación pastiche alcanzó un punto de saturación. En todo caso, esta sucinta puesta en perspectiva buscaba hacerle un poco de justicia a su western pop y avanzar —o retroceder, más bien— a partir de allí.
Nos encontramos sin duda en presencia de un tipo permeado por el western, que había estado “postergando” hacer uno durante años, hasta que al fin lo rodó. Su primer acercamiento estilístico realmente claro; sin embargo, no es Django sino Inglorious Basterds, una película sobre la Segunda Guerra Mundial con mucho espíritu western, mucho espíritu Pekinpah encerrado en esa banda de judíos/apaches. Una cinta que, como suele ocurrir con el realizador nacido en Knoxville Tennessee, tiene su antecedente genealógico: Aquel maldito tren blindado, filme que se desarrolla en la Francia de la guerra, pero dirigido por uno de los maestros del spaghetti western, Enzo Castellari, en ese tono… Y lo que ha tomado Tarantino de su querida Nueva Ola —de sus postulados iniciales, por lo menos— es precisamente esa intertextualidad, ese caldo de referencias. En Django, incluso a su propia obra.
Vamos al caso: ¿Es un spaghetti western? ¿Importa eso? Más allá del debate purista, hay un par de cosas que decir al respecto, tomando en consideración esa naturaleza híbrida del discurso tarantinesco. Cosas que nos darán luz para reflexionar sobre qué tan relevante, cualitativamente, resulta el momento actual del director en relación con lo que ha hecho antes. ¿Qué nos dice ese momento?
Carlos Caridad, por ejemplo, expresó en una interesante reseña que Django Unchained no es, en estricto, un spaghetti western, pues carece de los rasgos verdaderamente distintivos del subgénero, como “las excentricidades con el revólver, las acrobacias estrafalarias con la puntería, el melodrama, el inconfundible sonido del ricochet”; y que ni siquiera es una película del Oeste, pues transcurre en el sur estadounidense, “con plantaciones de algodón y mansiones neoclásicas de imitación más propias de un relato de William Wyler o Douglas Sirk que de una película de Sergio Corbucci”.
La influencia del spaghetti western, sin embargo, está allí, a un evidente nivel formal, con esos zoom it y zoom out bruscos desde o hacia varias acciones de violencia; las canciones que “paladean” el nombre de nuestros antihéroes, la tipografía de los créditos; además del homenaje a Django (con cameo de Franco Nero), esa película de mediados de los sesenta recordada por ser de una violencia casi de carnaval... todo aquello —y lo mencionaba también, como si quedara alguna duda, Jamie Foxx recientemente— se metió en una licuadora junto con una gran dosis de Blaxploitation y otras tantas cosas de ese herbolario quentiniano cuya variedad y contraste son bien conocidos por todos. La inquietud es: ¿acertó? ¿Se le fue la mano? ¿Perdió rigor? ¿Qué idea de rigor puede asociarse con un tipo como este?
Quisiera entonces, en este punto, referirme a una anécdota harto comentada: la quejumbrosería de Spike Lee. Sí, sí; estoy consciente de que se trata de un tema cuya pertinencia crítica ha sido desechada debido a que Spike cometió un error pueril: hablar de una cinta sin haberla visto (como sabemos, se quejó de la “superficialidad” con la que Tarantino trata, supuestamente, el tema de la esclavitud). Pero quiero incorporar al cuadro la idea de que el rasgo que parece separar a estos dos más bien los encuentra y, a la larga, azarosamente, el escozor de Lee termina siendo en algo ilustrativo.
Ambos hacen un cine moral. De hecho, una de las obras más importantes de Spike Lee se llama Haz lo correcto, y si bien el newyorkino corre a veces el riesgo de caer en un tono catequizante, no debemos negar que, en ese registro, tiene películas hermosas como su documental sobre el Huracán Katrina y su épica Malcom X. En cuanto a Tarantino, volvamos a Guillermo Cabrera Infante (por cierto, las referencias a las que hemos apelado se encuentran en su ensayo San Quentin Tarantino, incluido en Cine o Sardina, Ed. Santillana, 1997), quien precisa que el suyo “es en definitiva un cine moral y Tarantino mismo confiesa su apego al difunto Código Hays por el que se rigió Hollywood durante décadas. Para él, como para J. Edgar Hoover del FBI, el crimen no paga… La alegoría de la violencia tiene una moral contra la violencia. En Reservoir Dogs y Pulp Fiction (y también en lo que vendría después) solo mueren los violentos”.
El punto es que la búsqueda moral de Tarantino (o, mejor dicho, su predisposición ética, en el sentido de una “manera de formalizar”) está determinada por esa reconsideración de un sedimento de fondo, como decíamos líneas arriba, y eso implica no tomarse las cosas muy en serio (de allí el recurso de la tergiversación histórica, presente en sus últimas entregas). Pero insisto en que con Django, azarosamente, ha terminado por darle la razón de alguna manera al prejuiciado Lee, en cuanto a la falta-de-rigor: pensemos en ese flojísimo golpe argumental/de trama que busca suscitar la reivindicación del esclavo y, para colmo, que propicia un cameo desafortunado. Se ha dicho: Tarantino es un adolescente perenne haciendo cine, con todo lo bueno y lo malo que eso puede implicar. El asunto es que hasta los adolescentes —arquetipos del capricho— tienen, diríamos, una idea de rigor, de contención, cuando lo que hacen les interesa. Y el remate de esta cinta parece hecho sin interés, a la maldita sea, una suerte de chapoteo autocomplaciente y excesivo que nunca vimos en sus cintas precedentes, en las que los personajes, si bien inscritos en una dinámica del disparate kitsch, preservaban en todo momento su espesor simbólico…
No es que no haya, ojo, buenos personajes en esta entrega. El de Samuel L. Jackson (para dejar un poco a un lado la alusión casi automática al trabajo de Waltz) debe ser de los mejores de su carrera, no solo por el nivel actoral, sino porque se trata de una particular encarnación del poder: el cabeza de ratón, esclavo de confianza obsecuente y lambón, inflexiblemente tiránico con los suyos… pulgares arriba para Tarantino aquí, pues rara vez vemos tan bien expresado en el cine ese fenómeno común en la historia social: el sujeto sometido que agenciosamente adquiere entre los suyos la saña de aquel que lo somete. Quizás Polanski con sus referencias a la policía judía durante la Segunda Guerra Mundial sea el antecedente cinematográfico a mencionar.
Pero más allá de esos aciertos, insistimos, la forma desprolija en que la cinta se precipita hacia su broche muestra bien —usando la expresión de Michael Hardt— un lenguaje que empieza a sufrir de esclerosis. Se trata de un fallido guiño, incluso considerando las licencias tarantinescas, porque ya sabemos, después de Maradona, que la propia decadencia se “evalúa” dentro de los parámetros y códigos establecidos por uno mismo (es decir: ¿cuándo podemos tildar de decadente, en su connotación peyorativa, a aquello que ha hecho precisamente de la decadencia su singularidad expresiva? Más allá de la paradoja, habría que plantearse si el Tarantino de hoy está, en ese sentido, tildado…). El problema no es que por ejemplo ese manierismo superfluo que al final vacía y aplana al personaje de Broomhilda —quien celebra tontamente mientras Django incendia el mundo— sea desacertado para la moral histórica de Spike Lee o el purismo de los ya conocidos anti-tarantinianos post Sontag; sino que lo sea incluso dentro de los códigos de representación, dentro —digámoslo de una vez— del rigor propuesto por el mismo Tarantino.
Esta laxitud en tanto discurso y configuración de los personajes centrales es también una laxitud formal, propiamente cinematográfica. Recién estrenada la película, entre las reseñas que leí había una firmada por Eduardo Varas que planteaba la pérdida de potencia de Tarantino como consecuencia, en gran medida, del fallecimiento de su habitual responsable de montaje, Sally Menke. Una idea a la que deberíamos prestar atención.
Existe una suerte de mito en la industria cinematográfica (al que algunos, está bien, le atribuyen cierto tufillo sexista en tanto “división colectiva del trabajo”, aunque si revisamos el estupendo documental The Cutting Edge podremos constatarlo como hecho histórico) que propone que las mujeres se dedicaron particularmente al oficio de montaje —en los casos español y norteamericano, por ejemplo, han sido muy numerosas— porque mostraban no solo más motricidad fina, indispensable durante los tiempos en que el corte se hacía con la mano, sino también mayor sentido del equilibrio y una asesoría certera que no buscaba opacar al realizador. Lo cierto es que, mitologías de cartón piedra aparte, en efecto podríamos mencionar concretamente algunas de esas relaciones director/editora en que la figura de la segunda alcanza ribetes maternales/de confidente/albacea/asesora conceptual y estética, y cuyo paradigma es la conexión, casi telepática, entre Martin Scorsese y Thelma Schoonmaker (o la figura de Verna Field, a quien Spielberg llamaba precisamente Mother Cutter). Uno de estos casos era el de Tarantino y Menke, de cuya mano Django resiente visiblemente la ausencia: una película que en su articulación final, en su sintaxis total, no cuaja rítmicamente, sobre todo si consideramos cómo venía la mano desde inicios de los noventa. Eso, por supuesto, y en el sentido de lo que veníamos diciendo, sumado al hecho de haber perdido el amplio apoyo artístico que Menke constituía para el director. Agreguémosle al asunto otro aspecto que, en objetivos términos de producción, me parece que nunca le había ocurrido al realizador de Pulp Fiction: un impasse o una mala elección de elenco. Di Caprio nunca se sintió bien con su personaje, y eso se nota.
Recién terminado el rodaje de Django, Tarantino expresó en una entrevista con Playboy su deseo de retirarse del cine una vez que completara su décima película. Se viene Kill Bill III, ha dicho, y luego una de gánsters de los años treinta. Allí están las diez. El retiro quizá sea lo mejor. Por lo menos por un tiempo. “Cuando a los directores se les pasa la edad, no es nada bonito. No quiero ser un director viejo”, se ha quejado, como intuyendo el fermento. La decisión es difícil: cuándo parar, o cómo replantearse. Lo cierto es que todo lenguaje que en algún momento encandila, interpela, corre el riesgo de caer en zona de confort. Tarantino tiene razón, y con “director viejo” se refiere puntualmente a aquel que abusa de su propio lenguaje, como el último Antonioni. Y no solo ocurre en la estética, obviamente, sino en todos los campos de la articulación simbólica. De hecho, la referencia a Michael Hardt, acerca de la esclerosis de un lenguaje, viene del campo político, en alusión a lo que supuestamente fue el “nuevo lenguaje” de la izquierda latinoamericana hace 10 años (con la resistencia en la Cumbre de Mar del Plata y demás) y lo que ha terminado siendo por ejemplo el chavismo hoy, víctima de su propia retórica y simbología trasnochada, autoritaria y paranoica. No es, desde luego, una equivalencia in stricto de rasgos o fenómenos, simplemente un ejercicio comparativo a partir del problema de un saber-hacer-con-el-lenguaje. En el caso de Tarantino, se apoltronó, “sacramentalmente”, en su propuesta pastiche y políticamente incorrecta, hasta aflojar la mano y desdecir de su propia idea de rigor. Y aunque suene a herejía contra la santísima tarantinidad que ha cosechado fieles en las últimas décadas, lo mejor quizás sea que a partir de ahora —y dependiendo de cómo salen esos dos proyectos que se le vienen— el ex dependiente de videoclub que pateó el tablero en los noventa se retire al silencio de una meditación monástica, que para el caso quiere decir a un acto de constricción cinéfilo (¿con propósito de enmienda?), a ver qué replanteamiento surge de esa íntima decisión. No le perdamos la fe.