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Cine Beat: De la ofensa a la reverencia

Cine Beat: De la ofensa a la reverencia
06 de junio de 2016 - 00:00 - Juan Manuel Granja, Escritor y periodista

Jack Kerouac, Allen Ginsberg y, quizás antes que todos: William Bouroughs. Podría lamentarse que la alineación titular de la generación beat (ese movimiento literario de la posguerra estadounidense, cuya sola mención hace que palabras como subversión y contracultura se merezcan vacaciones) se convierta en un estetizado y a la vez despolitizado firmamento de estrellas de Hollywood.

Y aunque el cine sea el cine y la literatura otra cosa, se podría denunciar la aullante contradicción que se hace evidente si se toma en cuenta el antimaterialismo, el rechazo al mainstream (cultura de masas) y el malditismo casi romántico que profesaba el grupo. Se trata de un movimiento de escritores que creó algunas de las obras más escandalosas de su época. Claro, si no se tomara eso en cuenta, no estaríamos hablando de los autores de Naked Lunch, On the Road y Howl, sino quizá de versiones edulcoradas, menos exigentes, más… pop. Y para eso solo hace falta meterse al cine luego de dejar los libros guardados en el cajón. ¿O quizás el asunto no es así de simple?

Habría que tomar en cuenta a los innumerables no-lectores que se acercaron a sus libros, o a la literatura en general, por medio de una película o alguna referencia musical o lírica (en canciones de Bob Dylan o David Bowie, por ejemplo) a los beats.

La crítica a los valores sociales, por la vía de los excesos o del orientalismo, y el uso —y del abuso— del arte como fuerza contracultural transitó de la narrativa y la poesía de la década de los cincuenta al mundo del rock y (aunque de forma degradada, según Kerouac) al hippismo en los sesenta.

No obstante, con la producción de películas recientes como On the Road, protagonizada por Kristen Stewart y Garrett Hedlund, la referencia a la generación beat se reduce a eso: a contentarse con la referencia, a hacer del referente una cita sin peligro. Esta película basada en la novela más célebre de Kerouac se enfoca más en la imagen de los beats que en su propuesta. Una imagen que además es reconstruida a partir de las apetencias actuales del consumo cultural, es decir, de un atrincheramiento en la identidad, por más freak o queer que esta sea, como una forma de amordazar la necesidad del verdadero cambio político.

No es casual que en la era del hipsterismo, se rescate a Kerouac y compañía. Sobre todo a Jack Kerouac: un exjugador de fútbol americano, un tipo fotogénico, irónico, promiscuo y tan cool y rebelde que —como decía Truman Capote al criticar la “ausencia” de un trabajo de estilo en la escritura de los denominados beats— podía permitirse mecanografiar en lugar de escribir.

En On the Road, los autores beat son retratados como un fetiche retro, se convierten en un ícono más dentro de la vitrina de lo cool en donde ha sido también colocado el rock e incluso los crooners de la Rat Pack, con Frank Sinatra a la cabeza. (Los opuestos terminan por atraerse: el mismísimo Bob Dylan ha grabado no uno sino dos discos de versiones de temas antes interpretados por Sinatra). En la película, la ‘glamurización’ de las drogas, de la ambigüedad sexual y de un modo de vida disidente no llegan a expresar la necesidad vital de esa subversión por la sencilla razón de que la estrategia cinematográfica empleada no acompaña esa voluntad.

El cineasta brasilero Walter Salles, quien anteriormente había dirigido Diarios de motocicleta, aun cuando sus obsesiones fílmicas parecen ser las carreteras y los viajes, simplemente no se arriesga. Se podría decir en su favor que ahí estará siempre la novela de Kerouac para quien quiera leerla, que el cine es un lenguaje diferente al de la narrativa escrita, que el director puede tomarse las libertades que se le hagan necesarias, que esto es un producto y no una obra de arte.

Nadie le pide a una adaptación que sea literal o que supere a la obra original pero el problema central es que en esta película no hay incertidumbre ni energía, solo bonitas postales de una contracultura glamurosa. Lo que sí hay, y en exceso, es reverencia. Lo que nos llega como espectadores es demasiado respeto por un tipo de arte que se planteaba como una ofensa al arte.

De acuerdo: a veces no es necesario escribir bien, sino ser capaz de expresar algo. Pero eso es lo que olvida Salles, su película está demasiado bien escrita, filmada, editada, hablada e interpretada. On the Road está tan bien hecha (y por “bien hecha” me refiero a pulcritud y no a audacia u originalidad) que verla no es embarcarse en un viaje por la carretera americana hacia la perdición; sino que es simplemente como ver una película, otra película más, una película bien hechita y empacada.

Si bien la generación beat en su época fue muy caricaturizada por publicaciones y medios de comunicación que ridiculizaron su apariencia o su forma de hablar para de alguna manera contestar la afrenta contra el statu quo y el conservadurismo de los años cincuenta que significaron sus obras y sus intervenciones públicas; al menos esto implicaba una cierta desacralización de su espiritualidad orientalista y de su hipsterismo metafísico. La actual reverencia pop hacia su imagen, en contraste, resulta más perversa que la antigua caricaturización puesto que parece querer desactivar desde adentro su capacidad subversiva al hacer que estas obras aparezcan simplemente, en su versión fílmica o como objeto cool de consumo, como un repertorio de identidades “alternativas” prêt-à-porter.

Sin embargo, ya hubo un intento mucho mejor logrado de trasladar al audiovisual el vértigo y la insolencia de la literatura beat. En Howl, el poema de Allen Ginsberg es llevado al cine en un trabajo que no se plantea ni como una biografía, ni como un documental, ni siquiera como una adaptación, sino como algo que parece mucho más simple por lo poco usual que resulta en el cine la posibilidad de hacer que una pieza literaria conocida y celebrada adquiera vida propia en la pantalla.

James Franco se encarga de interpretar a Ginsberg en un filme que puede entenderse como una pieza cinematográfica de crítica literaria que usa el contexto histórico para enriquecer el argumento y no para gastarse en explicaciones. Los puntos de despegue de la cinta son el propio poema, una entrevista a profundidad que Ginsberg dio en 1957, así como los juicios por obscenidad que causó la publicación del texto.

Flashbacks en blanco y negro permiten adentrarse en el pasado del poeta, en sus amistades, su infatuación sexual con Jack Kerouac y Neal Cassady —el alocado y brillante delincuente que inspiró la escritura de On the Road— así como su feliz relación con el también poeta Peter Orlovsky.

Los directores de esta película, Rob Epstein y Jeffrey Friedman se esforzaron por hacer algo nada fácil pero muy preciso: que el espectador sea capaz de testimoniar cómo debió haber sido escuchar el poema Howl (Aullido) por primera vez en 1956. Lo curioso es que a la hora de presentar el poema en la pantalla grande, recurren a una secuencia de animaciones que sufre de un problema parecido al que presenta la versión de Salles de On the Road.

Efectivamente, a la voz que recita el poema se superpone una ilustración de la obra de Ginsberg que resulta demasiado literal. Las máquinas de escribir arden en llamas, figuras desnudas vuelan y copulan en el aire, los esqueletos exhiben sus corazones, los cerebros lanzan rayos eléctricos… En definitiva, la imagen poética es traducida a imagen visual sin ser reinterpretada más allá de su figuración más obvia. No obstante, el resto de aciertos del filme logran pesar más en la balanza final que el tropiezo que implica esta sección de dibujos animados.

En el fondo, sin embargo, y debido justamente a esta calidad estética cargada de reverencia, Howl no deja de proyectar desde la recreación del pasado a la identidad, a las identidades “divergentes” (de género o de estilo de vida), como una respuesta finalmente despolitizada a las incertidumbres globales del mundo actual.

Retrocedamos un poco más. Ambas películas, Howl y On the Road, contaban con un antecedente: la versión de Naked Lunch (El almuerzo desnudo) que dirigió David Cronenberg en 1991. Si bien este filme también ha sido criticado por volver puramente estético —e incluso burdamente biográfico— lo que en la novela de Burroughs puede entenderse como una subversiva alegoría política; quisiera centrarme en su representación del proceso de escritura.

Cronenberg propuso llevar a la gran pantalla una actividad cuya literalidad visual hubiera significado filmar a un tipo pegado a una máquina de escribir: la película más aburrida del mundo. El cineasta canadiense logra, por el contrario, hacer de la escritura uno de los pliegues entre las sucesivas y sobrepuestas alucinaciones que vive el personaje principal: en esta película no hay interioridad sin corporeidad, toda forma aparentemente imaginativa es en realidad tangible. Las máquinas de escribir cobran vida como escarabajos que hablan por una especie de ano-boca, los espacios son intercambiables y porosos, las adicciones tienen cuerpo y hablan de tú a tú.

En otras palabras, Cronenberg hace lo contrario de lo que hacen las literales animaciones de Howl pues lleva las imágenes del texto a su territorio fílmico y narrativo, las reinterpreta.

Se podría ir más allá y decir que en la película de David Cronenberg la identidad no es un ancla que permite encuadrar al ser humano en lo social. Lo único que existe es un cuerpo cambiante, es decir, un cuerpo que no puede ceñirse a un ideal disciplinario o cultural, sino que lleva, depende y condiciona a otros cuerpos que, al mismo tiempo, lo reflejan en sus similitudes y lo niegan en sus diferencias. En ese vacío de la identificación, lo social aparece como ficción. Una ficción que busca controlar esa corporeidad siempre plástica y, por lo tanto, impugnadora de los valores estáticos.

Si Naked Lunch maneja la identidad como un punto de partida para su propia disolución filosófica, por el contrario, On the Road y también Howl la convierten en un punto de llegada. La mascarada de una identidad “alternativa” encarnada por la representación que hacen Salles, Epstein y Friedman de los autores de la generación beat sirve para bloquear, mediante su énfasis en gestos de rebeldía glamurizada, la potencia política o subversiva que se supone caracterizaba al movimiento.

Pero podríamos dejar todo esto de lado puesto que, más que un movimiento y como prueban los distintos alcances de sus respectivos trabajos, se trata de un colectivo agrupado desde una lectura que quiere englobarlos más allá de su amistad y de unas cuantas afinidades estéticas o políticas que los unió en ciertos momentos (a Burroughs, por ejemplo, nada podía interesarle menos que el orientalismo o el budismo que fascinaban a Ginsberg). También podríamos hacerle caso a Charles Bukowski, un escritor más marginal que cualquiera de los beats, que nunca dejó de sospechar de ellos, de su rebeldía siempre atenta a la galería. O, simplemente, se podría tener en cuenta que las obras literarias más radicales y escandalosas suelen ganar la respetabilidad con el tiempo y la ayuda del entramado de la institucionalidad artística. El punto no es que sea imposible reconocer hoy la fuerza original de estos textos, sino que las obras literarias que transgreden las convenciones muchas veces terminan convirtiéndose en estandartes de su época, aunque se hayan escrito en contra de esa misma época, de sus valores o de sus estéticas. Es el aparataje de la inmortalidad artística, antes quizá que su posible ‘prostitución’ hollywoodense, lo que hace más difícil apreciar su rabia desafiante pues para defender estas obras se suele recurrir a una u otra forma de embalsamamiento. Hace tiempo que Howl, por ejemplo, un poema lleno de drogadictos, extremistas políticos y pacientes psiquiátricos rechazados por su sociedad, es leído como hito de la cultura nacional en las escuelas de Estados Unidos.

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