El Telégrafo
Ecuador / Martes, 26 de Agosto de 2025

Fue una feliz idea de Mónica Ojeda, escritora y docente de la Carrera de Comunicación, Mención Literatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica, crear la Bienal Nacional de Literatura que empezó el año pasado con una convocatoria a la poesía. Digo feliz idea simplemente porque los concursos visibilizan las coyunturas literarias, tal vez impulsan, pero luego se esfuman en el firmamento del devenir. Lo que quedan son las obras premiadas que tienen que sobrevivir por sí mismas, tal vez con un mayor peso: el de justificar el premio que se han ganado.

¿Acaso serán por eso los lectores más inquisitivos con ellas? ¿Irán a esculcar entre sus páginas la razón de ser de tal o cual dictamen, más que nada, prevenidos por la malicia que puede rodear el otorgamiento de un galardón aureolado por el vil metálico? ¡Bueno sería que hasta la desconfianza nos aproximara a un libro de poemas! ¡Óptimo móvil para descubrir qué late, qué se esconde, qué vibra en cada línea de esta poesía contemporánea que desconcierta a los legos y que hace que el receptor tradicional se aleje de sus “rarezas”!

Estoy segura de que Ernesto Carrión es consciente de que su obra va de círculo en círculo de… ¿Poetas?, ¿escogidos?, ¿estudiosos? Todos ellos pertenecientes a grupúsculos o cenáculos en los que el lenguaje “diferente” (y uso una categoría que escuché varias veces en sus labios en el último desembarco poético) se ha entronizado como plataforma de lo que aceptamos como lírico.

Yo uso un adjetivo menos amplio —exigiendo que lo “diferente” sea más aprehensible para que pueda ejercer como puente entre el emisor y el receptor de poesía— y empleo la palabra de Jonathan Culler: “extravagante”.

La poesía de hoy es el terreno de lo extravagante en el sentido real del término: alude a lo “fuera del orden común, a lo extraño y desacostumbrado, a lo excesivamente peculiar u original”.

Y dispuesta a recibir los poemas de este libro —como cualquier otro de poesía de nuestro tiempo, o de aquella que se encubre bajo la sombrilla de las vanguardias—, tanto como texto cuanto como acto, he abierto varias veces las páginas de Como un caracol nocturno en un rectángulo de hielo. El autor tiene que admitir que esto de “varias veces” responde a este encargo de leerlo como profesional y manifestarme sobre él. Por lo general, el lector común ojea, lee y abandona, sin sentirse capaz de manejar su desconcierto.

De un espacio a tres voces

El hospital McLean, fundado en 1818 en lo que hoy es Belmont, Massachusetts, pone el espacio para este poemario orgánico que no responde a la clásica colección de textos de una etapa: es resultado del ensamblaje perfecto de una visión de la depresión y la tristeza a costa de la experiencia de tres grandes poetas del siglo XX de los Estados Unidos.

Si es verdad que la poesía nos habla desde diferentes lugares: desde su condición de texto poético, nos muestra una estructura, una composición en la que el sonido importa tanto como el sentido y en la que las palabras se han organizado de tal manera que rompen con las convenciones de la comunicación común, a mí me corresponde encontrar uno o varios hilos de sentido en medio de esa selva sintáctica.

Pero también la poesía nos habla desde su condición de acto: entonces hay que percibir la primera creación de Ernesto Carrión que es la voz que habla en los versos, y en este caso, triplicada y con identidad histórica, la de los poetas americanos Robert Lowell (1917-1977) Sylvia Plath (1932-1963) y Anne Sexton (1928-1974), asilados en diferentes momentos de mediados del siglo anterior en la misma casa de salud, que hoy está considerada el Hospital Psiquiátrico número uno de EE.UU.

La composición del poemario determina muy bien el posicionamiento de esas tres voces. Cada texto de su estructura tripartita está identificado por el nombre de la voz: Lowell, Plath y Sexton van vertiendo sus angustias de asilados sucesivamente, ya sea como pacientes acorralados por interpelaciones, ya sea frente al profesional que actúa conducido por tarot junguiano que los interpreta, y otra vez como pacientes abocados a un test visual que también los interpreta. Por tanto, en esta ocasión el poemario apoya cierta parte de lo que dice con gráficos que exigen su correspondiente lectura.

Como podría pensarse —dado el amplio recorrido de Ernesto Carrión con una historia poética que no puede ser sometida a la menor duda sobre su estabilidad, proyección y méritos— este libro corresponde bien a aquella dimensión sobre la cual el escritor Andrés Villalba Becdach reconocía en un recentísimo artículo del suplemento CartóNPiedra: “Hay una fiebredelirio con infinidad de festivales de poesía que se multiplican en Ecuador, América y el mundo”, que no asegura la llegada de los poetas al mundo real. Nos consuela el articulista: “Lo curioso es que no se venden los libros de poesía, (pero) nunca se vendieron los libros de poesía, esa es la importancia de su destino”. Metidos hasta el fondo en este fenómeno, muchos de los poetas ecuatorianos persisten en una palabra casi solitaria, en publicar para que solamente otros poetas los lean. Y pese a ello, aquí estamos recibiendo un libro de brillantes ocurrencias, que sintoniza con otros extraordinarios poetas de nuestro tiempo, pero que nos lleva a preguntarnos con preocupación sobre su vuelo futuro.

¿Qué sugiere Carrión, el que elige el título y el epígrafe (no el que habla por sus representantes líricos), apenas agarramos un ejemplar de su poemario? Para que el título adquiera sentido hay que leer el libro entero, indagar quién es el caracol, por qué va a parar a un soporte tan inadecuado como el “rectángulo de hielo”. Nietzsche pone el pórtico con su “Tenemos arte para no morir de la verdad”, tal vez porque la realidad-verdad es tan pesada que la poesía nos ayuda a sobrellevar la carga.

Debo confesar que he ido a los poemas genuinos de los tres americanos para aquilatar un poco el diálogo emprendido por Carrión con Lowell, Plath y Sexton, pero no me ha sido suficiente. Jamás podría ni siquiera imaginar cuánto tiempo y familiaridad tiene nuestro poeta con esos distantes amigos. Lo cierto es que sus tres fantasmas se yerguen dentro de la clínica McLean de estas páginas y abordan sus respectivas desesperaciones.

Robert Lowell

A primera vista, hay elecciones para levantar los edificios verbales de cada poeta. A Robert Lowell (bostoniano, estudiante de Harvard, antibelicista que sufrió cárcel por negarse a participar en la II Guerra Mundial, ganador del Premio Pulitzer de poesía en 1946, atacado por la depresión y el alcoholismo con tanta frecuencia que dicen que llegó a ingresar 20 veces a casas de salud y murió de un infarto en un taxi) se lo interpreta en cada poema que se marca con su nombre. Este Lowell, nombrado también Cal, como en su vida concreta, está determinado por metáforas que nos hacen correr como sobre piedras: porque “una plegaria es un corazón lleno de vergüenzas”… “una rosa es un corazón artificial…”, y la más contundente: “La felicidad fue flotar peligrosamente sobre botellas”.

En los poemas dedicados a recoger el peregrinaje de Lowell es más evidente la creación de esa primera ‘figura’ del texto poético que es la voz porque no es el poeta evocado monologando, no; es un interlocutor de Lowell que lo entiende, lo acorrala: “Llorabas por la salvación de tu alma. Jurabas, rebuznando de alcohol, que ibas a renacer como estambre encima de las ramas y hacia las ventanas”.

Y hasta capta sus delirios:

¿Serían cuchillos lo que veías crecer en tu nuez de gallo? ¿Niños amontonados con palas haciendo guardia en el monte de la muerte?

Aquí, aquí...”, salmodia el hablante acompañando el sentir del prisionero de las paredes blancas, sentado junto a casi fantasmas que, como él, sueñan con vasos de whisky. En contraste, el mundo afuera brilla.

Una mirada alusiva a realidades de los Estados Unidos aflora en algunos versos. En esa reclusión ve “indios repartiendo pavos de cartón, calabazas luteranas y alces oscuros entrelazando sus cuernos…”, lo que se reduce cuando toma conciencia de que “la depresión te hace un mendigo”.

En la segunda parte del libro, titulada ‘Perros bajo el granizo’, la imaginería poética aparece confrontada a cartas del tarot con las cuales apoyó Jung su teoría de los Arquetipos. El lector tiene que leer un discurso y aproximarlo a una carta respectiva que en el caso de Lowell es la del Emperador. ¿Acaso no ahondó Jung en “el espíritu de las profundidades” que encontró signado en la magia, las coincidencias y en las metáforas?

Y en una metáfora de muerte: “Esa cerveza negra que desciende por las barbas furiosas de los hombres y las cabelleras de las mujeres…”, centra su decurrir.

Frente a árboles trenzados y a algo que parece un test de Rorschach, la voz también presionará a Lowell hacia el diálogo consigo mismo.

Sylvia Plath

El mismo procedimiento compositivo utiliza para las otras dos asiladas en el hospital McLean. Sylvia Plath es una figura universal a cuyo solo nombre se moviliza una especie de simpatía compasiva o de rabiosa solidaridad. Hija de Boston, frágil y sensible desde la niñez, escribe poesía precozmente e intenta suicidarse por primera vez cuando está en el college. Llega a la universidad de Cambridge por un beca, arranca fuertemente en la poesía y en el amor: se casa con el poeta Ted Hudges y todo se desmorona para ella. Vencida por la depresión y la domesticidad, se suicida pese a que es madre de dos niños pequeños.

Para Plath, Carrión ensaya la voz en primera persona, la creación de un personaje para quien también el hielo es piso y horizonte. En los poemas que la abordan, afloran árboles de palabras, buitres que sobrevuelan, trenes descarrilándose y se repite la palabra tristeza, a ratos rematada por versos formidables como este:

No me arrepiento de odiar el amor con todo mi amor.

Los presentimientos de muerte de este personaje son muy fuertes, desde la habitación del hospital, donde hay nieve adentro y afuera; donde la golpean los electroshoks porque “la electricidad invadió la piscina de mi cerebro” y entre gritos y onomatopeyas nos metemos en “la campana de cristal” que es la cabeza de Plath. Triunfa en estos versos la ya mencionada idea de Jonathan Culler de que “la poesía es una extravagancia porque en ella las cosas se dicen de manera hiperbólica”. La ironía, el lamento, la denuncia se hacen con medios que van desde lo sublime clásico a la transmisión de una total incomodidad. Lo interesante es que los recursos retóricos son los mismos: el apóstrofe, la personificación, la prosopopeya..., acompañados eso sí por la irrupción de las imágenes más viscerales e irracionales, confirmando que la poesía quiere comunicar de esa manera “otra” que se desvía del común circuito comunicativo. Por eso tiene sentido que la voz atribuida a Plath diga:

Estar enfermo es de verdad oler el mundo. Fijar la nariz sobre las patas traseras de un caballo, sobre el puro excremento antes de hervir.

Por eso el lector sigue un camino de revelaciones a ratos tan directo como:

El suicidio está siempre al alcance de la mano, sin embargo mi asesino es silencioso y lento.

Luego del tramo de poemas sobre la hospitalización, ¿qué carta del tarot junguiano le sale a Plath? La del Colgado. La carta del autosacrificio, porque tal vez la “historia del sacrificio es la historia de las religiones”. La voz revela un ahondamiento en la soledad de las oficinas (Vale recordar que en el poemario Tres mujeres, Plath se manifiesta por medio de la oficinista) y de la condición de mujer. Cuando se enfrenta a las imágenes de árboles ve sexo e hijos, ve feracidad natural pero también féretro y oquedad.

Puesta delante del test de Rorschach solo ve manchas, no formas, aunque la semántica de esas manchas sea rica y tortuosa.

Anne Sexton

Para signar la voz del personaje Anne Sexton la palabra que más se usa es “depresión”. Otra vez se habla desde la segunda persona, una mirada desde arriba ve a la mujer “atornillada a la cama”, incapaz de moverse, respirando hielo. Rica la idea de construir su casa, de escribir “sin ti”, la de ser usada sexualmente por los hombres como una “esclava especie verticalmente infeliz”.

Pero, ¿quién fue Anne Sexton? La tercera bostoniana que compartió versos en la vida y asilo en el hospital McLean. Podría decirse que lo tuvo todo en su existencia, pero también estaba herida en su vida interior: “La característica de su lírica es el uso del material autobiográfico y su precisa transformación en materia poética”, explica José Luis Reina Palazón, su traductor al español. Por algo integró con sus compañeros (por cierto, trabó amistad con Plath en unos talleres dictados por Lowell) lo que se conoció como ‘lírica confesional’.

Por tanto, juventud alocada, matrimonio prematuro, dos partos con sus correspondientes depresiones posteriores, amoríos, copas de más, amistades y hospitalizaciones van a parar a su poesía.

¿Cómo una poesía tan intensa también puede ser fúnebre? El hablante conoce los deseos secretos de Sexton, la ve deambular por el hospital, la sabe luchadora con el lenguaje que le da salida a sus fantasmas y se hace portavoz de sus delirios: “Decías que no tenías nada contra la vida. Sin embargo, la muerte y sus carpinteros te inflamaban la libido a mitad de la noche”.

Brillante profesora de la universidad de Boston, premio Pulitzer de poesía en 1967, hizo caso de su lado oscuro 10 años después cuando se encerró en su garaje y encendió el motor del vehículo para morir al inhalar el monóxido de carbono. Superada queda la voz que en este poemario le dice a la poeta:

Eres pura impotencia, Ana.

La carta de tarot que cae sobre la mesa de Sexton es Los amantes, la representación del dilema, la atracción por el otro opuesto, que lleva a la voz a prorrumpir en los versos más misteriosos de este libro. Porque los amantes “incurables como tú, Ana, no entienden el amor sino a través de la caída redonda entre un montón de rodillas aruñadas por un montón de cremalleras salvajes”. En la segunda parte del poemario, Sexton abocada al test de Rorschach ve una mujer rodeada de signos amenazadores, ve lágrimas, menstruación, ve a sus hijas, todo un aquelarre de nieve y enfermedad.

El self armonioso

En la teoría de Jung, uno de los cinco principales arquetipos es el self. Me acojo a palabras ajenas: “Es un arquetipo que representa la trascendencia de todos los opuestos, de manera que cada aspecto de nuestra personalidad se expresa de forma equitativa. Por tanto, no somos ni masculinos ni femeninos; somos ambos; lo mismo para el Yo y la sombra, para el bien y el mal, para lo consciente y lo inconsciente, y también lo individual y lo colectivo”.

Esta dimensión que podría verse como la de cierta madurez, los poetas Lowell, Plath y Sexton la asumen aceptando su condición de tales: “Están en medio de palabras”, se le dice al primero y a la tercera, “estoy en medio de palabras”, dice Plath, que nunca abandona la primera persona. La reclusión hospitalaria no los conduce a la salud ni los arranca de la poesía; rotunda resulta Plath con su “no sé quién soy pero al menos sé quién no soy”, pero acude a la “fuente de mi propio delirio”. Las tres voces —en párrafos de prosa poética— se sumergen en la poesía.

Epílogo

Una vez le escuché decir en una entrevista a Ernesto Carrión que el lector espera de un poeta honestidad, que el poeta habite en el poema. Lo he recordado cuando encontré que el poemario se cierra con un discurso de autor que funciona como cordón umbilical a la misma matriz que ha producido trillizos. Con él, serían cuádruples. Un horizonte blanco, una identificada depresión que los cambiantes paisajes no logran mellar, un internamiento que no asegura la salud necesaria, ¿o acaso la salud calla al poeta, anula su potencial voz a punto de dejarnos huérfanos de una palabra decisiva?

Tal vez por eso este “El autor” inquiere: “¿Quién quiere curar su odio por el mundo?”. Y de esos regulares o momentáneos retiros emergen los poetaheridos —y lo digo con el verso final— “… para que el sol pueda escribir el sol sobre esos hielos”.

Así encuentra sentido el título del poemario Como un caracol nocturno en un rectángulo de hielo, respecto del cual resuena el eco de aquella declaratoria de Lezama Lima: “La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua”. Que el lector escuche, asocie, se sumerja en el desaforado bullicio lírico que propicia este libro.