No será el miedo a la
locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la
imaginación
André Breton
Una separación
“No podéis expulsarme porque Yo soy el Surrealismo”. Esa era la reacción del extravagante pintor Salvador Dalí, cuando se enteraba de su expulsión del grupo surrealista. La actitud mercantilista de este genio sin igual chocaba con la postura revolucionaria del grupo liderado por André Breton. La liberación de los deseos, el derecho al goce y la conquista del sueño y la libertad total constituían la proclama de los surrealistas. Sin embargo, la exhibición personal se impuso a través del tiempo reflejada en el éxito comercial simbolizado al máximo por Dalí.
El anagrama descubierto por Breton definía al pintor de Cadaqués y Salvador Dalí se convertía en Avida Dollars: Sediento de dinero. Y la crítica de entonces confirma la realidad posterior. Dalí firmaba telas y papeles en blanco, y cobraba muchísimo por ello, dejando que la última decisión la constituya el factor económico. Y tan solo Andy Warhol estaría a la altura del pensamiento de Dalí sobre el cual el arte no es más que valor de cambio.
Amigo de juventud en la Residencia de Estudiantes de Madrid, el cineasta aragonés Luis Buñuel consiste en el otro lado de la medalla surrealista. A Buñuel no le hubiese importado agarrar todos los negativos de sus películas y prenderles fuego como un gesto final surrealista mientras que al pintor de Cadaqués le acompañó hasta el último de sus días su fantástica exhibición de grandiosidad decorativa.
A tres décadas de la partida de Buñuel hoy se recuerdan sus sueños proyectados donde podían coincidir el erotismo desprovisto de faldas y la más alta moral judeocristiana. “Soy ateo gracias a Dios”, había dicho constituyendo, como en sus películas, una frase que definió el espíritu paradójico y crítico que se levantaba en la mirada de Buñuel frente a la sociedad moderna.
Mientras Dalí hacía migas con los fascistas, proponiendo a la Falange monumentos descomunales armados a partir de la fundición de los muertos de la guerra, Buñuel atacaba la idea de vivir en un mundo brutal, hipócrita e injusto. Sus películas Las Hurdes, Tierra sin pan y Los olvidados son hitos del cine social que señalaban las desigualdades entre ricos y pobres.
Con tristeza recordaba Buñuel a su amigo de la juventud con quien —junto a Federico Lorca— compartió sus sueños y sus ideas. Pese a esto, siempre se le hizo imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad.
Incluso al final. Buñuel llegó a declarar en una entrevista que, de todos modos, le gustaría tomar una copa de champaña con él antes de morir. A lo que Dalí respondió: “A mí también, pero no bebo”.
El inicio del sueño
Sin embargo, el inicio cinematográfico de Buñuel fue en conjunto con Dalí. Ambos habían escrito el guion de una película que resultaría en el primer grito cinematográfico surrealista. Combinando dos imágenes que habían aparecido en los sueños de Buñuel y Dalí, una navaja cortando un ojo y una mano llena de hormigas, escribieron el guion en una semana, en una suerte de escritura automática en la que aceptaban los aportes de uno y del otro provenientes del estado semiconsciente.
El trabajo y el gusto estético fluyó entre ambos. La única regla que seguían era no aceptar ninguna idea ni imagen que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural. El reto consistía en abrir todas las puertas a lo irracional, admitiendo las imágenes que les impresionaran, sin tratar de averiguar por qué.
A la llegada de Buñuel a París, conoció a los miembros del grupo surrealista: André Breton, Max Ernst, Paul Éluard, Tristan Tzara y Magritte, entre otros. Buñuel les impresionó y todos se interesaron en asistir a la premier de su película Un perro andaluz, tras la recomendación que les habían hecho Louis Aragon y Man Ray.
A esa primera proyección asistieron personajes como Pablo Picasso, Le Corbusier, Jean Cocteau, Christian Bérad y el músico Georges Auric.
En su libro Mi último suspiro, Buñuel recuerda su nerviosismo y cómo había llenado sus bolsillos con piedras, dispuesto a lanzarlas hacia el público si llegaba a repetirse el fracaso de la proyección de El clérigo y la caracola, película de Germaine Dulac con guion de Antonin Artaud, que los surrealistas habían abucheado. Pero no fueron necesarias las piedras. Los aplausos invadieron la sala apenas terminada la película.
La película coincidía con los cánones estéticos, ideológicos y sicológicos impulsados por los surrealistas, quienes veían en Freud y su teoría de los sueños la base fundamental del movimiento. En su manifiesto, Breton explicaba cómo la labor crítica de Freud sobre los sueños y la actividad psíquica que se desarrollaba durante ellos importaban para el ser humano y su pensamiento.
El propio Buñuel consideraba la importancia vital del sueño: “Si me dijeran: te quedan veinte años de vida, ¿qué te gustaría hacer durante las veinticuatro horas de cada uno de los días que vas a vivir?, yo respondería: dadme dos horas de vida activa y veinte horas de sueños, con la condición de que luego pueda recordarlos; porque el sueño solo existe por el recuerdo que lo acaricia”.
Ya desde aquella primera película se descubrían las constantes que navegarían a través de toda la filmografía de Buñuel: los fetiches, el erotismo, las piernas descubiertas, las obsesiones y el humor negro. Buñuel empezaba su carrera rasgando un ojo, algo que solo podía terminar en una incontenible explosión.
Pero para Buñuel, el verdadero objetivo del surrealismo no era el de crear un movimiento literario, plástico, ni siquiera filosófico nuevo, sino el de hacer estallar la sociedad, cambiar la vida. Tras repetidas denuncias en contra de su película Un perro andaluz, el realizador escribió un prólogo para la revista Révolution surréaliste en el que declaraba que la película no era más que un llamamiento público al asesinato.
“Tenga cuidado, veo en usted ciertos impulsos surrealistas”, le había advertido el cineasta Jean Epstein, cuando Buñuel, años atrás del estreno de Un perro andaluz era su asistente. Y el joven cineasta cada vez se vio más atraído por aquella forma de expresión más irracional que proponía el surrealismo. Al igual que el resto del grupo, Buñuel anhelaba ciertas ideas de revolución. “Los surrealistas, que no se consideraban terroristas, activistas armados, luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo”.
Resulta irónico que las primeras presencias del surrealismo en el cine hayan estado más cercanas a la comedia silente. Charles Chaplin tuvo momentos surrealistas, como aquella secuencia de Tiempos modernos en la que se imaginaba junto a Paulette Goddard cumpliendo el sueño americano, dejando atrás los años de la calle y la pobreza y sacando leche directamente de la vaca que pasa por la ventana de su cocina.
Pero fue Buster Keaton quien definitivamente entendió a los surrealistas, por lo que fue reconocido como uno de los suyos. En El moderno Sherlock Holmes, logró definir la naturaleza del cine como fábrica de sueños, emparejando, a través de la pantalla grande, la vida de un proyeccionista de películas con sus propios deseos. La ilusión de una pantalla de proyección por la que deambulaba un personaje real era perfecta, con ello Keaton, una vez más, lograba poner los trucos y efectos al servicio de la comedia.
Y en Go west, terminó enamorándose de una vaca, sin perder su semblante característico, aquel que por contrato le prohibía reírse ya fuera delante o lejos de la cámara. Aquella expresión de la que Buñuel se referiría como “tan modesta como una botella”.
En la cinta, luego de mil peripecia, el personaje de Buster logra salvar a la vaca del matadero. La escena donde miles de vacas corren por las calles de Los Ángeles, entran a las tiendas y desbaratan el orden instituido, confirma la influencia surrealista sobre Keaton.
Así como la imaginación —“nuestro primer privilegio”—, se despierta de una forma irracional por azares y coincidencias, Buñuel, cinco años más tarde, había colocado a una vaca sobre la cama en su filme La edad de oro, y muchos años más tarde lo haría el grupo Eurythmics en el video de Sweet dreams are made of this. Buñuel fue un admirador incondicional y consideró a Keaton como “un gran especialista contra toda infección sentimental”. Un humor surrealista que continuarían con la misma fuerza y consistencia Los Hermanos Marx en todas sus películas.
Justamente, a la llegada de Buñuel a Hollywood fue recibido por un tipo bajito que era el acompañante que la productora le había designado. Buñuel lo miró, lo volvió a mirar y creyó que lo conocía de algo sin recordar el origen. El muchacho era Charles Chaplin, con el que logró hacer buenas migas pese a que sus películas le parecían demasiado elaboradas.
En la Navidad de 1930, en una invitación a cenar coincidieron Buñuel y Chaplin. Cada uno de los invitados llevó un regalo que colgaron de un árbol de Navidad. Luego de la cena, Buñuel asqueado por la lectura de un poema nacionalista le dijo a un par de compatriotas suyos en voz baja: “Cuando me suene, es la señal. Yo me levanto, vosotros me seguís y entre los tres destruimos ese miserable árbol de Navidad”. Así lo hicieron, inmediatamente.
Chaplin los miraba sin comprender.
Pero en Fin de Año, Chaplin los había invitado a su casa. Allí había otro árbol con otros regalos. Antes de pasar a la mesa Chaplin se acercó a Buñuel y le dijo: “Puesto que le gusta romper árboles, hágalo ahora, Buñuel, y así ya no tenemos que volver a pensar en ello”. Él le contestó que no tenía nada contra los árboles; que, sencillamente, no soportaba las ostentaciones de patriotismo y eso era lo que me había irritado en Nochebuena. Ese era Buñuel. Ese era el surrealismo.
Sueño y realidad
“Hacia dónde apunto”, decía el director de fotografía mexicano Gabriel Figueroa, mientras encuadraba un paisaje bello de México. Buñuel viró la cámara señalando las chabolas míseras de la ciudad. “Hacia allá, hacia la realidad”. En 1950, el español realizó en México Los olvidados, una de sus obras más emblemáticas, clásico del cine latinoamericano e influencia para cineastas contemporáneos y posteriores.
Aunque Buñuel no deja de lado su esencia surrealista, sus obsesiones y las secuencias oníricas donde se detalla el sentimiento de culpa y los deseos reprimidos, en esta película se descubre a un Buñuel hiperrealista. Colindado con el desarrollo del lenguaje neorrealista italiano, Los olvidados se convierte en el símbolo del nuevo cine latinoamericano, mostrando a un grupo de jóvenes delincuentes, víctima de las desigualdades sociales y relegado al mundo de la pobreza y la violencia.
Dentro de ese registro de una cotidianidad cruel, despiadada y desalmada, Buñuel expone sus obsesiones, sus fetiches, las infaltables piernas de las protagonistas, así como otros símbolos surrealistas en forma de gallos, plumas e insectos; sin dejar de lado las preocupaciones sicológicas como la relación afectiva con la madre o la pedofilia.
La película no tiene contenciones. El propio protagonista, como si estuviera harto de la complicidad inerte y pasiva del público lo despierta lanzando un huevo hacia el lente de la cámara. Con tal crudeza como la mirada acusadora de Antoine Doinel en Los 400 golpes.
Son decenas de películas la herencia indeleble que deja Buñuel a la humanidad. Personajes inolvidables que se alinean a la mirada crítica de un explorador de la verdad y los sueños. En su filmografía mexicana brillan títulos como Él (1953), Ensayo de un crimen o La vida criminal de Archibaldo de la Cruz (1953), Nazarín (1959) y El ángel exterminador (1962), otro de sus clásicos surrealistas en el cual expone la crítica a una burguesía ensimismada y banal.
Luego de haber trabajado en la España de la dictadura de Franco para la realización de otra obra maestra, Viridiana (1961), que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes, comenzó la segunda etapa francesa de su carrera, donde el director se sintió capaz de hablar con mayor libertad de sus obsesiones, enmarcado en el cine de la política de autor.
Allí se cerró una carrera impecable que dejó de herencia historias imprescindibles como Belle de jour (1967), donde Catherine Deneuve interpreta a una burguesa que se prostituye en sus horas libres; El discreto encanto de la burguesía (1972), en la que el realizador español expone la perversidad de la sociedad y su última cinta Ese oscuro objeto del deseo (1977), en la cual indaga al extremo el universo de las obsesiones, los conflictos sicológicos y emocionales de las relaciones entre hombres y mujeres, el deseo, los sentimientos y las fuerzas represoras que marcan la naturaleza del ser humano.
Con una carrera sin concesiones, signada por la valentía y el riesgo, Buñuel supo exponer los impulsos más profundos del ser humano. Hoy brilla como uno de los grandes creadores del cine de todos los tiempos, acompañado siempre por el respeto de otros realizadores. Con sus películas, el más grande cineasta de todos los tiempos supo demostrar que el cine no es otra cosa que una indetenible máquina de sueños.