La pregunta acerca de si existe una filosofía propiamente latinoamericana ha sido común entre nosotros. Generalmente las respuestas a esa pregunta —en lugar de un ‘sí’ o un ‘no’ y luego una línea recta, como hubiese querido Nietzsche— han consistido en otras preguntas del tipo: ¿Existe una cultura propiamente latinoamericana? o su equivalente, abiertamente perverso: ¿Existe un ‘sujeto’ latinoamericano?
Frente a estas inquietudes ha surgido una negación eurocéntrica y malinchista que actualiza la colonialidad como matriz de nuestro autodespecio; o, una respuesta afirmativa que ha funcionado más como una promesa que como una constancia. Que sí, que hay una filosofía, pero ‘en ciernes’.
Ambos caminos invitan a la extravagante conclusión de que para entender filosóficamente los problemas de América Latina todavía es necesario empaparse de las últimas tendencias del star system de la universidad y el mercado editorial europeo, estadounidense o las escasas derivas que, desde el ‘tercer mundo’, son admitidas bajo esa lógica mercantil. En los hechos, parecería ser que el comportamiento filosófico por antonomasia de un latinoamericano sigue siendo, en el siglo XXI como en el XVI, la mala copia o el rumiar obsecuente —masticación y almacenamiento funcional— de ideas ajenas.
En ese panorama, resulta liberadora la lectura del ensayo ‘Modernidad en América Latina’, del filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, de cuya muerte se cumplieron cinco años el 5 de junio pasado. Esta breve pieza es un acercamiento preliminar, pero germinalmente completo hacia los temas que Echeverría desarrollara ampliamente en La modernidad de lo barroco, de 1998. Ya se encuentran ahí sus ideas sobre identidad, cultura, mestizaje, Barroco, ethos, estrato histórico, que servirán para levantar el edificio conceptual de lo que podría entenderse como una teoría echeverriana sobre América Latina.
Aires de familia
¿Qué es lo particular de Latinoamérica? ¿Qué hace posible entender el continente como una totalidad capaz de identificar, en su especificidad, a la inmensa diversidad de seres humanos que lo habitan? ¿Qué rasgos constantes podrían identificarse como principios de una mismidad propia? De existir eso, no sería nada parecido a una “esencia” ni mucho menos una “sustancia”, dice Echeverría. Más bien tendría que ver con esa especie de familiaridad que subsiste, a pesar de todo, entre la ingente multitud de identidades que conviven simultáneamente en este vasto territorio.
Este conjunto frágil de rasgos comunes -a los que Carlos Monsiváis llamó “aires de familia”- en el lenguaje echeverriano toma la forma de una “peculiar homogeneidad”, una “copertenencia” o una “muy sutil similitud de empleo de sus lógicas de comportamiento”, que se vuelve evidente cuando una condición de profunda ajenidad -digamos, el exilio compartido- resalta el reconocimiento de un código común durante, por ejemplo, un viaje en trasporte público o una conversación casual.
América Latina se trata, entonces —inicialmente—, de una cierta particularidad, de un modo específico de vivir una homogeneidad compuesta por múltiples y diversas identidades que trascienden los elementos étnicos, ancestrales o nacionales, bajo los que ha operado la pretensión homogeneizante de la modernidad. Se trata de una unidad que no niega sino que tiene su fundamento primordial en la reproducción de la variedad de identidades sociales heterogéneas. Una unidad que, en ese sentido, afirma la vida como un fenómeno complejo y múltiple frente a la violencia del modelo civilizatorio moderno que alcanza el bienestar de una minoría a costa del sufrimiento y sacrificio de la mayoría de la humanidad.
¿Cómo se entiende filosóficamente este aire de familia? ¿Cómo habría que abordar su comprensión más allá del ánimo episódico, impresionista o anecdótico? ¿De qué está compuesto y cómo se nos presenta en tanto fenómeno?
Echeverría ensaya una respuesta novedosa, poderosamente intuitiva y conceptualmente arriesgada. Empezará estableciendo dos grupos de causas que corresponden a la “forma” y el “contenido” de la singularidad latinoamericana. La primera tiene que ver con la adopción práctica y cotidiana de una “convivencia en mestizaje” en tanto estrategia predominante de la reproducción de las identidades sociales diversas. La segunda causa, en realidad, son muchas. Es decir, se trata de varios contenidos correspondientes a varios y sucesivos estratos, o niveles de experiencia histórica introducidos por sendos proyectos de modernidad. Esbozos civilizatorios que ingresaron violentamente en el mundo de la vida del continente y cuya mixtura en simultaneidad hoy nos configura por dentro.
Forma: cultura e identidad
El primer paso de este tránsito teórico será un acercamiento hacia la idea de cultura, definida, provisionalmente, como “el cultivo” o, más estrictamente, “la reproducción” de la singularidad propia de cada identidad. Echeverría entiende esta reproducción como la actualización concreta de la dinámica dialéctica entre la producción y el consumo no solo de bienes, como en el materialismo dialéctico ortodoxo, sino también en la producción y consumo de discurso.
¿Cuál es el sentido de la cultura, así definida, en el mundo de la vida? Para enfrentar esta pregunta, Echeverría regresa sobre la noción de “mesianismo” en Walter Benjamin, que había esbozado en trabajos anteriores. Para el autor alemán, dice el filósofo ecuatoriano, la dimensión histórica del ser humano consiste en el compromiso de continuar con los proyectos o esfuerzos de renovación (de “salvación” o “redención” respecto de la catástrofe capitalista) planteados por el pasado en tanto conjunto de actos inconclusos. Cada decisión que un sujeto toma en el presente “actualiza” (niega o afirma) una posibilidad de cambio que el pasado ha dejado necesariamente incompleta. Cada acción individual implica un compromiso concreto del presente con una opción abierta por el pasado. A ese continuum de energía “comprometida”, Benjamin lo llamó mesianismo.
En ese esquema de inteligibilidad histórica la cultura juega un papel fundamental, pues marca el horizonte de sentido dentro del cual se producirá el “compromiso” y la “actualización” de cada individuo, de su identidad social. Así, cultura e identidad son dos polos de una relación dialéctica de reproducción (producción-consumo) de lo humano. Echeverría emplea un símil lingüístico para comprender este vínculo y sugiere que la relación es análoga a la que existe entre la lengua, en tanto conjunto de reglas abstractas que precede y da sentido al acto comunicativo, y el habla, como conjunto de actos concretos que actualiza y renueva el código de la lengua. La cultura será a la lengua (al código abstracto de reproducción) lo que la identidad al habla (es decir el proceso de elección concreta de uso, renovación y, por lo tanto, cuestionamiento de tales “reglas”).
En la actualización de ese compromiso —en su mutación y transformación— se irán formando las identidades sociales. Los episodios de concreción de una identidad social se estructuran sobre las decisiones cotidianas, vale decir: los compromisos con lo real, que los sujetos han ido acumulando en la constitución histórica de lo humano como una realidad situada. Dice el autor (2007: p. 200): “Cultivar la identidad es entonces actualizar esta historia profunda, conectar el presente con esos compromisos sucesivos que se han venido acumulando en la determinación de lo humano como una realidad concreta e identificada”.
La cultura y la identidad están lejos de coincidir con los conceptos que de ellas se ha formado la modernidad capitalista. No son valores de mera evasión funcional que permitan —bajo la falacia del espectáculo o la taxidermia del folclore— la reanudación constante del estado de cosas tal como las configura la realidad, sino que son la condición de posibilidad de ejercer la libertad propia del ser humano, entendida como el compromiso histórico concreto que cada sujeto realiza cuando actualiza las posibilidades que le presenta el código de la totalidad estructurada de su mundo. Cada sujeto, en sus decisiones cotidianas y constantes —en la esfera de la reproducción de su identidad social— otorga una concreción específica al código general abstracto que marca el horizonte vital de su sociedad.
Lo cual significa que la identidad consiste siempre en el proceso de cuestionar y problematizar los contenidos de la cultura. Las formas de la identidad siempre son dinámicas y su contenido está cuestionándose a cada momento, poniéndose en vilo, transformándose todo el tiempo en algo distinto, en el otro. Como sucede con el río de Heráclito, la cultura solo “es” bajo la forma de “estar siendo” a través del proceso de alteración cotidiana llamada identidad.
Un elemento fundamental de esta crisis y renovación de la identidad propia es la participación en ella de las otras identidades. Toda crisis supone la confrontación con otros modos de reproducción de lo humano, es decir, un encuentro que a su vez implica una posibilidad de participar en los procesos ajenos de cultivo de sus mismisidades. Por eso, dice Echeverría (2007, p. 202)1 que “esta reciprocidad en el cultivo de las identidades es lo que define propiamente al proceso cultural del mestizaje, a esta dimensión indispensable de la existencia histórica de las culturas”. Frente a este encuentro posible caben dos opciones: la negación del otro (que el autor llamará apartheid) y la aceptación recíproca (que llamará mestizaje, resucitando una vieja categoría de la tradición ensayística latinoamericana).
Para Echeverría, la forma de la singularidad latinoamericana está marcada por el “compromiso” histórico, cotidiano y concreto, de vivir en mestizaje, es decir, de constituir su mundo social a través del juego de ida y vuelta establecido, entre las interacciones y las influencias problemáticas entre las diversas identidades que poblaron el continente desde que los europeos impusieron su primer choque de modernidad, en el siglo XVI. El código de la cultura latinoamericana —sutil homogeneidad de sus hábitos cotidianos de reproducción simbólica— se ha constituido, entonces, sobre la opción de una “convivencia en mestizaje”, en un proceso que no expulsa a las otras identidades —como le ocurre actualmente a Occidente— sino que los implica de modo necesario en su composición intrínseca. La presencia de los otros supone un momento de “interpenetración” que implica la misma validez de las identidades ajenas en la producción y consumo de objetos y de discursos.
En esta modelación intelectual del mestizaje que elabora Echeverría se percibe, desde luego, un tratamiento muy personal de las tradiciones intelectuales del marxismo y del estructuralismo pero, también, una teorización honesta, desacomplejada y valiente de su experiencia concreta —histórica y existencial— de la cotidianidad barroca latinoamericana, ecuatoriana en sus primeros años y mexicana después, a cuyo entendimiento dedicó gran parte de sus empeños intelectuales.
Contenidos: modernidades y Barroco
Desde el punto de vista de la cultura, el carácter fundamental del esquema civilizatorio de la modernidad capitalista está determinado por la contradicción entre, por un lado, el reto —inédito hasta entonces— de crear formas de lo humano que ya no estén supeditadas a la escasez y la amenaza de aniquilamiento propio de la naturaleza indomeñable, y, por otro, la negación capitalista de esa posibilidad fabulosa al supeditar toda forma y toda acción al valor de cambio por sobre el valor de uso. En la modernidad, la cultura, que por fin se había liberado del peso y la amenaza de lo natural, prometía nuevas formas de reproducción y entendimiento de lo humano. Sin embargo, esa posibilidad ha sido invariablemente negada en los hechos por la misma modernidad, que solo acepta la novedad y creatividad que puede traducir a dinero.
Todas las formas de la creatividad cotidiana de la sociedad que, en principio, pudieran contribuir a la liberación del ser humano se ven constreñidas, funcionalizadas y aniquiladas por su capacidad, o incapacidad, de generar riqueza mesurable en valor de cambio. La búsqueda y la posibilidad de comunicación entre las peculiaridades humanas, abierta por el discurso de la modernidad, está regida únicamente por la lógica implacable del capitalismo. Las posibles nuevas identidades se sofocan y aniquilan bajo ese mecanismo civilizatorio que, en ese sentido, tiende a congelar y embalsamar a los modos antiguos —premodernos— de cultivo de la particularidad de la semiosis social.
Este movimiento general del modelo establecido también marca los caminos peculiares por los que se ha desarrollado la modernidad en América Latina. En este continente la armazón económica siempre ha sido demasiado débil para fusionar integralmente los rasgos entre modernidad y capitalismo. Como consecuencia de ello, la resistencia a la modernidad clásica nunca ha podido ser suprimida por completo. De hecho, como enfatiza Echeverría, sigue vigente y plenamente viva en América Latina la tendencia a la mestización a través de las tensiones creadoras que provoca la reciprocidad y la apertura interpelante hacia y desde lo otro. Este rasgo y esta estrategia de supervivencia del valor de uso por sobre el valor de cambio marca el carácter esencial de la modernidad propiamente actuante en nuestro continente.
Sobre esta idea el filósofo hará una descripción muy breve de los contenidos múltiples que corresponden a los estratos históricos de la modernidad latinoamericana, es decir sus contenidos. Estos niveles de experiencia histórica serán identificados con una entrada violenta de un nuevo estado, un shock de modernidad, que alterará —o lo intentará— todas las formas de la cotidianidad del conjunto de la población. Cada choque histórico terminará adecuándose, sin embargo, a una lógica barroca de mestizaje que ha regido el desarrollo de la vida social en América Latina hasta hoy.
Echeverría diferencia cuatro estratos históricos sucesivos que corresponden a sendos proyectos de modernidad. El primero es la modernidad barroca, que consiste en el proyecto civilizatorio católico y mediterráneo, influido políticamente por la Contrarreforma, que se instauró en el siglo XVI y que tuvo un desarrollo peculiar en estas tierras durante el XVII. Este es el nivel primordial de la peculiaridad propiamente latinoamericana y el núcleo fundante alrededor del cual los otros estratos se irán configurando y asimilando.
El segundo estrato corresponde a la modernidad del Despotismo ilustrado, es decir de la modernización avant la lettre, que experimentó el reino español a partir de las reformas borbónicas del siglo XVIII y que tuvo la consecuencia de acentuar el carácter colonial de los territorios americanos bajo una metrópoli en crisis.
El tercer estrato se produce a partir de los proyectos nacionales que sucedieron a las guerras de Independencia. Su característica principal es el intento de negación de los dos modos de modernidad anteriores y la instauración del modelo noreuropeo capitalista inspirado en la Revolución Francesa.
Finalmente, el más reciente shock de modernidad tendrá lugar durante la década de los setenta del siglo XX a través de la globalización neoliberal, cuyo núcleo argumental es que la negación completa de la posibilidad de producir un modelo propio de modernidad. La globalización implica la imposibilidad para los latinoamericanos de ser modernos por cuenta propia y la pretensión de que se vean a sí mismos como meros objetos de modernización.
Todos los estratos conviven en simultaneidad aunque, en algún lugar y momento determinados, alguno prepondere sobre los otros; y cada uno ha implicado una manera específica de asumir la imposición -la violencia de la desigualdad- del capitalismo. Esta manera específica, a su vez, ha significado una alteración y una recomposición del mundo de las costumbres (que Echeverría identificará con el vocablo griego ethos) de la población, como una estrategia social de reivindicar, pese a la dictadura capitalista, el valor de uso sobre el valor de cambio, es decir, de hacer vivible lo invivible. Cada ethos, entonces, ha creado una comunidad abstracta, una identidad que agrupa a poblaciones bajo códigos comunes.
De ese modo, esbozados la forma y los contenidos de nuestro aire de familia, Bolívar Echeverría explica la diversidad de identidades sociales que conviven juntas en el continente a pesar de su diferencia o contradicción. Estas identidades corresponden a proyectos, momentos, estratos o choques de modernidad que nunca se borraron del todo y que quedaron latiendo, asimiladas en el cuerpo social gracias al mecanismo cotidiano de nuestro mestizaje.
La matriz cultural de América Latina permite que coexistan varias modernidades al mismo tiempo, es decir varias formas de vivir y resistir la violencia intrínseca del capitalismo, de construir mundos para vivirla. No en vano el comportamiento más propio de los latinoamericanos —que empezamos a serlo, luego del horroroso genocidio del siglo XVI, hasta hoy— ha sido la estrategia cultural que sigue actuando como nuestro patrimonio barroco: inventarnos una vida dentro de la muerte.
Nota:
1. Echeverría, B. (2007). Vuelta de siglo. Caracas, Venezuela. Fundación editorial del Perro y la rana.