El Telégrafo
Ecuador / Jueves, 28 de Agosto de 2025

Bibliofilias

Vagón 204

Uno

(San Francisco, 11 de octubre de 2011)

 

Librería City Lights. 11:45 pm. Están a punto de cerrar, pero Jeff Battis, uno de los libreros más entrañables de este legendario lugar, me reconoce y me deja entrar como cada noche. Reviso rápidamente los estantes y en la sección de Literatura Europea encuentro una edición muy particular. Se trata de los Diarios completosde Robert Musil. 1899-1941, con selección, traducción y prefacio de Philip Payne, además de una  interesante introducción de Mark Mirsky. 557 páginas. Abro al azar y aparece 4 de julio,  un guiño a la fecha de mi nacimiento. Dice Musil: “Before the storm, the houses are brighter than the sky”.

—Lo siento, en cinco minutos cerramos, grita Jeff desde la esquina, y mientras organiza los últimos ejemplares, pienso en que a diario toca entre 400 y 500 libros. Camino rápido con la vista y alcanzo dos ejemplares del yugoslavo Danilo Kiš y el húngaro Péter Esterházy, maravillosos autores con cuyas letras ando enganchada.

De pronto siento ganas de bailar. Subo al ‘Poetry Room’ y allí, al filo de la media noche, sola, ante las únicas miradas de Ezra Pound, Virginia Woolf y William Bourroughs, que desde la pared escoltan estos libros, escucho salir de a poco —como de una vieja rocola— toda la música del mundo.

 

Dos

(París, 26 de abril de 2012)

 

Estoy en el segundo piso de la legendaria librería Shakespeare & Company, ubicada en la Rue Bûcherie, diagonal a la catedral de Notre Dame. Paredes y paredes completamente tapizadas de libros. Abajo se encuentran algunos nuevos, pero la mayoría son usados y están en inglés. Muchos de ellos ya los había visto en City Lights o en otras librerías de segunda mano en San Francisco, por eso preferí únicamente revisarlos y transcribir frases que me llamaran la atención, sobre todo por peso, pues hasta el momento llevo 99 libros en la maleta, la mayoría adquiridos en España.

Sin embargo, no pude resistirme ante uno. Fue al cruzar uno de los pasillos; mi hombro rozó una pila de libros y un ejemplar cayó, al recogerlo su título me atrapó: The picador book of journeys, editado por Robyn Davidson. No lo conocía. 344 páginas una serie de memorias de viaje, divididas por países, con todos los continentes incluidos, y cuyos autores van desde Walter Benjamin, Vicent van Gogh, Pier Paolo Pasolini, Ernest Hemingway, Gore Vidal, Gustave Flaubert, Paul Bowles, Fiódor Dostoyevski, Matsuo Basho y un largo etcétera, a un precio irrisorio. Bastó leer un par de párrafos para saber que sería mi nuevo compañero de viaje. Subí a revisarlo aquí, pero al llegar a esta segunda planta me he encontrado con más y más libros. Pero estos —lo advierte un pequeño letrero— no están a la venta, puesto que forman parte de la biblioteca personal que su dueño y fundador —fallecido hace algunos meses— George Withman (nieto del poeta Walt Whitman y gran amigo de mi traductor Jack Hirschman y el poeta y dueño de City Lights, Lawrence Ferlinghetti) puso a disposición de todo aquel que visitara la librería y quisiera sentarse tranquilamente a leer.

               

Dispuestos sobre los asientos de madera están cojines de color vino, en la mesa central el escritorio con una vieja máquina de escribir y muchas fotografías alrededor. Al fondo se encuentran dos camas, una mesa de ajedrez y un piano. Alguien se dispone a tocarlo. El sonido se propaga por todo el cuarto. Vuelvo a la realidad. Afuera, las voces de los que visitan el Sena son apenas ecos. Mark sube y me encuentra escribiendo, se sienta a mi lado. Lo veo reflejado en el espejo diciendo “tómate tu tiempo”. Suenan las campanas de Notre Dame y yo continúo en lo mío. ¿Pero qué es lo mío? Quizá esta sensación de querer absorberlo todo en un segundo, de atraparlo todo en estas líneas, de jugar —inútilmente— a salvar estos instantes del olvido. 

 

Tres

(Quito, 23 de abril de 2013)

 

En el periódico harán un especial por el Día del Libro. Fausto me pide que escriba algo sobre un libro robado, pero uno resulta poquísimo cuando la lista es enorme, así como las maniobras y los lugares de donde tuve que rescatarlos. Desde una rara edición de los diarios de Virginia Woolf, los cuentos de John Cheever o la correspondencia entre Hanna Arendt y Martin Heidegger en una librería de San Francisco (siendo en ese entonces la novia de un policía coleccionista de libros), pasando por una biografía de Céline encontrada en la Hostal Route 66 en Albuquerque, el Diario de Jules Renard; Nueve cuentosde Salinger; y Lenguaje y Silencio, de George Steiner, este último tomado del estudio de un intelectual  y controvertido catedrático de la ciudad de Barcelona.

En Quito —de dos universidades privadas— el curso completo de literatura inglesa que Borges dictó, en 1966, en la Universidad de Buenos Aires, Antología de Anécdotas (744 páginas de sucesos interesantes de escritores, músicos, filósofos y científicos), El río del tiempo, de Fernando Vallejo, y un libro de fotografía de Robert Frank (con prólogo de Jack Kerouac).

En una Feria del Libro de mi ciudad —luego de que un joven inexperto subestimara mis habilidades— saqué, mientras conversaba con el mismísimo librero, los Aforismos, de Kafka; La perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino; Lo que queda por vivir, de John Updike; y un breve estudio sobre mi querido Raymond Roussel.

Sin embargo, que quede claro, tengo dos reglas ineludibles: 1. Jamás robo a mis amigos. Y 2: Tampoco a gente a la que no conozco pero sé que ama los libros tanto como yo. En fin, la lista seguiría, pero mucho me temo que en algunas librerías y bibliotecas, tras leer esto, me prohibirán entrar.