El Telégrafo
Ecuador / Miércoles, 27 de Agosto de 2025

A Orlando Pérez y sus proyectos arqueológicos

A inicios de los sesenta, Quito era una aldea desmesurada. Sus habitantes, no sin un orgullo recoleto y cándido, la calificaban de “franciscana y conventual”. “Ciudad María campanario”, la llamaba el poeta Rafael Larrea. Tenía 300 mil  habitantes, lo que ahora suma una sola de sus parroquias. El peso de la Colonia perduraba en ella. La vida comunal se reducía al centro histórico. Entre esas calles retorcidas, empinadas, las enormes moles de las iglesias, las plazas, los mercados pululantes, las casas de corte andaluz con patios centrales y piletas de piedra..., el helado espíritu colonial parecía arrastrarse, como una sombra, por recovecos y rincones y aposentarse en lo más profundo de los corazones de las gentes.

Envueltas en sus mantas de lino negro, con sus gafetes y alfileres también negros, las últimas beatas madrugaban a la misa de seis. Las familias contaban entre sus miembros con una tía inevitable, solterona y virgen, heredada de otro siglo. Las clases sociales también parecían inamovibles: una capa rica de hacendados e industriales medianos; la clase media formada por gentes ligadas al pequeño comercio y la administración pública y privada y, por último, la legión del pueblo llano con sus mercachifles e indios descalzos venidos de los páramos serranos.

Endurecido, bronco, amodorrado, ese presente eterno parecía perdurar adherido a la piedra, la cal y el ladrillo de los viejos muros, los tejados añosos, las torres innumerables. Descontando la opulencia de los templos, el conjunto de la ciudad lucía más bien pobre y viejo, a pesar de las villas europeas de La Mariscal, entre las que se contaban algunas de corte exótico, las pocas edificaciones modernistas y neocoloniales, los castilletes que la burguesía había construido en un despoblado y esporádico Norte y, por cierto, las nuevas residencias y edificios de hormigón que nunca rebasaban los diez pisos. No había pasos a desnivel, ni autopistas y no todas las calles estaban pavimentadas e iluminadas con esas lívidas luces de mercurio típicas de esa época. El resto de vías aún conservaba sus adoquines y empedrados de siglos. Las alumbraban amarillos focos colocados en lo alto de postes de madera de eucalipto. De ellos salía la maraña de alambres negros que se metía en los zaguanes de las casas.

Aquella atmósfera “municipal y espesa” —como la llamó un poeta—, apenas era perturbada por acontecimientos tan previsibles como las procesiones religiosas y las llamadas “bullas políticas”, estas últimas casi tan periódicas como las primeras.

País bananero, al fin, el Ecuador de entonces y su capital ya estaban acostumbrados a los golpes de Estado. Uno de ellos había derrocado, en 1961, por cuarta vez, al doctor Velasco Ibarra, al que remplazó con Carlos Julio Arosemena Monroy, quien fue depuesto también, en el 63, por un triunvirato militar, depuesto nuevamente, en el 66, por un movimiento de civiles que concertaba las más disímiles fuerzas ideológicas y económicas.

Hay que repetirlo: las “bullas” políticas nunca lograron cambiar la vida cuotidiana que, en los primeros años de la década, parecía conservarse y perdurar, fiel a sí misma, inalterable. Pero eso, como se verá al hacer el balance de la década, pronto se volvería una pura apariencia.

La vida cultural seguía ese patrón lento y amodorrado, pese a la teoría del “país pequeño, grande en la cultura” de Benjamín Carrión. Había unas pocas y viejas librerías. Recuerdo algunas: la Científica, la Española, la de Jorge Icaza, en la calle Mejía. Y, desde luego, Su Librería, del gringo Liebmann, donde, pocos años más tarde, conocería a un joven y espigado ayudante suyo: Enrique Gross.

Todo apuntaba al cambio brutal del mundo. La modernidad vivía sus mejores días. El futuro como redención y utopía realizable. En aquel entonces, dos filósofos dominaban el panorama intelectual: Jean Paul Sartre y Herbert Marcuse.
Uno con su humanismo existencial y su moral del compromiso;el otro con su crítica feroz a la sociedad de consumo.

2. El mundo bipolar

Los sesenta nos mostraron un mundo claramente definido. Las potencias de Europa occidental, luego de la segunda guerra, habían pasado a ocupar un incómodo segundo plano. Ahora la geopolítica mundial estaba marcada por el sordo, tenso, riesgoso enfrentamiento de dos colosos: los Estados Unidos y la URSS. Ningún hecho importante escapaba a esta sobredeterminación y hubo dos momentos cruciales en los que la ‘guerra fría’ pudo resolverse en una conflagración total. El fantasma de una hecatombe nuclear nunca estuvo más presente. Primero ocurrió la ‘crisis de Berlín’ (1961), desatada por la construcción del famoso ‘muro’ de esa ciudad. Luego vino la ‘crisis de los misiles’ soviéticos en Cuba (1962). Se vivía, entonces, un mundo bipolar y maniqueo. Lo que no estaba de un lado, estaba del otro. Era el enfrentamiento político de dos sistemas que se querían opuestos. El capitalismo y el socialismo. Hasta la ciencia estaba condicionada por ello. El primer vuelo espacial de un hombre (Yuri Gagarin, 1961), se admitió como un logro socialista. El asesinato del presidente John F. Kennedy (1963) quiso, en un primer momento, ser presentado como una conspiración internacional. Y qué decir de los hechos concretos que, inevitablemente, eran parte de ese conflicto que preservaba a los grandes actores para una contienda final (que nunca se dio) y que, en cambio, en la periferia, se mostraba atroz. La guerra de Vietnam, por ejemplo. Al frente de uno de los pueblos más pequeños y pobres de la Tierra, el líder Ho Chin Minh combatía a la más sofisticada tecnología militar de USA. Él contaba, por cierto, aparte de la adhesión de su pueblo, con el respaldo geopolítico del bloque socialista, unido en esa causa a pesar de que la gran fisura entre la URSS y la aún tercermundista China Popular era ya un hecho. Ni la independencia de Argelia (1962), o de las otras colonias africanas, ni la guerra árabe -israelí (1967), acaso se hubiesen dado, al menos de ese modo, sin el formidable marco de aquel mundo bipolar. La misma revolución de los estudiantes y su Mayo del 68, más allá de aquellas hermosas consignas como: “Prohibido prohibir” y “La imaginación al poder” debatía, en el fondo, la cuestión capitalismo o socialismo.

Los procesos de América Latina no fueron la excepción.

A partir de la fracasada invasión a Bahía de Cochinos, y la consiguiente Declaración de la Habana (1961) que ligó Cuba al bloque socialista, los golpes militares de corte anticomunista proliferaron en el continente al amparo de la política norteamericana de entonces: República Dominicana (1962), Argentina (1962), Perú (1962), República Dominicana (1963), Ecuador (1963), Haití (1964), Brasil (1964), Bolivia (1964), Argentina (1966), Perú (1968). Dichos golpes eran, por cierto, una respuesta a la “amenaza revolucionaria” que parecía extenderse por todo el continente. Hay que recordar que la ejecución del Che Guevara (1967), se produjo en Bolivia, durante la dictadura del general Barrientos.

Ecuador tuvo lo suyo.

3. Los convulsos años sesenta

Y mientras Quito apenas se desperezaba de su sueño secular, el mundo se incendiaba. Los años sesenta, más allá de la guerra fría, de los pasmosos descubrimientos de la ciencia, los avances de la tecnología y de la carrera espacial, fueron toda una época marcada por el espíritu de cambio. Cambiar la vida y cambiar la sociedad, era la consigna. El eje político, referencial, de todas las propuestas estaba en la izquierda. Cuba y el Che Guevara, las guerras de liberación de las colonias y excolonias africanas y del sudeste asiático; la opción por los pobres del papa Juan XXIII y la Teología de la Liberación de los curas latinoamericanos; las dos vertientes reivindicadoras de los movimientos negros (la pacifista de Martin Luther King y la radical de los Panteras Negras); los movimientos ecologistas, antibélicos, feministas, islámicos; la llamada liberación sexual; las propuestas alternativas que, en plena sociedad opulenta, la “de la leche y de la miel”, la estadounidense, plantearon audaces estilos de vida alternativos y anticonsumistas como el del movimiento hippie. Todo ello, en verdad, apuntaba al cambio brutal del mundo de entonces.

La apuesta entera de las grandes masas humanas de ese mundo, ya globalizado, estaba volcada hacia el futuro. La modernidad vivía sus mejores días. El futuro como redención y utopía realizable. Era el apogeo de la modernidad. El pasado era, pues, un fardo inútil y arduo que inmovilizaba y corrompía toda esperanza. Había que condenarlo. Había que cambiar. Esta idea poderosa copó todos los espacios posibles: la política, la religión, la vida cuotidiana, la filosofía, las artes, las letras, las ciencias sociales.

Dos filósofos dominaban el panorama intelectual de entonces: Jean Paul Sartre y Herbert Marcuse. El primero con su humanismo existencial y su moral del compromiso; el segundo con su crítica feroz a la sociedad de consumo.

Pero el voto por el cambio no conocía una sola dirección. Frente al humanismo de Sartre, Marcuse y Bertrand Russell, nacía con gran fuerza, en el propio seno de la tradición racionalista y liberadora, una concepción opuesta y de otro lado también fecunda: la del llamado antihumanismo teórico, cuyas figuras más relevantes fundaron y desarrollaron el estructuralismo: Claude Lévi-Strauss, Michael Foucault, Jean Piaget, Althusser.

Todo lo cual mostraba una riqueza y una ebullición del pensamiento teórico propias de una época revolucionaria. En el mundo europeo no ocurría lo mismo con la literatura. Sus grandes figuras eran las de la posguerra, y los escritores objetalistas del ‘nouveau roman’, Robbe-Grillet, Natalie Serraute, Margueritte Duras, parecían haber arribado a un callejón sin salida. Por todo lado se hablaba de “la muerte de la novela”, que asomaba, a la sazón, como un género agotado del que no cabía esperar nuevas propuestas.

Todo estaba listo, pues, para que en ese desierto literario encajara perfectamente la formidable narrativa de una América Latina que, de otra parte, por causa de la Revolución Cubana, se había puesto de moda en todos los noticieros del mundo. El boom había nacido ya.

4. El boom

Los años sesenta fueron los del boom de la narrativa latinoamericana. Los nombres de Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, García Márquez, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, José Donoso, empezaron a circular a escala mundial. Ediciones innumerables, traducciones, entrevistas exclusivas y una exaltada crítica europea y norteamericana que ‘descubrió’ a estas nuevas estrellas del universo literario, configuraron un clima intelectual de excepción.

A decir verdad, salvo el caso de Vargas Llosa y algunos otros que se formaron al amparo de los nuevos años, el boom más que un fenómeno de descubrimiento, fue de reconocimiento a algo que ya existía en América Latina desde hacía ya muchos años, de un modo contundente. Antes del boom, el mexicano Rulfo ya había escrito las dos breves obras que fueron suficientes para consagrarlo: El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955); el guatemalteco Asturias, premio Nobel de 1967, ya era conocido por su lujuriantes y mágicas novelas El señor presidente (1946), premio de París al mejor libro extranjero, y Hombres de maíz (1949). Borges era muy celebrado en algunos círculos de iniciados por Historia Universal de la infamia (1935), el formidable libro de cuentos El Aleph (1949), Otras inquisiciones (1952), y por la traducción al francés de una antología trabajada por Roger Callois, ese mismo año. Alejo Carpentier ya había publicado El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953). Oscuro, hosco, el genial uruguayo Onetti había venido publicando esas extrañas novelas suyas, hechas de soledad y desamparo: El pozo (1939), La vida breve (1950), Los adioses (1952), entre otras, aparte de su no menos importante y larga obra cuentística... Estos solo son unos cuantos ejemplos para mostrar que, por sobre todo, el boom fue solo un fenómeno editorial, propio de una excepcional coyuntura: el agotamiento real de una específica literatura europea ligada, básicamente, a los hechos propios de la posguerra; el auge de la industria editorial española y el ya mencionado y súbito interés político por América Latina.

Podemos decir que la real importancia del boom, tuvo que ver más bien con la difusión de una extraordinaria literatura que ya existía pero que, prácticamente, era muy poco conocida no solo a escala mundial sino, incluso, americano. Como ya parece ser una costumbre, solo pudimos conocer de verdad a nuestros escritores, por rebote, luego de que ellos recibieran la aceptación de las metrópolis de la cultura.

Con estas aclaraciones hay que reconocer que el boom fue una fiesta inolvidable, que quizá decidió el rumbo e incluso la existencia o supervivencia de una docena de novelas extraordinarias: El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964) de Onetti, Sobre héroes y tumbas (1961) de Sábato, El siglo de las luces (1962)de Carpentier, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes; La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1963) y Conversación en la catedral (1969) de Vargas Llosa; Paradiso (1966) de José Lezama Lima; Cien años de soledad (1967), de García Márquez.

En Ecuador, entre tanto, reinaba el silencio. De algún modo el país tuvo 30 años atrás su propio boom: la Generación del Treinta. Vale anotar que una novela de entonces, Huasipungo fue traducida a diecisiete idiomas. Pero ya habían pasado tres décadas.

Frente a ese panorama desolador —dominado por epígonos de la generación mencionada o por figuras exhumadas de un pasado aún más viejo—, llegados demasiado tarde a la fiesta del boom ocurrido en los sesenta, a los muy jóvenes escritores de entonces no les quedaba otro refugio que el de acogerse a los nuevos movimientos vanguardistas de América Latina.

5. Las vanguardias

A la par del boom, y de un modo agresivo, en América Latina proliferaron las vanguardias de jóvenes poetas y escritores. Iconoclastas, marginales, mantuvieron con el boom una relación cómplice pero distante. Eran el correlato literario de la guerra de guerrillas que, a partir de Fidel y el Che, proliferaron con fuerza en toda América Latina. Por otra parte, esas vanguardias se sentían las herederas naturales de la ya larga tradición maldita que, en el siglo XIX y en la segunda década del siglo XX produjeron todos los ‘ismos’ imaginables: simbolismo, futurismo, surrealismo, concretismo, etc. Lautreamont y Rimbaud, Maiakovsky y Tzara, Apollinaire y Breton eran sus padres espirituales más notables. Demasiado jóvenes como para publicar grandes libros, aquellos escritores se agrupaban en clanes y editaban excelentes revistas literarias: El corno emplumado en México, El techo de la ballena en Venezuela, La mufa en Argentina, Las publicaciones Nadaístas en Colombia. En Cuba, la revolución ya instituida había creado La Casa de las Américas, cuya revista Casa, acogía por igual a jóvenes y viejos, consagrados y vanguardistas.

En Quito hubo un grupo iconoclasta, Los tzántzicos, que proclamaba el parricidio intelectual y editaba una revista controvertida: Pucuna. Ellos, al uso de los demás grupos vanguardistas del continente, con los cuales mantenían vivos contactos, se ocuparon, como en una causa épica, de alterar la moral asfixiante del Quito de entonces.

6. De The Beatles y demás

Mientras en el mundo culto ya era un hecho, en los sesenta, la transformación total de la música contemporánea (Stockhausen, Bulez, Cage, etc), a nivel de las grandes masas, el rock, venido de la década anterior, influenciaba de modo imperioso el gusto popular. El folk, el jazz, las comedias musicales, nunca más fueron los mismos. Pronto el reinado de Elvis Presley fue disputado por una banda de cuatro ingleses inspirados que lucían melenas estilizadas y componían sus propias, estremecidas canciones: The Beatles. El éxtasis de las multitudes los acompañaba siempre. Desde entonces quedó instituido y afirmado el ritual de los conciertos de masas. La muchedumbre delirante. El escenario libre de cortinajes. Luces y vapores que no disimulan los desnudos equipos, los parlantes, los cables, los teclados electrónicos y, en primer lugar, las guitarras eléctricas. En el centro, como los nuevos sacerdotes de un culto total, las estrellas del rock. Una nueva misa, multicolor y estruendosa, que aliaba lo primitivo con lo ultramoderno, se oficiaba allí. A su amparo, proliferaron las grandes figuras que marcaron esos años: los Rolling Stones, The Doors y, desde luego los más conspicuos cantantes de la protesta: Bob Dylan y Joan Báez. Las óperas rock: Hair, Jesucristo superestrella, West Side Story, resumían bien ese espíritu que tuvo su apoteosis en el festival de Woodstock.

América Latina recibió esa revolución. Después de todo, el cine, los discos, los noticieros, nos la trajeron de inmediato por vía directa. Sin embargo, la vivía a su manera. No renunció a sus boleros, por ejemplo. Un equipo chileno de primera línea, tomó la posta a los grandes tríos del pasado: Lucho Gatica, Antonio Prieto, Monna Bell. Junto a ellos, por vía indirecta, es decir traducidas, nos llegaron las canciones de Paul Anka y The Platers, en versiones tontas y pobres como las de Enrique Guzmán y César Costa. O un poco más dignas como las de Estela Rabal y sus Cinco Latinos.

Pero más allá del bolero, América Latina producía o rescataba, con fuerza, su propia música. Por un lado estaba la nueva trova cubana de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Por otro, la puesta al día de la música andina del sur del continente: sambas, huayos, cuecas. Atahualpa Yupanqui, Los Charchaleros, Los Fronterizos..., con ‘Samba de mi esperanza’, ‘Lunita tucumana’ o ‘Sapo cancionero’, se volcaban hacia los temas vernáculos con un fervor entre dolorido y épico que estremecía los corazones más duros. Reto profundo al cual el Caribe correspondía con sus agitados ritmos bailables: sones, guarachas, cumbias colombianas, y una mezcla de todo aquello que terminaría llamándose salsa.

La música rocolera también decía su palabra. Contrapartida exacta del rock —porque sus letras eran muy claras, estaban cantadas en español y hablaban de un inframundo poblado de cantinas, cuchilladas, mujeres traidoras y madrecitas santas—, recogía una larga tradición que arrancaba de los tangos arrabaleros, los valses peruanos, los sones montunos de Daniel Santos —el inolvidable maestro de Virgen de medianoche—, y llegaba hasta el peruano Lucho Barrios y a un ecuatoriano fuera de serie: Julio Jaramillo.

Aparte de J.J., muy conocido “en el extranjero”, el Ecuador vivía, hacia adentro, sus propios ritmos. Pasillos, pasacalles, sanjuanitos, todas esas “canciones del alma”, eran cantadas por el Dúo Benítez y Valencia, las Hermanas Mendoza Sangurima y dos ambateños veinteañeros: los Hermanos Miño Naranjo. En las frías noches de la serranía, la bohemia quiteña tenía, con ellos, garantizada su dosis de “sentimiento” y calor. (F)