El Telégrafo
Ecuador / Lunes, 25 de Agosto de 2025

Cuanto más inteligente se es, más estúpido.
Witold Gombrowicz, Diarios

Existe cierto tipo de obras de las que no resulta fácil hablar. Uno siente un apretón en la garganta al evocar su ferocidad, su fuerza emotiva, la violenta manera en que su lectura te transformó la vida.

Ecce Homo, Informe al Greco, Las palabras son algunos de esos libros escritos por autores que lo dieron todo por su oficio y que antes de morir, o de perderse en los abismos de la sinrazón, quisieron dejar, como legado al mundo, una descripción de sus experiencias más importantes. Testamento, de Witold Gombrowicz (1904-1969), es también una de esas. Publicada poco más de un año antes de la muerte del autor polaco, esta obra es una muestra concentrada de talento y provocación.

El libro, que apareció por primera vez en lengua española en 1970 con el nombre de Lo humano en busca de lo humano (Siglo XXI Editores), y al que después Anagrama titularía Testamento, recoge el diálogo parisino que Witold Gombrowicz sostuvo en 1967 con Dominique de Roux, promesa del periodismo y las letras francesas.

En esta especie de autobiografía conversada, dividida en once capítulos, Gombrowicz se lo deja todo. Narra y describe descarnadamente su vida. Habla de sus orígenes; del niño inteligente y extraño que mira con cierta distancia a esos compañeros que «maniobraban mejor el caballo, trepaban mejor a los árboles y sabían saltar y correr mejor». Se refiere a su juventud y los aspectos oscuros y extravagantes que lo distanciaban del mundo y de los demás: «Anormal, torcido, degenerado, abominable y solitario, deslizándome a ras de los muros. ¿Dónde buscar la falla secreta que me expulsaba del rebaño humano? […] Ya tenía 30 años y no podía contar una sola aventura amorosa normal».

Pero también pasa revisión a sus principales obsesiones y a los símbolos que determinaron su destino como escritor: el interés por la forma, el pertinaz conflicto de la inmadurez, la consciencia de que en él la vida es más importante que la literatura…

Y todo esto, ¡de qué manera! Cada una de sus manifestaciones está llena de inteligencia, de ironía, pero también de cierta capa delicada de nostalgia, pues sus opiniones parecen un poco empujadas y espoleadas por la presencia extraña de la muerte (que el escritor polaco siente consigo desde que ha vuelto a tierra europea, en 1963).

Argentina, una coincidencia

Cierta tarde de 1939, Gombrowicz se halla en el Zodiac, un café de Varsovia que frecuentaba en su juventud. Un amigo,  Czeslaw Straszewicz, se acerca a él y le dice: «Voy para Sudamérica. He sido invitado para dar unas charlas y redactar unos cuantos artículo». Gombrowicz, sin mucho entusiasmo, pero con la idea de que romper la rutina con un viaje pagado no le caería mal, pide a su amigo que haga lo posible para que a él también lo inviten: en poco más de una semana Straszewicz lo consigue.

El autor polaco llega a Argentina con la idea de quedarse dos semanas. Sin embargo, su estancia se prolongaría poco más de veintitrés años, pues, como se sabe, en la que debía ser su última semana en Buenos Aires, Gombrowicz lee en el periódico que Polonia ha sido invadida por Alemania.

En su obra maestra, el voluminoso Diario que escribirá en años posteriores, anota: «Yo fui a Argentina por pura casualidad, sólo por dos semanas, y si por un azar del destino la guerra no hubiese estallado durante esas dos semanas, habría regresado a Polonia, aunque no voy a ocultar que cuando la suerte fue echada y Argentina se cerró de golpe sobre mí, fue como si por fin me oyera a mí mismo».

Gombrowicz llega a Argentina de 35 años, dos después de publicar, en Polonia, Ferdydurke. Contrario de lo que comenta el esnobismo literario (con todo y Susan Sontag a la cabeza), esta no es su mejor obra, pues en realidad es un libro de muchas imperfecciones, una obra ambiciosa a la que, sin embargo, le falta la entereza de un proyecto logrado, es decir, la solidez de una «forma». Gombrowicz, si bien es cierto no es tan joven cuando la escribe, todavía no ha desarrollado el dominio de la técnica que se necesita para expresar todo ese potencial creativo que lo perturba, ni ha vivido las experiencias más importantes que lo convertirán en el verdadero escritor que realmente es (de las que el encuentro con Argentina es la fundamental).

Sin embargo, Ferdydurke, a pesar de estos reparos que le hacemos, es también una obra-brújula, una obra desafiante que se rebela ante las convenciones del género novelesco. En ella se plantea el tema de la inmadurez y la convicción de que «lo imperfecto es superior a lo perfecto», asuntos fundamentales en el resto de su obra. En este libro Gombrowicz desarrolla además su espíritu de contradicción y escepticismo respecto de las creencias impuestas por la sociedad: sigue, a rajatabla, el postulado Nietzscheano de que una verdad no es sino una mentira muy eficiente.

No obstante, y pese a que Ferdydurke recibiera la atención —no siempre benevolente— de los críticos en su natal Polonia, en Argentina es una obra completamente desconocida, y, dado el carácter controversial del autor, un libro del que nadie querría saber por muchos años.

La eterna juventud

«Yo no era nada, así que podía serlo todo». De este modo define Gombrowicz su estancia de aquellos años. Y con certera razón, pues si bien Argentina significó, por un lado, pobreza, desdén, humillación; por otro, ese país era un rostro del destino con las condiciones necesarias para que pudiera descubrirse y hacerse como escritor.

«Era una ocasión que me regalaba el destino, para que al fin pudiera acercarme a lo que para mí era más sagrado, a lo que yo definía como la “inferioridad”, o como lo “bajo”, o como la “lozanía”, la “simplicidad”, o la “inmadurez”, o también como “un elemento oscuro e innominado”».

Solo y arruinado, el encuentro con este país le acercó a algo muy valioso de su propio ser (y de lo que en Europa se hallaba distanciado): la vida. Y la vida entendida, sobre todo, como juventud, como espontaneidad y descubrimiento. De este modo, para el Gombrowicz de aquellos años, ser joven será lo contrario de dárselas de señor, de hombre respetable e importante que ha adoptado la máscara de escritor idiota que se cree su papel: «Con cerca de cuarenta años llevaba la existencia de uno de veinte».

Pero además, Argentina lo alejó de la «Gran Literatura». Es decir, lo distanció de ese discurso apelmazado y grave que se entendía por literario en la vieja Europa. Y así, como él mismo piensa, de no haber llegado a Sudamérica, su destino, como el de otros compatriotas, habría sido París y con dicha ciudad el amoldamiento, el cliché, el convencionalismo. Ventajosamente para sus lectores, nada de eso ocurrió y, por el contrario, en este país el escritor polaco entendió algo: la juventud es inmadurez.

«Inmadurez», es decir la comprensión de la debilidad del humano; la conciencia de su fracaso ante la vida y ante lo que desea de ella… O, como él comenta:

«En nuestras relaciones con los demás, queremos ser cultivados, superiores, maduros; empleamos, pues, el lenguaje de la madurez y decimos por ejemplo: la Belleza, el Bien, la Verdad… pero en nuestra realidad confidencial, íntima, sentimos que no somos otra cosa que insuficiencia, inmadurez, y entonces es la ruina de nuestros altivos ideales». Gombrowicz entiende lo que es Argentina: una ciega esperanza. El amanecer de su escritura.

Antiliterario

Corre el año 1952. Por referencias de algunos amigos polacos, Gombrowicz ha conseguido por fin un empleo fijo: funge de secretario en un banco. Para entonces tiene 48 años. Esto es lo que dice al respecto: «¡Menguado secretario! Un salario de hambre —unos cien dólares al mes— y rentabilidad: cero. Antitalento eminente en materia bancaria, no comprendía nada de aquellos papelotes, y las horas pasaban absurdas, exasperantes, estériles… Trataba de escribir Transatlántico, y cuando entraba el presidente (del banco) escondía el papel en un cajón, como un colegial».

Son algunas ya las obras que ha escrito para entonces: el libro de cuentos Memorias de un hombre inmaduro; las obras de teatro La boda e Yvonne, princesa de Borgoña; las novelas Ferdydurke y Transatlántico. Sin embargo, en Argentina es un perfecto desconocido. Y esto no solo porque «a esta república de las vacas no le interesa la literatura», tanto como por el hermético círculo intelectual por el que es rechazado.

Este círculo intelectual gira en torno a la revista Sur que dirige Victoria Ocampo y que tiene entre sus colaboradores a Borges y Bioy Casares. A pesar de ello —o precisamente por ello—, este grupo de escritores (en los que, desde luego, el esnobismo tiene su parte), vive muy sometido a las opiniones y construcciones ideológico-teóricas de Europa central. Los círculos literarios argentinos son sobre todo admiradores de la gloria de las letras en lengua alemana, francesa, inglesa, y precisamente por eso, desarrollan escaso interés por las «literaturas menores» de los países de Europa del este, y, entre ellas, la de los migrantes polacos.

Metido en un país lleno de tópicos, que ha hecho suyos los postulados formalistas y estructuralistas de la moda parisina (que han proclamado la muerte de dios y la del sujeto), encontramos excluido a Gombrowicz, un tipo de escritor aferrado a su individualismo (a su yo), a su vida y a su destino, que además no está dispuesto a ceder en sus opiniones.

Estas serán las principales razones por las que ni el mismo Borges, que solía ser algo más curioso, reparó en la obra del polaco. Y esto —piensa Gombrowicz— con justa razón: «Borges y yo somos opuestos. Él se halla enraizado en la literatura y yo en la vida. A decir verdad, yo soy antiliterario».

Sin oxígeno

Si un hombre ha encontrado su símbolo, es decir, cuando el destino ha permitido que lo encuentre (muchos no saben que lo tienen), es natural que, cuando se extingue su luz, quien lo ha portado se apague. Han pasado ciertos años, Gombrowicz está a punto de cumplir sesenta. Como no es de extrañar, el reconocimiento de su obra le viene lentamente y casi al final de su vida; pero qué más da: tal es el destino de un artista que siempre supo que su obra le trascendería.

Desde que en 1959 Ferdydurke se tradujo al francés, conoce una fama creciente. También se tradujo al castellano (1947), en una situación harto referida. Por su parte, Transatlántico ha conocido similar «éxito». Las obras de teatro no se han quedado atrás: Yvonne y La boda son consideradas teatro del absurdo por los críticos y, por lo mismo, el nombre del polaco es comparado al de Eugene Ionesco o Samuel Beckett.

A pesar de ello, Gombrowicz no para de escribir. Desde 1951 la revista, Kultura de Polonia le ha pedido una colaboración en su medio: envía constantemente artículos, escritos la mayoría de veces en primera persona, en los que elucubra sobre diversos temas (arte, reflexiones filosóficas) pero, sobre todo, en los que describe su peculiar estadía en Argentina. Estos temas son tratados a modo de diario, pero sin concentrarse en el carácter íntimo de este tipo de composiciones. ¡Por fin! Ha encontrado su forma. El Diario es la posibilidad de manifestar todo su genio. Años después se publicarán en forma de libro algunos de estos textos (tanto en francés como en polaco); en español recibirán el nombre de Diario argentino y se publicarán, en un primer tomo, al principio de la década de los sesenta.

En 1963, Gombrowicz recibe una beca de la Fundación Ford que le permitirá regresar a Europa. Pero por alguna razón, al autor polaco, a pesar de que en Argentina su trabajo ha sido poco valorado, no le entusiasma este reconocimiento internacional: Argentina se le ha pegado al alma como una enfermedad, como algo que no es fácil de extirpar ni de lo que resulta fácil deshacerse. Lo duda, pero finalmente, y gracias a su inquietud innata, decide aceptar la invitación y tomar un avión a tierras europeas.

Cuando llega a Francia, Gombrowicz siente algo extraño: le falta el aire. Se hospeda en un lujoso departamento que le ha destinado la Fundación Ford en París, pero —y a pesar de las comodidades— el autor no se siente a su gusto. No puede respirar bien, y aunque ha abierto las ventanas de su habitación se siente desfallecer. Es entonces cuando lo comprende: Argentina era la vida…