El Telégrafo
Ecuador / Sábado, 23 de Agosto de 2025

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Aranjuez. Primera parada. Todo está conectado. Para el viajero la memoria puede volverse un vicio: la enfermedad de asociarlo todo. Veo a través de la ventana un letrero que dice 66 Km y en seguida lo relaciono con el de la histórica Ruta 66 en Estados Unidos, por cuya carretera —o parte de ella— recorrí hace cuatro años. De igual manera aparecen las maderitas sobrepuestas anunciando los cruces de caminos entre trenes. De todos los signos de carretera estos son mis favoritos, su advertencia me resulta fascinante sobre todo por la magia que encierran las leyendas alrededor de la música, especialmente con el blues. Mi favorita es la de Robert Johnson, de quien se dice que entregó su alma al diablo en el cruce de la actual autopista 61 con la 49 en Clarksdale (Missisipi), a fin de ser el mejor guitarrista del mundo. Al parecer el músico esperó allí hasta medianoche con su guitarra en mano, y una vez entregada al diablo, este se la devolvió afinada de una manera particular, por lo que las manos del blusero solo tenían que deslizarse por el mástil para interpretar lo que se propusiera de manera alucinante. 29 canciones llegó a grabar con su Gibson desgastada, de las cuales seis hacían referencia al pacto. El ícono del Delta Blues murió en 1938, a la edad de 27 años, paradójicamente, en un cruce de caminos. Todo apunta que fue envenenado mientras bebía whisky en el último bar donde tocó.

 

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Santa Cruz de la Zarza.

 

—¿Y si me bajo aquí? le digo al controlador (que sabe que mi destino final es Valencia). —¡Estás loca, niña. No ves que aquí no hay nada!

 

Con qué facilidad subestima la Nada, pienso. Como si la nada no fuese —en sí misma— todo un terreno que recorrer.

 

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Luego de la parada de Tarancón el paisaje se vuelve más pintoresco. Vetas verdes contrastando con pequeños cuadros rojos. Más adelante, enclavadas entre las espigas aparece una serie de casas diminutas, a medio hacer (lo que en mi tierra llamaríamos “media agua”) o en algunos casos fundiciones, apenas cimientos. ¿Por qué las abandonaron? Me pregunto si sus dueños migraron o simplemente no hubo dinero para seguir construyendo. Vistas desde aquí, sobre los montículos, las pequeñas casas parecen ruinas de alguna civilización antigua. No lo son, desde luego. Sabemos que ese tipo de construcciones milenarias se erigía con fines ceremoniales, astronómicos o militares, mientras que estas se me antojan más bien templos donde incluso sus dioses —gracias a la desolación— salieron huyendo.

 

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Cerca de la parada de Chillarón había una pequeña huerta con dos campesinos labrando la tierra. Es curioso el contraste entre esos cultivos y la casita que ahora veo (apenas unos kilómetros después), cuyo enorme letrero dice ANTIGÜEDADES. Por lo general las antigüedades suelen ser muy caras, dependiendo el objeto y la fecha, y por el aspecto desolado del sector da la impresión de que nadie viene por aquí. ¿Cómo se sostendrá el lugar? ¿Quién lo regenta? ¿Tendrán clientes fijos? ¿Lo frecuentan forasteros? Preguntas que quizá a nadie más interesen al interior de este tren y que —de haber una parada— me bajaría ahora mismo en busca de respuestas.

 

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Paramos en Cuenca. Déjà vu. Hace apenas unos días estuvimos con Mark en esta misma estación. Ahora viajo sola. El conductor anuncia que esperaremos 25 minutos. “No podemos avanzar hasta que no llegue el tren de Valencia”, me dice una señora que se pasea por el pasillo visiblemente ansiosa. Sonrío. Los pasajeros tienen prisa, se molestan, uno se come las uñas, otro baja a fumar al andén. Yo, por mi parte, estoy tranquila. Vuelvo a mi libro, es decir: sigo viajando.

 

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Carboneras de Guadazón. En las rieles contiguas, veo un gato saltando como una liebre. Falta menos de una hora para llegar a Valencia. El controlador de los tickets se acerca y me da uno nuevo, pequeñito. Se lo agradezco y en seguida lo guardo.

 

—¿Sabe para qué es?

 

—No.

 

— Es para que cuando llegue a Valencia, primero: pueda salir, y segundo: para que tome un tren a… (me dice un nombre que no logro entender) o (me dice otro que tampoco entiendo).

 

Mientras sigue hablando imagino que el controlador se me acerca, nuevamente, y me dice que con ese ticket puedo viajar por España ¡ilimitadamente! en el servicio gratuito de rieles. Pero luego escucho: “Cuídelo. Si lo pierde pagará uno nuevo…..”

 

Vuelvo a la cruda realidad.

 

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Camporrobles. Estación pequeñita en la que nos detenemos sin abrir las puertas. Leo en la pared contigua, con pintura sumamente desgastada: “La tristeza y la alegría viajan en el mismo tren”. Parecería que el conductor paró unos segundos simplemente para que pudiésemos leer esa línea.

 

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Ahora mismo no sé dónde estoy, tampoco importa. Me basta con ver el ocre sobre los sembríos, una tierra muy lisa de la que emergen pequeñas ramas, apenas un par de hojas floreciendo. Sobre un viejo puente de piedra sobrevuela un pájaro al que jamás había visto, pero cuyo canto imagino perfectamente hasta llegar a escucharlo. “Ya no hay vidrio que nos separe”, pienso. Es tan bello el paisaje que en medio del éxtasis olvido fotografiarlo. Mejor así, desde ahora esa imagen quedará supeditada únicamente a mi memoria, guardada —como todo lo que no se registra— en ese lugar donde la capacidad de entendimiento no llega, no alcanza, y donde todo se limita a ser: la dimensión más pura del recuerdo.