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Apuntes sobre el Blanco (II)
Sólo una vez he visto nevar. Fue hace algunos años en una parada de trenes entre Denver y San Francisco, a pocos metros de un pueblito llamado Fraser, en Colorado. Allí, al pie de unos rieles —en menos de diez minutos— experimenté una sensación única de placer y suspensión.
Ni bien el conductor abrió las puertas brinqué a la plataforma. Alcé la vista y comencé a alucinar. El cielo era tan blanco que vi el infinito, pedazos de eternidad caían sobre mí.
La mayoría de gente permaneció en el tren. Mientras saltaba de un lado a otro ellos me observaban —asombrados— sin entender la intensidad de mi emoción. Aquella era una parada extremadamente simple, junto a un pueblo extremadamente pequeño, y en el que, además, nadie me esperaba. ¿Por qué tanta efusividad?
Recuerdo que Mark les explicó: lo que para ustedes es una escena familiar, para ella es todo un espectáculo. No era para menos. En Ecuador no cae nieve. Por nuestra ubicación geográfica oscilamos entre el verano y el invierno durante todo el año, jamás con temperaturas extremas; y aunque contamos con la majestuosidad de los nevados, sentirla caer, atraparla con mi lengua, era otra cosa.
Si bien esa experiencia no me regresó a la infancia, puedo asegurar que aquella tarde, junto a los rieles de Fraser, en medio de ese blanco incorruptible, fui una niña feliz.
2.
Nevar viene del latín nivāre.
Encuentro dos definiciones en el diccionario de la Real Academia de la Lengua.
1. Caer nieve.
2. Poner blanco algo dándole este color o esparciendo en ello cosas blancas.
Me quedo con la segunda. Ahora mismo —en plena latitud 0— la noche me nieva, me pone en blanco, me esparce.
3.
Pienso en poetas y escritores en cuyas letras caló la nieve. Pero todos los que recuerdo, en este instante, son rusos. Chéjov, Nabokov, Pasternak, Bulgákov, Tolstói, Pushkin, Blok, Ajmátova… Todos me empujan a Rusia, a ese blanco desconocido. Pienso en Dostoievski. Lo busco en Internet junto a la palabra nieve y encuentro una entrevista a una poeta venezolana radicada en Rusia. No sé nada de ella. A penas su nombre:
Corina Michelena.
Pregunta: ¿Además de su pasión por Dostoievski, ¿qué motivos la mantienen unida a Moscú?
—La nieve. La nieve no es de Moscú, al contrario, seis meses al año, Moscú es de la nieve. Ella es la primera tirana; no se mueve una hoja sin su consentimiento o sin su resistencia; ella te subyuga, te pone a su altura. La nieve es la mejor forma de respirar que conozco.
Trazo entonces un nuevo destino en mi cabeza, en ella habita el más grande de mis mapas.
4.
En 2008, tras haber cruzado sola parte del desierto de Sonora, llegué a un pueblo llamado Taos, en Nuevo México. Era verano, por lo que las palabras que evoco de inmediato son desierto, marrón, nativos tihuas, peyote, sol. ¿Por qué entonces recuerdo a Taos cuando escribo sobre el blanco y la nieve?
Rebobino mi memoria, sonrío. Curiosamente, el hostal al que llegué la primera noche se llamaba The Abominable Snowmansion (la abominable mansión de nieve). Nunca entendí el porqué. Lo cierto es que ese lugar, destinado a ser mi refugio por una o dos noches, terminó siendo mi hogar por varias semanas. Y no sólo eso. Moona, la dueña, una mujer indígena, fue quien decidió –tras haber conversado varias horas– que yo no pagaría nada, incluyéndome en su casa como una más de la familia. En adelante, un sinnúmero de anécdotas que me sorprenderán toda la vida, pero eso es otra historia.
5.
Hay un poema luminoso y desolador del checo Vladimir Holan en el que menciona a la nieve. Se llama ‘La herencia’ y está incluido en su libro Pero existe la música. Su final siempre me deja en blanco, aunque los versos sigan resonando por todo mi cuerpo.
“Lo que nos dejan los poetas/ está siempre manchado por el tiempo,/ el pecado, el exilio./ El más sincero de ellos,/ el más incógnito, sereno, enamorado,/ no nos impone nada:/ ni verdad ni consuelo ni desprecio./ Presente, ya está ausente; y Picasso,/ al hacer un muñeco de nieve, entendió bien,/ que la inmortalidad del arte/ está en el tiempo, el pecado, el exilio;/ que el sol tiene la obligación de rescatar/ las lágrimas, las fuentes, los ríos y los mares:/ todo en vano”.
6.
Si hay una muerte a la altura de su víctima, esa es la de Robert Walser.
Una mañana de navidad, el 25 de diciembre de 1957, a sus 78 años, el poeta y escritor suizo se colocó su abrigo y salió a pasear por el bosque. Llevaba 24 años internado en el psiquiátrico de Herisau, autoexiliado de la escritura. Amante de las simples cosas, su mayor afición fueron los paseos; largos y solitarios.
Según el relato de Carl Seelig (su amigo y benefactor, con quien a veces paseaba), mientras Walser subía por la ladera del monte Schochenber, su corazón empezó a fallar. Se mareó y cayó de espaldas sobre la nieve.
“Se lleva la mano derecha al corazón, y se queda quieto. Con la quietud de los muertos. Un poco más arriba está el sombrero. Tiene la boca abierta; es como si el puro y frío aire del invierno aún penetrara en él”.
Dos niños encontraron su cuerpo mientras bajaban patinando en sus trineos.
Alguien fotografió la escena final. Es la imagen que ahora sostengo. Contemplo a Robert Walser, muerto, pero sólo veo poesía. Las huellas negras de sus pisadas contrastan con la nieve. La escena es tan bella y triste que supera lo real.
Pero hay algo que me inquieta aún más: en su libro Los hermanos Tanner, Walser describió la muerte de su protagonista (tres décadas antes), sin embargo, parecería haber descrito la suya: “¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos cubiertos de nieve. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni sensaciones.”
¿Qué nombre le pongo a eso? ¿Coincidencia, premonición, profecía? No hay nombre. Las palabras se conjugan más allá del entendimiento. Detrás de todo eso hay simplemente magia. La obra de su humilde creador ya nació como un conjuro.
“Pronto llegará el invierno, se formarán remolinos de nieve, con cuánta alegría lo espero. Cuando todo está tan blanco todo puede verse también más claramente. Los colores llenan el pensamiento de toda confusión. Los colores son un dulce desorden. A mí me gusta las cosas de un solo color, de un solo tono, y la nieve es como la melodía de un solo tono.”
Leo a Robert Walser, una y otra vez, mientras escribo estos apuntes, pero sobre todo lo escucho. Escucho al poeta —sereno y paciente— cantarse a sí mismo su oda final.