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Apuntes oníricos: El gesto del futuro

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Hace mucho que un sueño no me impresionaba tanto al punto de vencer mi cansancio y levantarme a las tres de la mañana únicamente a transcribirlo. Son muchos los sueños rarísimos que he tenido a lo largo de mi vida, pero pocos como los que he soñado desde que llegué a Chiloé, una mágica isla al sur de Chile, llena de mitología, historias de brujos y barcos fantasmas. Más allá de desafiar la memoria, contarlo es una forma de quitarme la desazón que el sueño me dejó. El lector no esperará encontrar en él pasajes fantásticos, luchas interplanetarias ni monstruos terribles ya que más bien se limita a ser —en apariencia— un pasaje cotidiano con imágenes sencillas que, precisamente por su naturalidad, aterran. Quizá por ello pienso en la escritura de J. G. Ballard, maestro de la ciencia ficción y amante del surrealismo, quien predijo en sus narraciones los más oscuros escenarios del mundo postindustrial. Algo de esa oscuridad hay en este sueño, en su carácter apocalíptico, en la angustia de pensar que el ser humano, en efecto, acabará por adaptarse completamente a su desolación.

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Madrugada del 9 de julio de 2013. Sueño futurista. Aparezco como si viviera en el 2070. Compartimos habitación con mi hermana. Es de noche. He dormido muchísimo (o al menos eso creo). Me doy cuenta de que aún está oscuro por lo que pienso que he madrugado. Pero al salir a una terraza veo que hay mucho movimiento en las calles, sin embargo nadie camina por ellas, sólo un montón de naves viajan por la autopista como si fuesen cometas. No hay rastro de ningún animal, ni siquiera el ladrido de un perro o el trinar de un pájaro. El paisaje es completamente árido. Las luces de los edificios se prenden y apagan intermitentemente como luciérnagas de una larga noche en la que se ha convertido el mundo. Aparecen rostros sombríos en las ventanas contiguas, todos me miran raro porque salgo en pijama. Reconozco en una de las ventanas al escritor Vicente Luis Mora quien observa con atención las calles despobladas. Descubro que mi terraza está al interior del edificio y no afuera como había creído. La bruma lo envuelve todo. Vuelvo a la habitación y veo que mis padres han despertado. Mi padre me pregunta si dormí bien y yo le respondo que sí, pero es ahí cuando me doy cuenta que el tiempo corre distinto, puesto que dormí como 72 horas dentro de ocho, y por eso tengo la sensación de haber dormido más de lo habitual. Luego me dice emocionado que hay pan caliente en la cocina. Yo le digo que gracias, pero quizá más tarde. Siento que mi respuesta lo entristece como si yo no hubiese reaccionado a la altura de sus expectativas. Entonces me doy cuenta de que tener pan es casi un lujo y yo no estuve tan motivada como él esperaba. Me retracto y le digo que vayamos a la cocina. Allí está mi madre preparando la comida, pero mi sorpresa es verla freír muchísimos huevos en la sartén, como 20 al mismo tiempo; salen uno tras otro y los va colocando boca abajo sobre la mesa (según ella para que la esfera de la yema quede en el punto exacto). Son tantos y una vez volteados su equilibrio es perfecto que empiezan a girar sobre su propio eje, sin despegarse de la mesa, como si fuesen platillos. La imagen me impresiona porque el movimiento genera un tipo de luz particular, por lo que me doy cuenta que además de comida sirven como lámparas. La imagen me sorprende mucho, pero nadie comenta nada, al parecer es algo normal. Mi madre me pide que la ayude a voltearlos, pero temo destruir la perfección de la escena. Una vez sentados mi padre me pregunta cómo voy en clases (al parecer estudio francés a distancia), le digo que bien, que afortunadamente sólo tenemos que escuchar, que no hay deberes por ahora. Mi madre cree que soy yo la que no ha presentado ninguna tarea porque es ilógico que no se lleve ningún registro cuando hoy en día la memoria es una reliquia. Yo le digo que —ahora que recuerdo— sí estoy al día, pues Mijail me ayudó a igualarme las últimas clases telepáticamente. Luego me pregunta si me defiendo en ese idioma y le digo que muy poco puesto que ya no se lo practica mucho al ser una lengua casi extinta y que debería mejor incursionar en el treucumano. Luego me dirijo nuevamente hacia fuera, cruzo la terraza inicial y logro salir a otra, una verdadera, a la intemperie, y descubro un atardecer demasiado iluminado, tanto que mis ojos arden y están a punto de sangrar. El sol es tan grande que parecería ser una enorme montaña cubierta de fuego, la imagen es aterradora y bella a la vez, tan impresionante que abruma. Me sorprende no derretirme. Cuando volteo, veo que la gente de los edificios me mira horrorizada y entiendo que nadie en su juicio se atrevería a salir sin protección. Sé que me estoy exponiendo cara a cara con la muerte y sin embargo me niego a privarme de la única belleza natural que queda: el sol. Comprendo que la gente ha mutado y se las ha ingeniado para hacer sus vidas puertas adentro de otras puertas adentro de otras puertas adentro como un tiempo corriendo hacia el interior, una forma muy lenta de asfixia. Todo esto a causa de su propia mano, de su imprudencia de muchos siglos. De cualquier forma: ahí estoy yo, en medio de dos realidades de las que sólo puedo dar fe dentro de este sueño, es decir: dentro de estas líneas.

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