El Telégrafo
Ecuador / Domingo, 24 de Agosto de 2025

Ustedes no saben lo que es ser nadie. Lo que es estar vivo, sin que nadie se dé cuenta. Puedo morirme y no se sabrá que he vivido ni que he muerto. Todo este sentimiento de ser nada se multiplicó por millones de veces cuando lo vi en todas las pantallas, en los puestos de periódicos, en los muros, en los subterráneos del metro. Miren cómo gira la cama redonda en la que juguetean él y la japonesa, la pareja más famosa del mundo. Algo así, contestó serenamente Mark David Chapman, después de haber asesinado a John Lenon.

 

Lunes, 8 de diciembre de 1980. A las diez de la mañana, John y Yoko salieron de su apartamento de Nueva York, en el Dakota Building. Sin titubear, Chapman se acercó con un ejemplar de Double Fantasy, el flamante disco con el que Lenon reaparecía, después de varios años de retiro. Se lo autografió al paso y prosiguió hacia su limusina. A las diez de la noche que la pareja volvió a casa, Chapman seguía colado a la entrada. Como si el destino dispusiese el escenario, Yoko se adelantó a John lo suficiente como para que Chapman, después de verlo pasar delante suyo, levantara el arma, apuntándola a la espalda. Cinco disparos. Uno, que se perdió en el vacío como les ocurre con frecuencia a las balas. Tres que dieron más o menos en el blanco y una que llegó con la muerte.

 

Drogadicto, sicópata, agente del FBI, fanático religioso, entre otros perfiles, adjudicaron los medias a Mark David Chapman, que de manera súbita se hizo famoso. Texano, 25 años, sin antecedentes policiales. Infancia con madre maltratada por padre sórdido que los abandona. Periplo escolar accidentado. Trabajos incipientes con modestas promociones. Secta religiosa. Suicidios fallidos. Matrimonio insípido. Depresión galopante. En suma, el perfil idóneo para salir del anonimato y entrar en la historia con la aureola de los magnicidas. En cuanto al móvil del crimen, pusieron en su boca un sinfín de razones: «O él o yo, ya que no podía haber dos Johnlenon»/ «Era un burgués hedonista y mentiroso»/ «Dios me encomendó que lo enviara a su reino»/

 

Pero hay otra historia menos banal sobre Chapman, que alude al hecho de que, después del asesinato, soltó el arma, se sentó en un recodo de la entrada del Dakota y se puso a leer un librito de bolsillo mientras esperaba a la policía. Dicho libro se titulaba The Catcher in the Rye (en español, El guardián en el centeno), novela de culto del grande y trashumante Salinger.

 

 

—¿Qué hace este libro contigo? —le preguntó un detective librófago.

 

—Esta novela es mi vida. Yo soy Holden Caufield, su protagonista.

 

—Pero Holden Caufield no hubiese matado a Lenon. ¿Por qué lo hiciste?

 

—Estaba seguro de que John tampoco sabía adónde van los patos en invierno.

 

El guardián en el centeno es una novela de un poco más de cien páginas sobre un muchacho —Holden Caufield— que intenta escapar del engranaje depredador que es la vida adulta, las normas y los valores establecidos en una sociedad enferma de hipocresía integral. Caufield intuye que, si no escapa, su inocencia, su autenticidad, su sentido de libertad serían arrasados. Con una mezcla de humor y desdicha, el protagonista narra maravillosamente su periplo postrero que no es otra cosa que su denuedo por demorar la inevitable caída. Adónde van a parar los patos en invierno, pregunta y nadie le responde. No precisamente porque no lo sepan, sino porque les parece una pregunta absurda, incongruente, sobre todo inútil. En un conmovedor pasaje, su hermanita menor le pregunta sobre qué piensa ser, si toda perspectiva le parece mala.

 

—Guardián en el centeno —contesta Holden, evocando un día de primavera que juntos estuvieron en un campo de centeno invadido de niños. Allí había un guardia que los cuidaba para que no se hicieran daño ni, mucho menos, cayeran en el abismo.

 

—Guardián en el centeno, eso quería ser, le confiesa el asesino de John Lenon, al detective librófago. Este no comenta nada. Se pone de pie, palmotea el hombro de Chapman y sale de la celda mordiendo su habano. Chapman, empuñando los barrotes, le pregunta:

 

—¿Sabía usted que los patos en invierno no van a ninguna parte?