La parrilla de la TV nacional del pasado, para quienes tenemos más de 30 y menos de 40 nos resulta tan inolvidable como el comercial de Macho, el jabón que brillaba en la delicada mano de una modelo argentina curvilínea y con acento obviamente porteño.

Era el entrecorte para que descansen de sus apasionados besos Eduardo Serrano e Hilda Carrero o José Bardina y Lupita Ferrer. La enorme tele sostenida en cuatro patas y pantalla blanco y negro que mi abuela administraba con mano dura viene a mi mente, como la sin pavimentar calle Letamendi, como la colada de las 5 de la tarde haciendo zapping con el alicate entre Tico y Tico y el Tío Johnny, a veces Cañitas. Tiempos idos.

Pero que se recuerdan. Hay gente (talento, figuras) irreemplazables en la TV. Me complace saber que Bernard Fougeres está por ECTV, era el mediodía de los 80, sus videos, sus entrevistas afrancesadas pero cálidas, el comercial de la salsa de tomate y la cola Ponch, no ha existido otro que lo supere. Y él lo sabe. Por eso es serio, como duro. Cuando coincidimos trabajando para Canal 1 y me lo encontraba en el camerino no podía dejar de observarlo con admiración. Sabrá Bernard que es parte de la vida de muchos treintones.

Y la uruguaya María Rosa de Hemalla (Día a día con María Rosa) la chef de mirada amable, acento de allá y blancas y pecosas manos que preparaban delicias compradas (la cámara la seguía a ella y a la repleta carretilla) en el supermercado aniñado de la época. Siempre terminaba llorando en su rinconcito. Mi abuela igual. Yo nunca entendía el mensaje.

Mi madre, en cambio, jamás olvida a la bella Sra. Oster, doña Yolanda Aroca que cocinaba con tanto gusto que empujaba a las mujeres de nuestra familia a preparar lo mismo, o algo parecido al menos.

La tardes mientras cocinaban la merienda, que ahora por la vida diet ya ni eso preparan en algunas casas, hervían los concursos de Tico Tico, quien se cambiaba de canal cada temporada invernal, del 2 al 10 y viceversa, y aquello de que el lápiz tiene una canción y se la canto yo, escribe sin parar amigo del lápiz soy es -sin duda- parte única de la vida infantil de muchos ecuatorianos.

Que le eramos infiel a veces con el juego del Tío Johnny buscando el huevo plástico de la gallina escondido entre la banca de madera del estudio de aquel canal 10. Ambos daban de premios sendos juguetes plásticos o helados de la familia Kronfle, cuya marca hoy pertenece a una transnacional.

Cañitas era como un tío bueno que vivía en Quito. Las tardes del canal 5 eran muy divertidas y aunque nunca lo conocí siempre lo recuerdo. En Guayaquil en la disputa por el rating Tico Tico le daba palo, pero en Quito el que mandaba era Cañitas, sin duda.

Algo que jamás olvidaré era la atención un tanto escéptica que rodeaba a todo lo que era producción nacional dramática, de llorar, de emoción o de impotencia...pero de llorar.

Eran cosas muy tibias, generalmente hechas con esfuerzo y amor y poco presupuesto Con actuaciones pésimas, pocas excepciones que salvaban la vaina, pero ya eso era a mediados de los años 80.

Y era el cerro el único que apostaba por hacer cosas de aquí estilo telenovelas, con ganas de ser Televisa, duración de miniserie y sueños de ser Venevisión. No pasaba mucho pero la gente veía lo poco que se hacía y transformaba en estrellas a los protagonistas de la época: Pepe Aray (+), Antonio Bellolio y Penélope Lauret, eran nuestros Eduardo Capetillo, Salvador Pineda y Thalía.

La inconstancia de esos esfuerzos nos pasan aún factura, 30 años después. Pero los recuerdos de una TV que fue parte de nuestras vidas, nos hace caer en cuenta que con menos técnica, se llega al corazón, sin cortinas led, sin láser, sin cuerpos siliconeados, sin músculos esculpidos por polvos e inyecciones, sin historias armadas a conveniencia, y sin parientes participando en un reality que de seguro ganarán...