¿Podemos replantear la idea de que las disposiciones constitucionales encierran argumentos de consecuencia auto-organizativa cultural? O sería posible formular: ¿Sus mandatos únicamente responden a hechos sociales como impugnaría el positivismo jurídico excluyente?
Una evidencia es que los comportamientos definen y deconstruyen a la Constitución en sus escalas de lenguaje cultural. Sería oportuno, entonces, afirmar que la norma fundamental reproduce y legitima los fenómenos culturales de la sociedad. Aquellos imaginarios y dinámicas societales perfilan los umbrales por donde las normas expresan un desarrollo cultural.
Concebir la teoría constitucional como ciencia de la cultura, y emplear todos los dispositivos cognitivos de esta para entender aquella, nos ayuda a colocar varios debates: a) ¿Es posible probar la existencia de un constitucionalismo cultural objetivo en el texto normativo? Y en caso de lograr sustentar ese propósito: b) ¿Aquel es parte del derecho nacional existente y aplicable? d) ¿Acaso la identificación y validez de la Constitución aplicable dependen de razones culturales?
Las dificultades de desempeño institucional del Estado, en cuanto a su efectividad, se deterioran o recuperan según las respuestas que ofrezca su arquetipo democratizador: el constitucionalismo dialógico puede intensificar los niveles de articulación institucional y reforzar los controles al poder para que funcionen sus límites.
De modo concordante, conviene distinguir analíticamente los problemas de esos controles en su dimensión moral, normativa y fáctica. Así, el texto normativo se convierte en un lenguaje mediante el cual interpretamos las culturas de las sociedades y los colectivos. Sus experiencias deben ser leídas desde el lenguaje cultural de la Norma Suprema, cuyo sentido rebasa los contenidos sintácticos y temporales que pueda ofrecernos su lenguaje escrito.
Es un lenguaje inacabado justamente porque no contiene la totalidad de esas experiencias. El texto no logra represar todos los aspectos de su realidad porque no tiene las capacidades para describir aquellas cuestiones culturales que lo hacen estar presente o ausente de las dislocaciones que se forman en el andamiaje estatal. Frente a ello, la interpretación constitucional funciona como un espejo vivo de los conflictos existentes en toda Norma Máxima y su incidencia en la naturaleza estatal, porque genera en su experiencia operacional dos culturas: la cultura democrática y la cultura del constitucionalismo autoritario.
La búsqueda de la verdad constitucional nos interpela frente a otra evidencia empírica: la distribución práctica y ejecutiva del poder necesita de permanentes revisiones y ajustes en sus relaciones interinstitucionales, pero también en sus relaciones con la sociedad. Este es uno de los principales límites que ayudan a que la norma no se convierta en instrumento manipulado por las conductas y sus distorsiones culturales, sino que prevalezcan sus vertientes democráticas en aquellas.
Las comprensiones e interpretaciones culturales complementan las visiones momentáneas de las circunstancias porque permiten ver los acumulados y recorridos donde la norma no alcanza a arraigarse y encontrar su estabilidad. El entendimiento de los contextos y ambientes no se concreta por la simple implementación del lenguaje constitucional, porque aquellos pueden ubicarse por encima de él. La hermenéutica gramatical puede llegar a fragmentos o segmentos divididos de la realidad.
Así, la interpretación debe reconocer los lenguajes exentos de aquella y sus saberes para explicar sus ámbitos, integrando los signos gráficos que expresan los comportamientos culturales en los conflictos normativos y fácticos.
La Norma Máxima ha buscado acumular en ella la totalidad de la experiencia estatal. Los conflictos políticos de esa institucionalidad se encuentran represados en su lenguaje escrito. Empero, el procesamiento y entendimiento de aquellos rebasan el lenguaje y sus tiempos porque varios de sus elementos constitutivos están fuera de los ámbitos que diseña el lenguaje constitucional. Los derechos y las garantías son otros modos de comunicar los controles al poder, y aunque este construye su propio lenguaje frente al de la Constitución, la forma de preservar la supremacía de ella radica en que el lenguaje del poder no se convierta en autónomo e independiente del definido por la norma iusfundamental.
La construcción cultural de las contiendas político-institucionales requiere de respuestas interpretativas que no permitan que el lenguaje de la Constitución se adapte a las proposiciones normativas de aquellos conflictos, sino que sean los lenguajes de estos quienes se adapten a las proposiciones del Código Político. Es probable que el lenguaje constitucional no tenga una capacidad inherente para describir todos los tejidos que el poder puede producir, y únicamente pueda ocuparse de sus intersticios más visibles.
Desde luego, la interpretación debe volver traducible el lenguaje constitucional a las formas en que se construyen culturalmente los conflictos –re-conociendo sus contextos- y sus resultados, precisamente porque esa tarea interpretativa también es un proceso y un efecto cultural que provoca más disputas político-institucionales, al mismo tiempo, que también expande mayores representaciones para su comprensión y transforma las claves del conocimiento sobre su realidad. (O)