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“Viví 24 horas de torturas sobre una alfombra”
Cuando ingresó en la habitación, a pesar de tener los ojos cubiertos con una cinta de embalaje, logró divisar que el piso estaba cubierto por una alfombra roja. Inmediatamente escuchó cómo se abrían botellas y se chocaban vasos.
El sonido alto de la canción de Segundo Rosero “Nadie es eterno en el mundo” fue el inicio para lo que serían 24 horas de tortura.
Un grupo de policías vestidos de civiles rondaba una vivienda ubicada en el sector del Comité del Pueblo, al norte de Quito, el 18 de septiembre de 1998. Edwin Punguil, un joven de 23 años que trabajaba en la instalación de cableado, salió de su casa a dar una vuelta en moto; a su regreso, los hombres lo abordaron. “¿A quién buscan?”, preguntó Edwin. “Buscamos al dueño de la moto”, le dijeron. “Yo soy”. “Queremos hacerte unas preguntas, sal”, respondió uno de ellos.
La conversación, que duró apenas unos segundos, se transformó inmediatamente en un allanamiento armado a la vivienda de Edwin y su familia. Su esposa, sus dos hermanas y su madre, asustadas, rompieron en llantos y gritos ante la violenta irrupción a su hogar.
Edwin fue subido a una camioneta, donde comenzaron los primeros golpes y acusaciones de ser el responsable del delito de tráfico de drogas. El viaje se hizo eterno, mientras las agresiones aumentaban.
Ahora, 15 años después, Edwin se frota las manos al recordar cómo lo llevaron a una especie de bodega subterránea en completa oscuridad. Todavía puede sentir el escalofrío que se apoderó de él aquella vez.
Con los ojos vendados le hicieron sentarse. Cada patada y bofetada llegaba violentamente y él, con las manos esposadas, iba al suelo.
Edwin piensa que talvez pasaron 25 minutos, mientras escuchaba como sus agresores se embriagaban y hablaban entre ellos. “Este caso nos tiene que salir”, era la frase que constantemente repetían, al tiempo que uno de ellos le decía en el oído: “vas a ver lo que te vamos a hacer”.
Mientras las horas transcurrían, los uniformados le quemaban el rostro con sus cigarrillos y después le colocaban en la cabeza una funda con gas pimienta. Retorciéndose del dolor en el suelo, los policías saltaban sobre su espalda.
Luego, una “bomba” (rueda de agresiones) se formaba con todos los agentes y cada uno de ellos atacaba a Edwin de diferente manera. “Me torcían los brazos mientras yo les rogaba que, por favor, no me peguen, que yo no soy a quien ellos buscaban”. La condición para detener todo era que se declare culpable.
Cinco horas después de haber sido detenido y torturado, cerca de la media noche le avisaron que lo acusaban del robo y asesinato de un comerciante, un mes atrás, a la salida de un banco.
Cuando le zafaron la cinta de embalaje de los ojos, Edwin logró ver el rostro de sus agresores, sobre todo de quien más gritaba. “Soy el pequeño de la Unidad de Lucha Contra el Crimen Organizado (UIES), si no colaboran ya van a ver lo que les va a pasar, el SIC-10 nunca ha muerto, los vamos a matar, así como matamos a los Restrepo”, recuerda Edwin que eran las palabras que el agente repetía. Se trataba, según él, del investigador Pedro Urgilés.
En la sala había un segundo joven, José Luis Lema, de 18 años, vecino de Edwin y con quien se conoció en un campeonato de fútbol. El muchacho estaba parado frente a él. “A ver, ustedes se sientan, ustedes son los asesinos”, repetían más desesperados cada vez los agentes. Las torturas primero se las inflingían a Edwin, mientras todos observaban.
Para Edwin, estos 15 años han pasado lento. Cuenta su historia sentado en el interior de su negocio de computadoras. No necesita hacer esfuerzo para recordar cada palabra, gesto o cosa que, según él, ocurrió en aquella oficina de la Unidad de Homicidios de la Policía.
Los investigadores trataban de “instruirlos” cómo debían actuar al ser presentados ante la prensa: “te vamos a ayudar a mentir, le dices a la prensa que botaste el arma homicida a un río”, le aconsejaron a Edwin, y cuando él gritaba que no asumiría la culpabilidad de algo que no hizo, las torturas aumentaban.
Algo que Edwin nunca olvidará es que durante las 24 horas de tortura, un niño de unos 10 años estuvo presente; en ocasiones, el menor era alentado por los agentes para que también lo agrediera.
Al amanecer ambos jóvenes fueron llevados a un terreno baldío, donde los pusieron de rodillas, les rastrillaron el arma en la cabeza, los golpearon con los revólveres y les pisaron las manos. A Edwin lo hicieron desvestir. “Eran el agente Antonio Núñez y uno de apellido Palacio, le decían Mijito”, recuerda.
Los regresaron a la bodega nuevamente. “Urgilés me hizo parar junto a una especie de lavandería, me tiraron agua con gas en el cuerpo, me sacaron las esposas y me hicieron poner en forma de trípode, luego me hizo parar frente a él y me comenzó a topar con un palo los testículos, me hizo darme la vuelta y me seguía pegando; en ese momento otro agente gritó que ya paren”.
Al día siguiente fue llevado al Centro de Detención Provisional, donde pasó preso cerca de un año sin ninguna prueba. Sus parientes debieron mudarse del barrio, pues los señalaban como la familia de un asesino. Nunca pudo conseguir trabajo. Sus dos hijos no saben nada de lo que pasó hace 15 años.