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‘El monstruo de los cañaduzales’ se hacía pasar como vendedor de helados

Bermúdez drogaba, violaba y asesinaba niños

Bermúdez drogaba, violaba y asesinaba niños
11 de julio de 2014 - 00:00 - Redacción Agencias

El 6 abril de 1999 fueron encontrados los restos de un niño en la hacienda Papayal de Palmira, en los alrededores de Cali, Colombia. Antes de su muerte, había sido violado.

Las autoridades pensaron que se trataba de una víctima más de Luis Alfredo Garavito, un asesino serial despiadado que había conmovido al país con más de 100 crímenes de niños. Pero Garavito tenía un imitador, Manuel Octavio Bermúdez, apodado ‘El monstruo de los cañaduzales’, ya que abandonaba a sus víctimas en los campos sembrados de cañas de azúcar.

Bermúdez era un hombre casado, tenía 2 hijos y mantenía a su familia con la venta ambulante de helados. El trabajo era un disfraz ideal para sus impulsos homicidas. Le servía para acercarse a niños que luego llevaba en su bicicleta hasta la espesura de las plantaciones de caña de azúcar, donde los drogaba con lidocaína, los violaba y asesinaba.

Primeras víctimas

Su primera víctima fue el niño Andrés Felipe Serna Useche, de 10 años, quien había desaparecido el 6 de marzo de 1999 de la Galería Central de Palmira y cuyo cuerpo apareció el 6 de abril de ese año en un cañaveral de esa población dentro de un costal, amarrado de pies y manos y con signos de violación, estrangulado y su cabeza destrozada.

El crimen estremeció a la región, mucho más cuando en mayo y septiembre de ese año fueron asesinados en similares circunstancias otros 2 niños.

De repente, cuando las autoridades comenzaban a recoger información sobre el segundo asesino en serie de la historia de crímenes del país, este cesó su accionar.

Pero su silencio homicida parecía solo para recobrar aliento: como una máquina de matar, el demente hombre comenzó a dejar rastros de su huella sanguinaria entre los cañaduzales de las poblaciones de Palmira, Pradera, Buga, Tulúa, entre otras.

El individuo siguió violando y asesinando niños con una macabra característica: siempre guardó una prenda de cada una de sus víctimas.

En diciembre de 2002, cuando ya se habían encontrado 9 víctimas, debido al miedo y la presión social existente, las autoridades conformaron un grupo de investigación que reunió las pistas dejadas por el homicida en las escenas de los crímenes.

En casi todas hallaron cordones de zapatos y en ocasiones jeringas, ampolletas y frascos vacíos con lubricantes. Además, encontraron a un testigo clave, un niño que había logrado escapar del homicida en 2002 y que ayudó a crear su identikit.

El menor contó que ‘El monstruo de los cañaduzales’ utilizaba una bicicleta para cometer sus crímenes y reveló un detalle físico: cojeaba del pie derecho.

La niñez del futuro asesino

Bermúdez quedó huérfano al poco tiempo de nacer, a consecuencia del torrente de violencia que afectaba al país. Sus padres fueron asesinados en medio de los enfrentamientos entre el ejército y los grupos irregulares, y a la corta edad de un año quedó abandonado a su suerte.

Tras la pérdida, fue adoptado por una mujer que administraba una cantina y lo maltrató cruelmente. Al parecer, por un enojo doméstico, la madre iracunda lo habría lanzado desde un balcón.

Poco después de estrellarse contra el piso, Bermúdez sintió que algo no estaba bien: había sufrido fracturas de una mano y de un pie que no fueron atendidas a tiempo y que lo marcaron para siempre con una cojera parcial.

Luego del horrible suceso, una tía política decidió tomar cartas en el asunto y lo entregó a una pareja que se convertiría de facto en su familia adoptiva.

Fue llevado a la ciudad de Palmira, donde creció en un hogar humilde. Su padre trabajaba en la construcción, mientras su madre vendía fritada. No tuvo hermanos y aunque recibió cariño y atención de sus padres, con el tiempo fue consciente de que su hogar no era como el de los demás niños: sus padres eran alcohólicos.

Como muchas familias en Colombia, carecían de techo propio y vivían alquilando departamentos y cambiándose con bastante frecuencia de una casa a otra. En esas tristes habitaciones, atrapado por la soledad y el abandono, se fue formando el monstruo en que se convirtió.

Detención, juicio y sentencia

El 18 de julio del 2003 la familia de una de las víctimas reconoció a un sospechoso que coincidía con las señas o características reunidas en la investigación.

El vendedor de helados Manuel Octavio Bermúdez fue detenido en la ciudad de Pradera y en su billetera se encontraron restos de un envase de lidocaína y un calendario con algunas fechas marcadas. Las fechas coincidían con las desapariciones de varias de las víctimas halladas hasta el momento.

En un principio permaneció absorto, inmóvil, silencioso y angustiado. Tomaba la misma actitud de un viajero ingenuo al ser revisado por autoridades extranjeras en aeropuertos lejanos.

No obstante, su mutismo se rompió al ser confrontado con las evidencias que le fueron presentadas por las autoridades, entre ellas un frasco de lidocaína, que habían recabado los agentes de la Fiscalía. Este medicamento se encontró en abril del mismo año junto al cuerpo de uno de los niños brutalmente asesinado en medio de un cañaveral del municipio de Yotoco.

Al allanar su vivienda, se descubrió que Bermúdez conservaba recortes de prensa sobre los asesinatos de los niños y una colección de objetos y prendas íntimas de sus víctimas, que guardaba como trofeos.

La abrumadora cantidad de pruebas recogidas en su contra provocó finalmente la confesión del asesino. Bermúdez contó cómo conseguía a sus víctimas, entre los 9 y 13 años, en los mercados y cerca de colegios de la zona del Valle del Cauca, y les ofrecía 10 mil o 15 mil pesos para que lo acompañen a cortar caña. Una vez en el cañaveral, el destino de las criaturas estaba sellado. “Sí, yo violé y maté a los niños”, habría revelado fríamente este hombre a los agentes especiales en el interrogatorio previo.

La valoración siquiátrica realizada por Medicina Legal dio como resultado que ‘El monstruo de los cañaduzales’ es una persona absolutamente normal y consciente de lo que sucedía y hacía. “Los mataba porque me tocaba hacerlo para que no me reconocieran, y me arrepiento”, alcanzó a explicar el acusado.

El 17 de febrero de 2004, Manuel Octavio Bermúdez fue condenado a 56 años de prisión por el homicidio de un menor, pero la condena fue reducida a 26 años y 8 meses de cárcel, ya que reconoció los crímenes.

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