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El Telégrafo

La Revolución de 1845

La Revolución de 1845
El Telégrafo
18 de octubre de 2020 - 00:00 - Kléver Antonio Bravo

Escudándose en la tercera Constitución, tristemente recordada como la Carta de la Esclavitud, el general Juan José Flores -buen soldado y pésimo estadista- anhelaba perpetuarse en Carondelet. Al respecto, no está por demás aclarar que el general tenía una obsesión desaforada por el poder, la plata, los honores y el adulo (posiblemente una de las respuestas a sus orígenes humildes). En estas circunstancias, y en apenas 13 años de vida republicana, se redactó dicha Constitución aprobada en la Convención de Quito, el 15 de enero de 1843. Allí, 34 de los 36 diputados reeligieron al general venezolano para un nuevo período de ocho años, tomando en cuenta que 32 de éstos eran empleados del Estado, y de éstos, nueve eran militares extranjeros.

Aprobada la Constitución, Vicente Rocafuerte, en su condición de diputado, fue el único de la Cámara que dio el grito al cielo. Renunció y fue a Perú, desde donde enviaba sendos pronunciamientos que despertaron la ira del pueblo guayaquileño, de modo que para los primeros días de marzo de 1845, todos hablaban de revolución, especialmente los protagonistas que se organizaron para lo toma de los cuarteles: el general Elizalde; los coroneles Ayarza, Francisco y Juan Valverde; los comandantes Franco, Merino, Valdez, Puga y Cordero.

Fue el 6 de marzo cuando empezó la guerra civil. La defensa del cuartel de artillería estaba a cargo del general Wright, quien no dio brazo a torcer. Fue entonces que el combate se extendió hasta las afueras de la ciudad, específicamente en un sitio llamado la Sabana, donde Wright y sus fuerzas gobiernistas se rindieron. Con esto, el pueblo nombró un Gobierno Provisorio de lo más sobresaliente: Vicente Ramón Roca, José Joaquín de Olmedo y Diego Noboa; a quienes se sumaron el general Antonio Elizalde como jefe del Ejército, y don J.M. Cucalón en calidad de secretario general. Una vez instalado el nuevo Gobierno, Rocafuerte fue nombrado encargado de negocios en el Perú, personaje de la historia que no tardó en enviar a Guayaquil más de mil fusiles y 20 toneladas de carbón para el Vapor Guayas. Mientras el nuevo Gobierno asumía el poder, Flores envió a Otamendi como espía y se infiltró en pleno movimiento revolucionario, fingiendo ser uno de ellos. Con toda la información obtenida, regreso a Babahoyo y reclutó a 800 hombres, con quienes preparó un cerco de defensa en la hacienda La Elvira, lugar donde se atrincheró Flores días después.

Los enfrentamientos continuaron, unos por tomarse La Elvira y capturar al general venezolano, otros en su defensa. Fueron los patriotas quienes más bajas tenían, pues era doloroso para el pueblo guayaquileño ver cómo regresaban de Babahoyo las embarcaciones con muertos y heridos, y la noticia que el coronel Francisco Jado, uno de los jefes insignes de la tropa liberal, cayó herido y prisionero a la vez. La noticia de esta guerra se dispersó por todo el territorio nacional, por lo que a las fuerzas liberales se unieron tropas de José María Urbina, gobernador de Manabí, y más tropas del coronel Ríos, comandante del distrito de Cuenca.

Los enfrentamientos duraron más de tres meses, hasta que las fuerzas adversarias decidieron darse una tregua, nombrar tres representantes por bando y firmar el famoso Convenio de La Virginia, el 17 de junio de 1845. Estas fueron las ventajas que obtuvo Flores con este acuerdo: a) Mantener su rango de general, honores y sueldos. b) Garantizar sus propiedades particulares. c) Cobrar todos sus honorarios pendientes. d) Recibir la cantidad de 20.000 pesos para subsistir en Europa por un lapso de dos años. e) A su retorno de Europa, retomar sus actividades sin ningún tipo de reparo.

El general venezolano viajó a Europa, tal como establecía el convenio. Allí tomó contacto con la corona española, con el infame propósito de disponer de tropas mercenarias, atacar al Ecuador y recuperar el poder. Lo bueno fue que en la siguiente Convención, celebrada en Cuenca en octubre de 1845, se desconoció el nefasto Convenio de La Virginia; además, el plan del contraataque al Ecuador -con mercenarios europeos- no pasó a mayores.

Con todo lo descrito en líneas anteriores, la Revolución guayaquileña de 1845 dejó en claro algunos avances para la patria: el rechazo al militarismo extranjero, un verdadero significado del nacionalismo ecuatoriano, una apertura a los principios básicos de la democracia; y lo más acertado, el freno a un expresidente emperrado al poder. Cualquier parecido en la historia, no es pura coincidencia. (I)

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