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El Telégrafo

Una cucharada de su propia medicina

22 de septiembre de 2011 - 00:00

La intolerancia a las ideas del otro, el desprecio por la diversidad y el pensamiento lineal sobre la estructura de la sociedad son, probablemente, expresiones de un supremacismo acostumbrado a manejar el poder político desde su perspectiva: lo que afecta a mis intereses conspira contra la existencia del Estado de derecho.

Esta estructura es la que han defendido, a través del discurso demagógico o de las armas, los “descendientes de estatua”, como los calificaba don Asaad Bucaram a los patricios guayaquileños, o como la “sal quiteña” definía a los “gamonales” y terratenientes que quedaron del período hacendario que caracterizó a la República en sus inicios. Detrás del discurso conservador -en lo ideológico- o liberal -en lo económico- gozaba de magnífica salud el modelo de país sustentado en la gran propiedad de la tierra, los supuestos blasones heredados de España y un espíritu cristiano que reconocía la pobreza como un atributo para llegar al cielo, antes que un problema por resolver.

Así que el reparto de la riqueza era un asunto de su competencia y, para convencer a quienes nada recibían, requerían del testaferrismo de una naciente clase media que se acostumbró a vivir de migajas y que, con la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo, pasó a ser una  aliada del poder político para sacar ventajas.

En esta fase surgieron personajes e instituciones que auguraban, con fervor, la inserción del país en la modernidad. Nos referimos, entre otros, a los medios de comunicación que agitaron la bandera de la libertad de expresión y de prensa para convertirse en defensores a ultranza de un espacio que les permitiría meter las manos en la política, sin que se note, incluso en asuntos tan delicados como la aplicación de la justicia, los límites de la moral y la tolerancia democrática. Esta libertad de movimiento les permitió alianzas  con grupos de poder y no hubo negocio, por sucio que fuera, en el que no pusieran  sus garras. Hasta que alguien, cansado de la mentira y de las ofensas, decidió enfrentarlos y hacerles probar un poco de su propia medicina. En adelante, insultar -o valerse de escribanos para hacerlo- será mucho más difícil, porque la justicia los tiene en la mira.

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