La noticia arrasó. Puso sobre el planeta un dolor inmenso. Al principio parecía que también fue una víctima directa de la peor dictadura del continente. Y sí lo era, de modo tangencial. Bastaría con revisar lo que escribió y dijo del golpe militar y de la muerte de Salvador Allende.
Desde su muerte, Pablo Neruda adquirió esa talla que da la humildad de la poesía, del verso forjado de honduras y sensibilidades plenas. Ya en vida, más allá de los premios y reconocimientos, apostó por la vida desde una postura política clara. La misma que hoy tiene sentido para millones de personas que la asumen sin miedo a la persecución ni la muerte. Pablo Neruda hizo su prédica a favor del socialismo, sin lugares comunes ni militancias ortodoxas.
Cuarenta años después, muchos de sus poemas son evocación de dignidad y rebeldía, de amor y romanticismo, de entrega y convicciones, de rupturas y encuentros, de palabras sonoras y sentidas. Su muerte (temprana como la de cualquier inmortal) sacudió las montañas andinas, obligó a llorar de rabia porque se iba un ser inmenso y fabuloso.
Pero ahí lo tenemos a la mano, para acogerlo con ternura, desde sus poemas y pensamientos. Él es inmortal y noble, sus asesinos (los mismos de Allende) se borrarán con la historia y la presencia de nuevas utopías. Por eso los jóvenes chilenos lo tienen como su ídolo y consejero a la hora de amar y de luchar, de pensar y soñar, como se hace con todo buen y significativo poeta. Los jóvenes de América (a la que cantó como un militante crítico) también lo tenemos como un señuelo para nuevas batallas a favor de la única causa posible: la paz, solidaridad y justicia sociales.
Desde estas páginas, desde este suplemento, desde este espacio de encuentros y reflexiones, nuestro más sincero, potente y dolorido homenaje al poeta de la victoria siempre y de la palabra encantada para evocar los mejores sentimientos humanos. ¡Qué viva por siempre el poeta!